Historia 1: ciudad de La Felicidad

Siempre se había dicho que las ejecuciones se debían a los altos niveles de delincuencia. Pero la gente no era tonta, aunque sí pasiva. Los ladrones y estafadores eran conocidos por todos y no caía ni uno a manos de la policía. Algo más había, aunque la triste vida seguía su curso.

Al volver del trabajo, mantenía las luces apagadas, por cualquier eventualidad. Su departamento estaba en el piso más alto del edificio donde vivía, por lo que era difícil ver circular a un vehículo a esa altura. Las vías aéreas estaban bien delimitadas y se encontraban varios metros más abajo.

Llevaba algunos años, poco menos de una década, con una doble vida. Triple, la verdad.

Robert Tristán era un tipo de cincuenta y tres años. Pesaba más de cien kilos, pues decidió engordar para pasar desapercibido. La comida callejera, nada saludable, era económica. Se había dejado crecer la barba y el bigote por lo mismo. Ese barrendero servicial, buen compañero y de bajo perfil ocultaba un secreto. Su desconfianza, disfrazada tras esa sonrisa falsa que le regalaba a todos los que se topaban con él, le había salvado la vida.

Una noche de marzo, con un ojo pegado a la ranura de la puerta del closet, Robert pretendía imaginar que tenía posibilidades de escapar de ahí. Había alcanzado a ocultarse, mas no a cerrar las persianas. Allí estaba su ejecutora, en el exterior, sobre el enorme vehículo flotante cuyas luces iluminaban directamente su diminuto departamento. La lluvia caía con fuerza y miles de gotas rompían sobre la estructura del vehículo policial. Tras los ventanales de su morada, enormes edificios se alzaban imponentes. Una infinidad de luces y la publicidad, que se sabía de memoria, eran el paisaje que se difuminaba detrás del carro que permanecía suspendido en el aire, sin intención alguna de retomar su camino. Ese era el destino de viaje de la conductora. El día había llegado.

El edificio, húmedo por las cascadas que se formaban por las precipitaciones, se ubicaba en la zona obrera del municipio de El Trabajo.

En los suburbios de La Felicidad y de todas las ciudades donde habitaban las clases más bajas, la tarea de limpieza de calles era realizada por personas, a excepción de los robots que retiraban los cuerpos de los muertos. Las peleas, la delincuencia, la basura y la lucha de las pandillas por defender los territorios de los que se apoderaban, eran pan de cada día. Sin embargo, había seres humanos, como Robert, que luchaban por la independencia de las ciudades completas.

Las únicas veces que se veía a las fuerzas de orden en la planta baja del domo era cuando su misión consistía en eliminar a sublevados. La policía llevaba décadas dando caza a los independentistas. Estos, en algún momento, debieron comenzar a esconderse ante el fusilamiento de sus compañeros más osados. Robert había conseguido camuflarse entre la masa de personas que no tenían ni un ápice de rebeldía, aceptando con desgano una vida llena de injusticias y malos tratos.

Sabía que la conductora no se movería de ahí, quizá esperaría hasta que amaneciera, si es que no se decidía a disparar antes. Para su suerte, Robert tenía entre sus manos el control que daría sentido a sus convicciones.

Afuera de su departamento, en las paredes húmedas de tapial, se encontraban los parlantes de alta potencia. Presionó el botón y comenzó a hablar por el radio análogo conectado a su altavoz.

La gente se asomó por las ventanas y al ver el vehículo flotante cerraron las cortinas y bajaron las persianas. Sin embargo, dentro de sus moradas, apagaron los aparatos electrónicos para oír bien la voz temblorosa de ese hombre. En las calles, todos miraban hacia las alturas, deteniendo sus actividades.

«Mi nombre es Robert Tristán, soy un trabajador honrado. Somos prisioneros de los ángeles y los domain tipo 2. ¿Cómo podemos hacer de este cielo gris un mundo tranquilo y acostumbrarnos a nuestra indiferencia? Hay familias que han perdido a integrantes por esta lucha. ¿Les parece justo que se nos niegue aspirar a más? ¿Creen que es correcto que las personas de El Edén nos tengan encarcelados en esta urbe? No podemos salir de aquí. El valor que se nos cobra por ir a otra ciudad dentro del domo es superior a las dadas que ganamos en tres meses de trabajo».

