Capítulo 4: Ecos (ERYX)
Desde pequeño me gustó el ajetreo de la gran ciudad, pero mudarme de forma definitiva fue algo muy diferente. Mejor. El ruido de los carros en la calle como un eterno y relajante ruido blanco, el no tener que volver a saludar a nadie porque cada rostro en tu camino era el de un extraño, que nadie ponía la atención en ti porque estaban muy ocupados en su propia mierda en medio de ese ajetreo de locos que nunca paraba y por supuesto, había una cafetería en cada esquina. Yo crecí en un muy pequeño pueblo de Wisconsin, y aunque me encantaba la tranquilidad que me ofrecían los campos de maíz y la vida de la granja, supe desde el momento en que pisé Chicago no volvería ahí sino estaba muerto.
No más oír de malas cosechas o gallos antes del amanecer.
Vivir aquí me dio esa sensación de reinicio que siempre busque. El lugar me permitía mezclarme, perderme si era el caso y, al mismo tiempo, encontrarme cuando se me daba la gana. Trabajar como consultor financiero en una firma en el Loop me tenía ocupado solo de lunes a viernes, ventajas de ser el unico con cerebro en la familia, y cuando no estaba encerrado en la oficina, solía ir correr a lo largo del Lago Michigan, a veces también necesitaba despejar mi mente de los números que inundaban mi cerebro. Aunque para eso me pagaban y esa era la mejor parte, recibir una jugosa paga.
Adiós a las deudas, adiós a las limitaciones. Se podría decir que mi vida era predecible en un 99.9%, y así era como me gustaba. Hasta que conocí a esa mujer.
Calista Elarian. Cali.
Nos conocimos en una galería de arte donde yo había ido a comprar una pieza para mi nuevo apartamento. Lo mío nunca había sido eso del arte, pero había algo en las fotos que exponía esa noche que me detuvo mientras pasaba por ahí. Eran retratos de personas comunes, captadas en momentos muy simples. Nada raro o pretencioso. Había una mujer mayor vendiendo flores en el mercado, un niño jugando en la fuente del Millennium Park, un músico callejero tocando su guitarra con los ojos cerrados y sumergido en su música. Se notaba la conexión entre la lente y las personas, cosa que me llamó la atención aún sin saber nada del tema.
Y luego la vi a ella, la fotógrafa, y llamó más mi atención que las propias fotos, estaba con su cámara colgando del cuello, su cabello rojo recogido en dos largas trenzas, sonriendo de manera despreocupada mientras hablaba con un grupo de visitantes. Me acerqué, más por curiosidad que por otra cosa para oír lo que decía, y en el momento en que nuestras miradas se encontraron, supe que mi vida iba a cambiar.
Cali tenía esa chispa que atrae a cualquiera a su alrededor, una revoltura poco usual entre alegría y locura. Los siguientes seis meses me dejó ver el mundo a través de sus ojos, me enseñó a encontrar algo especial en lugares que antes me parecían insignificantes. Ella era un torbellino de pura vida, y yo, siendo un hombre acostumbrado a llevar cierto grado de estabilidad y a vivir detrás de un escritorio desde que me gradué de la universidad, de todos modos no pude evitar dejarme arrastrar en su remolino.
Salir con esa mujer había sido una de las experiencias más intensas de mi vida. Nunca sabía qué esperar con Calista. Podíamos estar hablando sobre una exposición de fotografía y al minuto siguiente, estaba convenciéndome de saltar en paracaídas. Aún tenía pesadillas con eso. Simplemente me sacaba de mi zona de confort y, al mismo tiempo aunque casi me mataba, me hacía sentir más vivo que nunca.
Pero había algo que me costaba. Sus amigas. Casi mis amigas, CASI.
No era que Lio y Sera fueran malas personas, no lo eran. De hecho, me gustaban en muchos sentidos. Liora era lista y tenía un sentido del humor tan amargo que era difícil no engancharse a sus pláticas, y Sera con su amor eterno por la cocina, su tierna sonrisa tan encantadora y su forma de ser siempre amable con los demás. Eran geniales, diferentes y veía por qué Cali las amaba tanto, pero en el fondo siempre me sentía como el invasor en medio de ese grupo tan cerrado.
Desde el principio, noté que sus amigas tenían cierta desconfianza hacia mí. No las culpaba. Después de todo, había llegado a sus vidas como algo que recogió su amiga un domingo por la noche y ya nunca se fue, un extraño que se coló en la dinámica perfecta de las tres Gorgonas, diría mosqueteras pero Gorgonas encajaba mejor con su perfil. Igual no se trataba solo de que fueran amigas; eran familia. Ellas se protegían y, aunque con el tiempo me acogieron bajo sus alas, había un campo de fuerza alrededor suyo que no podía atravesar.
Recuerdo la primera vez que me presentaron oficialmente. Estábamos en el restaurante de Sera, el famoso Flamme, y ella se movía entre las mesas con una bandeja cargada de vasos de vidrio, y lo hacía de tal modo que daba miedo que no chocara con nadie. Lio llegó tarde, la puntualidad en cuanto a lo informal parecía no ser lo suyo, pero tenía un andar sobre ese par de tacones altos que podía derretir a cualquiera que la viera a lo lejos, eso ante de oírla hablar por supuesto. La conversación desde el principio fue fluida, pero parecía que estaba siendo examinado bajo la lupa, evaluado en cada palabra que decía.
