1. Días invertidos.
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Florencia, Italia. Mayo de 2014.
Ambos hombres se mueven con elegancia por todo el lugar hasta que el recepcionista indica el camino hacia la mesa que reservaron. Sus trajes irradian superioridad y la verdad es que no me sorprende ni un poco.
Mi pulso se acelera y me transpiran las manos como hace mucho no ocurría. Podría tener uno de mis ataques ahora mismo. Siempre imaginé los posibles escenarios de un encuentro con él, pero, vamos a ser sinceros, una cosa es la teoría y otra la práctica.
—Lía, puio prendere l'ordine dal tavolo tre? (Lía, ¿puedes tomar la orden de la mesa tres?) —mi jefa interrumpe mis pensamientos y trato de mantenerme cuerda.
—Nessun problema, Francesca (No hay problema, Francesca) —contesto y la voz me tiembla un poco, si no me conocieran quizá creerían que no sé hablar italiano, aunque son mis nervios jugándome una mal pasada. Me ato el delantal en la cintura y agarro una libreta y lapicera.
Las piernas me tiemblan cuando camino y temo caer, literalmente es lo único que faltaría para que mi noche sea una mierda con todas las letras. Una vez que quedo frente a ellos solo enfoco la mirada en el amigo de Martín, ya que el último mencionado mantiene su vista pegada en el menú. Un punto a mi favor.
El hombre tiene unos cuarenta años, ojos café y una personalidad bastante complicada, intuyo que es un narcisista con complejo de superioridad y delirios de grandeza. ¿Qué hacía mi ex al lado de esta escoria?
—Buonanotte, saró io a prendere i vostri ordini (Buenas noches, voy a ser la encargada de tomar sus órdenes) —estoy hablando muy rápido, soy consiente de ese pequeño detalle y no puedo evitarlo. Golpeo levemente la lapicera contra mi muslo a modo de distracción.
—Per me dei ravioli di cinghiale, con il vino piú caro che hanno. E tu, Martín? (Para mi unos ravioli di cinghiale, con el vino más caro que tengas. ¿Y tú, Martín?) —su particular acento español se hace presente, recordándome a un familiar que no veo hace muchos años.
El nombrado dirige su mirada hacia mi y parece quedarse sin habla. Rompo el contacto visual y anoto lo que dijo su acompañante mientras siento como ambos me evalúan de pies a cabeza, es claro que algo estaba pasando y solo dos de los presentes estaban al corriente.
—Quiero lo mismo que él —sus ojos claros como el agua y el acento argentino impactan en mis sentidos.
—En diez minutos les traigo sus pedidos —me doy el lujo de usar mi idioma natal ya que él lo hizo y doy media vuelta.
Llego casi corriendo hasta al mostrador. Veo a Danna, una de mis compañeras de turno, la detengo antes de que vuelva a la cocina y le pido que me reemplace. Ella acepta sin hacer muchas preguntas; me saco parte del uniforme y ocupo su puesto en la caja registradora.
Era una tarea sencilla que mantendría mi mente ocupada en sacar cuentas matemáticas a gran velocidad. No supuso ningún problema, hasta que veo a Martín a mi izquierda.
Le dedico mi mejor cara neutra y decido acercarme.
—Que bueno verte —sonríe levemente y en ese instante me dan ganas de dejarle esa hermosa cara marcada por una cachetada.
—No puedo decir lo mismo —suspiro, luego finjo acomodar unas tarjetas de presentación, algunas se me resbalan y terminan en el piso.
—Pensé jamás nos cruzaríamos, ahora que tengo esta oportunidad quería pedirte perdón.
Suelto una carcajada irónica.
—Después de tanto tiempo me vas a pedir perdón, ¿no te parece que llegás un poco tarde?
—No seas pelotuda, hay tiempo para arreglar las cosas.
—Sí, sí lo hay — inalmente concuerdo— Y no tengo ganas de perderlo por algo que, seguramente, no valga la pena —miro a sus espaldas porque siento la mirada de alguien clavada en mí— Andate, te están esperando.
—Dale, Lía, dame una oportunidad para explicarte todo.
—Estoy trabajando, Berrote.
Nunca había pronunciado su apellido en voz alta, siempre hay una primera vez para todo, ¿no? Y esta era su primera vez siendo rechazado por una mujer, me puedo hacer una idea de la histeria que le genera esa situación. Un golpe directo a su machismo.
