Capítulo 26: el largo día donde se oyó el sonido del silencio
Importante: cada publicación cuenta con palabras o conceptos marcados en negrita, los cuales tienen su correspondiente explicación al final del capítulo, en un glosario.
La madre y la hija estaban esposadas, tiradas en el suelo, junto a decenas de personas que permanecían inconscientes; sin embargo, la mayoría, aún de pie, intentó terminar el trabajo de los robots dados de baja.
Móviles en mano. Cámaras activadas. Los teléfonos grababan, pero la señal dejó de funcionar. No había conexión. El resto de las ciudades y municipios desconocía lo que estaba sucediendo en Bahorrina.
Cuerpos de policía cercaron el lugar. Aguardaron, entre el ajetreo de la situación y las palomas robóticas desapercibidas, la llegada de más refuerzos para iniciar la ejecución.
Los agentes y militares que lidiaban con el alboroto provocado por los robots presionaron sus audífonos, activando sus tapones. Al verlos, un civil astuto gritó a los caóticos ciudadanos que protegieran sus oídos con sus manos.
Bajo la tierra, las ruedas tractoras desprendían chispas provocadas por la fricción con los carriles. Las vagonetas de acero carbono viajaban a gran velocidad. Sobre ellas, valientes personas se alumbraban con las linternas de sus cascos. Un grupo de rebeldes del domo, junto a varios esclavos y miembros del Mundo sin Luz, cargaban un arsenal poderoso.
Arriba, sobre los túneles construidos en el silencio, la sirena de los megáfonos comenzó débil, pero la gente se alejó rápido de la línea demarcada en el suelo. El aumento en su potencia provocó un molesto pitido en los oídos de aquellos que permanecieron en las calles. Las manos no sirvieron de mucho. La encapsulación de inocentes había comenzado.
De pronto, enormes placas de acero emergieron de las alargadas aberturas dispuestas en el frontis de las edificaciones. Desde la rebelión de los otros que no eran utilizadas. Una oscuridad absoluta irrumpió en el interior de cada construcción. De ese modo, se aisló a todo aquel que por curiosidad había oficiado como espectador pasivo a través de las ventanas y puertas. El sistema protegió a los dueños de esos ojos curiosos. También, los cegó. No podrían ver en directo el malévolo plan militar: la ejecución de los humanos que entorpecían el procedimiento policial. Esa era la idea. La instrucción del presidente del domo fue clara. En la premura por dar una solución efectiva a la agitación, ese mandatario, quien gozaba de cierta popularidad, puso su nombre en la lista de los tiranos de la semiesfera.
Abatidos por los bastones retráctiles y los collares de presión dispuestos en sus cuellos, los vellatorus rugían dentro de la furgoneta. El contacto entre la fuente energética de hierro y la lluvia provocó descargas eléctricas que les hicieron perder el control muscular de sus cuerpos. Los endebles golpes proporcionados al vehículo desde su interior daban cuenta de ello. Esa no era una manifestación de toda su fuerza. Su energía también fue reducida por los grilletes de seguridad que les dificultaba la respiración. Sus compañeros militares, humanos y Fa24, luchaban aún contra la gente que intentaba defender a los robots que habían estado pintando las paredes de las calles con consignas rebeldes. Pero ¿quién era el enemigo?
Dentro del pelotón miliciano no encontraron explicación a lo ocurrido. No había lógica en el actuar amenazante de los alienígenas. El cuerpo de seguridad sabía que, ochenta años atrás, el Rey Demiurgo, líder del domo en ese tiempo, había demostrado lo dóciles que eran esos seres al intervenir sus chips. Por aquel entonces, según contó la líder de esa especie, así se podían regular sus emociones y disminuir sus innatos niveles de violencia.
«¿Quiénes son tus amos, tus compañeros, tus hermanos? ¿A quiénes juras proteger?», preguntó una madre fundadora, en la génesis del funcionamiento de la cúpula. El vellatorus aludido se arrodilló y, rompiendo con cualquier predicción, la señaló a ella con su dedo índice. Luego, procedió a hacer lo mismo con el resto de los padres fundadores.
Los reptilianos llegados de otro mundo se convirtieron en obedientes servidores de la humanidad.
Esa falsa historia formaba parte importante de la manipulación. Los militares recibían una educación engañosa. Y los vellatorus, con el implante de memorias dentro, sin haber señalado a esas personas en el año uno del domo, creían lo mismo.