El auto de la policía se acercó más al ventanal. Robert tragó saliva y continuó. Una gota de sudor mojó sus labios vacilantes.

«Compañeras y compañeros, debemos luchar por la autonomía que merecemos. Estos tipos no dan un peso por nadie. La comida que tenemos la conseguimos por nosotros mismos. El progreso logrado, aunque cueste verlo, se debe a nuestra gestión. Soy dueño de mi destino. Tú, del tuyo.

Soy Robert Tristán, un independentista oculto entre las masas. Nunca fui el primero, tampoco seré el último.

Sé que están cansados de recibir migajas de la gente que jamás ha visitado estas calles. Ellos seguirán enviando a sus perros policías a hacer el trabajo sucio.

La ciudad nos pertenece, hermanos y hermanas. A luchar por nuestra libertad, por nosotros, los que ya no están y los que vendrán. Agente, estoy listo». Señaló, cerrando sus ojos.

Dentro del carro policial, la mujer se disponía a disparar. Se oyeron muchos balazos y vidrios rotos. Desde la calle una pequeña de diez años se dispuso a ametrallar el vehículo, el cual perdió el control y comenzó a descender, dando vueltas por los aires. La maniobra de la mujer fue impecable, pues logró salvar su vida, aunque con varios hematomas provocados por los golpes en su intento por mantener el control y poder estacionarse. Lo logró con mucha dificultad.

La mujer salió como pudo, arrastrándose, mientras un nuevo contingente policial se acercaba al lugar. La pequeña salvadora no dudó ni un segundo lo que tenía que hacer. No escuchó las súplicas, sí a los transeúntes que le gritaban que apretara del gatillo. El arma de la policía había caído varios metros más allá. Sabía que su misión fallida sería el final de todo.

Se oyó un disparo. Dos. Tres. Cuatro. Solo quedó el cuerpo de la mujer intacto. Su cabeza fue destruida. Los pedazos de su cráneo salpicaron la puerta del vehículo por el que intentó escapar.

El ascensor no servía. Diez años sin ser reparado. Debía subir hasta el piso número setenta y ocho. Nunca se detuvo. Tardó bastante, dando tiempo a que dos vehículos policiales flotantes se acercaran al sitio donde hacía un instante el hombre acorralado se ocultaba. Abrió la puerta y encontró a Robert tendido en el piso, muerto por un disparo certero en su corazón. Sabía que en cosa de segundos moriría junto a él. Tomó la grabadora análoga para entregar un último mensaje, pero fue acribillada antes de hacerlo.

«Padre» e hija murieron esa noche. No hubo quejas, ni lamentos de cercanos. Robert era el papá postizo de varios huérfanos de su municipio. Esa era su tercera identidad.

Al soplón, un independentista arrepentido, nunca se le pagó lo que se le prometió. Fue torturado y muerto. No conocía a nadie más que Robert, por lo que la policía no les dio crédito a sus palabras.

La agente que se desplomó en la acera, tras el balazo, era la hija de un antiguo libertario al que siempre vio como un peligro para la sociedad. Nunca lo entendió, pocos lo hacían. Bajo un charco de lluvia que se mezcló con su propia sangre, la mujer fue retirada y el vehículo puesto en marcha.

La vida en esa localidad continuó sin más, aunque nadie olvidaría ese episodio. El evento fue uno de los tantos que había ocurrido, por lo que el botón neutralizador, que podía ser utilizado ocho veces en total, nunca pudo parar con esa eterna búsqueda por la libertad.

Nadie supo en qué consistía el trabajo oculto de Robert Tristán, el que suponía un peligro para la hegemonía. Después de ese episodio, algunos humanos que habían permanecido ocultos en las sombras de la ciudad, saldrían a la luz, distribuyendo panfletos con consignas libertarias. Eran rápidos y expertos en camuflaje. Siempre fueron difíciles de cazar y nunca adhirieron a la lucha de los rebeldes por acabar con la hegemonía. Ellos no creían en ningún líder, solo en el poder popular adormecido desde la construcción de la cúpula.

Fin del cuento

¡Muchas gracias por leer!

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