Aun así, se queda unos segundos más, esperando que ceda ante él, y desiste al comprobar que no iba a hacer nada para que se quedara. En el pasado hubiera corrido a sus brazos, humillándome y diciéndole que sí, que lo perdono, que nunca dejé de amarlo y deseo volver a su lado. Sorpresivamente hoy me gana el ego y el mínimo odio que le tengo.
Lo notaba diferente, como renovado. No importa si solo conversamos un par de segundos, eso fue suficiente para hacer un rápido análisis. Y mentiría si no dijera que extrañé el sonido de su voz, ese detalle siempre fue mi debilidad, podría escucharlo hablar durante horas, de lo que sea que tenga ganas y jamás que cansaría.
El restaurante suele llenarse de turistas, pero a pesar de eso seguimos usando el italiano como idioma principal y, obviamente, hacemos excepciones si es necesario. En la computadora de la entrada hay una página web, exclusivamente para nosotros, en donde podemos ver los datos de cada reserva, en el caso de la mesa tres el cliente era Alfredo Kesman y por ese detalle no pude deducir si se trataba de mi viejo amigo o no con anterioridad.
Me obligo a concentrarme en mis responsabilidades porque quedaba muy poco para que mi horario laboral finalizara, después todo esto solo será un recuerdo tragicómico para superar en la soledad de mi habitación por la madrugada, no ahora.
La gente no paraba de ingresar y, lejos de quejarme, lo agradecía por distraerme al cien por ciento. En Florencia la mayoría es amable, eso era lo que más me hacía sentir como en casa; igualmente también es cierto que jamás me sentiré tan integrada como en Argentina. Tal vez algún día cumpla mi promesa y vuelva.
Suena el reloj que cuelga en la pared a un costado, indicando que mi turno por fin finaliza. Recibo el pago del último cliente y voy directo a los vestidores, apenas entro al lugar saludo a todos los presentes. Algunos ingresaban a la última ronda corta y otros buscaban sus pertenencias para luego ir a casa como yo. Me saco la camisa y credencial para dejarla dentro del casillero, agarro mis cosas y camino a la salida, esta da con la parte trasera del local y tenés que caminar unos metros hacia la izquierda y girar para poder encontrarte con la avenida. Era como la boca del lobo, oscuro y frío, incluso hay días en los que me da miedo.
Recargo mi cuerpo contra la pared del lado derecho así dejo pasar a los demás, me pongo una campera y maldigo por decidir usar un vestido hoy. Soy totalmente culpable por preocuparme más por las apariencias y no fijarme en el frío que hace en pleno mayo. En otras palabras: me estaba cagando de frío con un vestido negro de satén. Cuelgo mi bolso en el hombro izquierdo y saco de él un cigarrillo y encendedor. El mal hábito de fumar lo había adquirido unas semanas después de haberme quedado sola en Palermo, creía que ayudaba a calmar la ansiedad y luego comprendí que estaba equivocada, pero ya era demasiado tarde para dejarlo. Le doy una calada y expulso el humo mientras miro hacia el frente, ahora sí, tratando de digerir todo lo que pasó.
Aunque mi soledad se acabó cuando el amigo de Martín atraviesa la puerta a mi lado, chocamos miradas por unos segundos y nos rodea el silencio.
—¿Puedo preguntar de dónde conoces a Martín? —veo que es directo, no le importa absolutamente nada excepto obtener lo que quiere.
—¿Por qué querés saberlo? Sos un extraño, no te voy a contar mi vida —aunque en realidad sí lo conocía, y al mismo tiempo no.
Camina hasta quedar frente a mí, a una distancia prudencial. Mis nervios se incrementan de manera automática, ¿o será el miedo?
—Evidentemente os conocéis de algo por la forma en que ambos han reaccionado al verse. Él es mi amigo, solo intento comprender si está bien.
—Sí, solo éramos... buenos amigos y eso se terminó.
—¿Debido a...?
—Debido a que un día decidió romper nuestra relación y ya.
Asiente lentamente, como tratando de comprender todo. No sé exactamente lo que busca, solo espero que haya obtenido lo suficiente como para irse de una buena vez.
Termino el cigarrillo y lo tiro al piso para apagarlo mientras espero a que hable o al menos salga de su ensimismamiento. La falta de habla me eriza la piel, ya su imagen genera misterio, así que imagínense el resto.
—Bueno, si ya has decidido no volver con él, tal vez podríamos intentar algo tú y yo —dice finalmente, con una sonrisa egocéntrica plantada en el rostro y dando los pasos necesarios para quedar tan cerca que puedo experimentar como se mezclan nuestras respiraciones.