La gente que luchaba se asustó al ver las construcciones cubiertas por las placas de acero, ya que infirieron que los bloques no solo habían emergido del suelo para proteger a las personas; de seguro, fusilar a los sublevados era una opción viable. El pánico no opacó su entrega, pues la valentía ya se había esparcido como consecuencia del terror y la esperanza. No habría posibilidad para retractarse. De ese modo, continuaron batallando con todas sus fuerzas con la intención de ayudar a los autómatas, voceros de sus miedos, de su mal vivir.
Siete policías operaron para salvaguardar a un Fa24 herido de gravedad. Pertenecía al alto mando. Fue difícil salvarle la vida. Las personas, en un intento por protegerse, recogieron las armas de servicio de la milicia abatida. Los escudos crearon un bloque impenetrable. Las botas negras se dispusieron a retroceder hasta sus vehículos. Dentro del círculo que formaron, dos policías cargaban el cuerpo del moribundo. El intercambio de balas convirtió el asfalto mojado por la lluvia en un campo de batalla enrojecido. Consiguieron ponerlo a salvo; sin embargo, un joven de veinte años aprovechó el momento en el que subieron al androide a una de las furgonetas. Disparó.
La defensa de acero cayó poco después de cerrar el vehículo con seguro. Los brazos soltaron sus protecciones antibalas. La masa contaba con siete escudos para su propia defensa. El joven alzó su puño en señal de lucha. Recibió el disparo certero de un Fa24 ubicado detrás de un carro policial. El destruido cráneo del chico hizo esquivar las miradas de ambos bandos.
Uno de los soldados encargados de dar de baja a los robots recibió la orden de alejar a los vellatorus de ahí. Al acercarse a la furgoneta donde se encontraban, los débiles golpes de sus compañeros comenzaron a disminuir. De pronto, luego de subir al vehículo con la carga extraterrestre, un fuerte ruido provocado por el desplome de uno de ellos reavivó el hambre. Un alienígena había muerto al lado de todos sus compañeros. El soldado que oficiaría como conductor miró por el espejo retrovisor. Sobre la ventanilla que lo separaba de la cabina de atrás, pequeños hilos de sangre cayeron con timidez. La rajadura realizada en el abdomen del fallecido soldado se hizo con la garra de una débil mano verde.
El banquete caníbal se llevó a cabo pese al agotamiento. Atontados, sin fuerzas, activaron con lentitud sus genes depredadores. El cadáver era la comida de sus compañeros. Los chips no funcionaban. El soldado debía avisar a sus superiores. Los vellatorus tenían que ser dados de baja, pues, de lo contrario, podrían comenzar a atacar a inocentes en todas las ciudades de la cúpula.
Colocó su pie derecho sobre el pedal. Arrancó el motor y pisó el embrague con el izquierdo. Su mano se aferró a la palanca de cambio. Sintió miedo. Respiró profundo antes de comunicarse con la casa de gobierno. En ese instante, el mensaje del sorprendido soldado fue recibido por el mismísimo Ignacio Barría.
El presidente del domo puso, junto a los alcaldes y políticos de la semiesfera que logró contactar, todo su esfuerzo para controlar a la raza extraterrestre que amenazaba con convertirse en un nuevo dolor de cabeza. El débil sistema político del domo 24 comenzaba a desmoronarse. Ya no contaría con la ayuda de esos fuertes gigantes verdes. El sonido del silencio, de las almas apagadas, de una especie agresiva convertida en sumisa, comenzó a alzarse por épicos gritos de verdad. Y esa realidad sonora estaba en las calles, donde las bocas cerradas habían permanecido así por décadas completas.
Los rebeldes llegaron al punto acordado. Bajaron de las vagonetas de acero carbono. De pie, aguardaron impacientes la indicación de Rosa Garden para salir por las alcantarillas en defensa de la multitud oprimida por la milicia. Con la vista hacia las tapas protectoras dispuestas en las bocas de acceso a los pozos inundados, sostuvieron con firmeza sus armas de combate.
No había información sobre la sublevación provocada por los robots pintores. Más allá de la zona de conflicto, en las calles o dentro de sus hogares, algunas personas vieron en las pantallas la cobertura realizada en honor a la muerte de Francisco Matus. Sin embargo, los índices de audiencia señalaron que gran parte de la población veía en directo la entrevista dada por SagaZan en el programa «Aminor», de la cadena televisiva TVCHI.
—Es muy importante mantener el contacto con nuestros fans. Por eso, hemos decidido hacer una gira gratuita por varios municipios de la planta baja —informó, sonriente, Frida.
—¡Excelente noticia! Estoy segura de que muchos estarán felices de oírlo—dijo la presentadora. Aplaudió.