—Entonces, ¿cómo va lo de tu consultoría? —me preguntó Lio, la pelinegra, sirviéndose una copa de vino.
—Bien, bastante trabajo. —Intenté sonar relajado, aunque ella me trataba como si me estuviera haciendo una entrevista de trabajo—. Estamos cerrando algunos proyectos importantes.
—¿Y qué tipo de proyectos? —presionó Sera, con una sonrisa algo mordaz para sus niveles de dulzura.
Cali me miró, como pidiendo disculpas por la pequeña inquisición a la que me sometían, pero le di una sonrisa de tranquilidad. Tenían derecho a querer saber más, asegurarse de que no le iba a romper el corazón a su amiga como habían hecho otros.
Con el tiempo, aprendí a adaptarme a su ritmo, a sus bromas tan raras y a su manera de incluirme en algunas cosas, pero por supuesto que no en otras. No era nada personal, solo la forma en que se habían acostumbrado a vivir. A veces me molestaba cuando mi novia las ponía por sobre mí, claro.
Era como si siempre viviera en un segundo plano, como si, por mucho que Calista y yo estuviéramos juntos, nunca llegara a ser parte de esa dinámica tan jodidamente co-dependiente que tenían.
Sin embargo, con cada nuevo paso en nuestra relación, por fin encontré mi sitio al lado de las tres. O eso pensé hasta hace unas semanas, cuando Cali empezó a actuar de manera extraña y por consiguiente deje de ver a las otras dos.
No supe cómo interpretar su comportamiento. Estaba más distante, distraída, y cuando finalmente me enfrentó con esa conversación sobre hacía donde íbamos, me tomó por sorpresa. Literalmente encuerado. ¿Qué se suponía que debía decir? No era que no quisiera tener un matrimonio y una familia propia algún día, pero no estaba seguro de estar listo para algo así. La vi tan insegura, tan ansiosa por saber si yo estaba en el mismo punto, que me hizo sentir como si estuviera decepcionándola por no ser ese tipo de hombre. Uno que, al escuchar la palabra “boda e hijos”, saltaría de alegría, correría a comprar pañaleros y planificaría el futuro en segundos.
Me gustaba Cali, la amaba incluso, pero ¿estábamos listos para eso? ¿Estaba yo listo para eso? Intenté explicarle que no lo estaba, que necesitaba tiempo, que no quería apresurarme a algo tan importante, pero no estaba seguro de si había entendido. A partir de esa conversación, algo cambió entre nosotros. Ella no tomaba mis llamadas, y yo, acabe más confundido que un pollo sin cabeza.
El trabajo en la oficina tampoco ayudaba a despejarme. Las reuniones se alargaban y los números en las pantallas se me mezclaban hasta el punto en que ni siquiera podía concentrarme. Mis colegas notaron el cambio, pero no hicieron preguntas. Mi jefe, un tipo mayor con aires paternos y muy exigente, me llamó a su oficina un jueves por la tarde.
—Muchacho, sé que eres bueno en lo que haces, pero necesito que vuelvas a concentrarte. —Me lanzó una mirada muy dura por encima de sus gafas—. No puedes permitirte errores ahora, no cuando estamos a punto de cerrar el contrato con Valde Inc.
Asentí, apretando la mandíbula. Tenía razón, y lo sabía. Pero mi mente no estaba en números ni en los contratos. Estaba en mis malditos problemas con Calista, y en cómo todo era mi culpa.
Salí de la oficina con un peso que no lograba quitarme de la espalda. Caminar por las calles frías me calmaba un poco, pero no lo suficiente. Tomé el tren de regreso a mi apartamento, observando cómo la ciudad pasaba por la ventana, y supe que tenía que hacer algo. No podía seguir atrapado en esta incertidumbre de estar y no estar con la mujer que quería.
Esa noche, después de correr hasta quedarme sin aliento a lo largo del lago, me senté en el muelle, mirando las luces reflejarse en el agua. Saqué mi teléfono, pensando en llamar a Cali de una vez, pero no lo hice. Para empezar no sabía qué decirle.
¿Cómo le explicas a alguien que amas que tienes miedo? ¿Que no sabes si serás capaz de darle lo que ella necesita? ¿Qué te aterra la idea de ser un mal esposo? ¿Que tienes terror de repetir los errores del mismo hombre que te dió la vida?
Me quedé ahí, con el teléfono en la mano y la cabeza llena de pensamientos que no se detenían. Necesitaba hablar con ella, aclarar las cosas, pero no sabía cómo hacerlo sin comprometer lo que YO quería. Mis manos temblaban para cuando finalmente guardé el teléfono en el bolsillo y me levanté.
Tenía que encontrar la manera de hacer que esto funcionara. No quería perderla, no a ella, pero no podía fingir que estaba listo para algo que me asustaba tanto.
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