—Creo que no reparás en el hecho de que tranquilamente podría ser tu hija —le lanzo la misma sonrisa, desafiándolo.
—Pero no lo eres —contesta y noto que detiene su mirada en el collar que adorna mi cuello y descansa a la altura de mi pecho. Es de oro puro, sé que lo nota como también sé que es un ladrón. Una persona así está atenta a los detalles sin importar la situación en la que estén envueltos.
—¿Cómo estás tan seguro? —me atrevo a preguntar y dejo el objeto de valor sobre su mano izquierda, sin apartarle la mirada.
Accedo cuando intenta abrirlo, pero antes de eso desliza su mano lentamente por mi cintura, la dirige a mi cuello y arranca la cadena. Un corazón negro, ese era el adorno que portaba y jamás me despegaba de él, era como una parte de mí.
No puedo evitar burlarme de su cara al ver la foto que había dentro del mismo.
—¿Quién te lo ha dado? ¿Eres familiar de Diana?
—Era mi madre, se podría decir que lo heredé.
Después de decir esa última frase, me dan ganas de esconderme debajo de una piedra. Andrés me arroja el collar y clava sus ojos en los míos. Mi pecho sube y baja, a la misma vez tiemblo, y ya no se debe al frío sino a lo que pueda llegar a suceder a continuación.
Diana fue su esposa número dos, se conocieron en el sur de Argentina en un viñedo. Él era nuevo en el país, aun así, quería robar un par de botellas de ese lugar y mi madre también. Aunque ella ya tenía todo perfectamente calculado.
Ambos notaron las intenciones del otro con tan solo una mirada, y así fue como terminaron aliándose para atracar el lugar sin levantar sospechas. Diana era el cerebro al mando y Andrés aportaba la experiencia; congeniaban muy bien, tanto que siguieron robando hasta acabar enamorados y casados. ¿Les suena la historia? Bueno, algunos psicólogos dicen que estamos destinados a repetir la historia de amor de nuestros padres.
En fin, el matrimonio no duró mucho porque mi padre era fatal en eso, ya cargaba con un divorcio en ese momento y al poco tiempo sumó el de ella. Luego otro, y otro, y otro... hasta llegar a la cuenta de cinco.
El mismo día que él decidió ponerle fin a la relación, Diana iba a confesar que estaba embarazada, pero sus planes se vieron frustrados y reemplazados por una pelea que terminó en el abandono. Quedó sola en una casa de campo que habían comprado, desamparada durante nueve meses hasta que tuvo el valor de contactar a mi tío Sergio una semana antes de mi nacimiento. Sergio Marquina era el único al tanto de mi existencia y fue el encargado de contarme con lujo de detalles todo esto.
Ese collar que llevaba era lo último que me queda de ella, objeto que un día le regaló mi padre. Dentro de él había una foto de ambos en Las Grutas.
—Por si no te diste cuenta, soy tu hija, Andrés.
—Estás equivocada niña, yo solo tengo un hijo y jamás he sabido de tu existencia. ¿No te han enseñado que es malo mentir? —eleva su tono de voz al mismo tiempo que comienza a caminar lentamente de un lado a otro.
—Pregúntale a Sergio, él lo sabe todo —respondo con calma y para en seco.
—Estás insinuando que mi hermano es un mentiroso...
—No lo culpes, le juró a mi madre que si moría jamás abriría la boca y ya ves como terminaron las cosas —lo que digo parece ser prueba suficiente de que no estoy bromeando porque volvió a quedarse sin habla— Lo único que te voy a pedir es que no le cuentes nada de esto a Martín.
—¿Acaso es miedo lo que percibo en tu voz?
—No, pero es mi historia y tengo derecho a confesárselo si alguna vez arreglamos las cosas.
Me despego de la pared y acomodo mi ropa, dispuesta a marcharme. Fue muy interesante la charla, pero estaba cansada y definitivamente ya tuve suficientes cosas del pasado en mi presente. Él hace lo mismo, acomoda su sombrero para luego acercarse y segundos después camina en dirección a la avenida.
Antes de desaparecer da media vuelta.
—Si en algún momento te metes en problemas, solo llama al número que está en tu bolsillo derecho. Espero no arrepentirme.
Frunzo el ceño y compruebo la veracidad de sus palabras, había una tarjeta a nombre de Alfredo Kesman. Me tienta el hecho de romperla a la mitad y tirarla en el pavimento, pero termino conservándola y emprendiendo el camino a casa.
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