—Eso nos motiva a seguir —afirmó, también risueño, Raúl—. Es la forma que tenemos para retribuirles tanto amor. Ese es nuestro motor. Jamás imaginamos llegar hasta acá lanzando material en la etapa de predebut.
—Bien, queridos televidentes, ahí lo tienen, su líder ha dicho que el amor hacia ustedes es su motor. Disculpen lo reiterativa, pero tenía que destacarlo. —Llevó sus manos a la cara, simulando echarse aire por la emoción—. Ahora, pasando a otro tema igual de valioso, necesitamos saber algo más. Sé que muchos se deben preguntar lo mismo. ¿Ya tienen fecha para el estreno oficial de su álbum debut? ¡Redoble de tambores, por favor, señor director! —Llevó su cuerpo hacia adelante, abriendo sus ojos a la espera. No cambió de actitud, pese a la notoria cara descolocada de Raúl.
«Qué mujer más exagerada. Es un circo, pero ¿qué más tenemos?», pensó, mirándola con desdén.
—Será en varios meses más. Un día muy especial. Soñamos con que a partir de ahora el veintiocho de noviembre se recuerde con una mirada positiva. Ya sabes, queremos transmitir amor y olvidar la guerra —comunicó Kamal.
—Uy, chicos, es una fecha triste y delicada. —Giró la cabeza hacia la cámara haciendo un puchero—. Me alegra saber que cuentan con el apoyo de su sello discográfico. Es un bonito mensaje. Ese pasado nos hizo tanto daño. —Observó en la cara de Kamal cierta incomodidad.
—Gracias —respondió Raúl.
—Un momento —interrumpió la mujer—. Noto algo de tensión en Ka. No sé si es por mí, aunque no creo que sea tan importante, soy una simple presentadora de televisión. A ver, chicos, para dejarlo claro: ¿ustedes tienen la aprobación de su compañía, cierto? Me refiero a la fecha de debut. —Dirigió la mirada hacia Kamal.
—Está todo en orden. Es solo cansancio —aclaró el joven—. Claro, contamos con su apoyo incondicional. El Gobierno quiere darle más alegrías a su gente. Borrar toda la tristeza de nuestra historia, de ese pasado oscuro.
—O sea que ustedes se pueden convertir en una imagen representante del gobierno. Sería hermoso —teorizó la periodista.
—Para nada —aclaró Frida—. Tenemos su apoyo, eso es bueno. Pero como grupo no apuntamos a eso. Respetamos a los colegas que lo hacen, obvio.
—No nos interesa la política —respondió con semblante serio Raúl Strauss—. Nosotros estamos con el pueblo y creemos que para un mayor bienestar hay que avanzar en lugar de mirar el pasado.
Ni siquiera la exagerada presentadora despertó su atención. Max estaba ido. Pensaba en Vibeke, en lo que sucedió en el baño del otro canal. No entendía por qué no contestaba sus mensajes o llamadas. Trataba de incorporarse a la conversación cuando sentía los sutiles codazos de Raúl; sin embargo, al rato, volvía a distraerse. De pronto, oyó un murmullo lejano. Luego, solo silencio. Un nuevo empujón del líder lo hizo reaccionar. Los camarógrafos y asistentes lo miraron atentos. Carraspearon. Sus compañeros abrieron los ojos y ladearon sus rostros con las cejas levantadas, presionándolo para que respondiera. Ya habían tratado de tapar sus silencios haciéndolo ellos, pero esta vez la pregunta iba dirigida hacia el rubio cantante.
—Parece que vuestro vocalista masculino tiene la cabeza en otra parte, ¿eh? Debe ser el cansancio que mencionó Ka. —Apretó los labios—. Las promociones han estado fuertes por estos días, lo sabemos. Yo me canso trabajando tres horas al día, moriría en sus zapatos. En fin, dejemos tranquilo a nuestro hermoso rompecorazones. No sé si otra persona puede responder la pregunta. —Juntó las yemas de sus dedos y los movió con nerviosismo.
—Sí, bueno. Yo lo haré con gusto —se animó a decir la única integrante femenina—. Él es el que ha...
—Perdón —interrumpió Max—. ¿Me hablabas?
—Tranquilo, Max querido. Estás cansadito. Te preguntaba si tú eras quien había escrito las canciones que se vendrán en su álbum oficial.
—Sí. —Max trató de secarse las manos en sus pantalones. Comenzó a sudar por los nervios.
El cantante tenía un presentimiento terrorífico. Se impacientó al imaginar que en el exterior de las inmediaciones del canal estuviese ocurriendo algo importante. Y Vibeke estaba allí, afuera, buscando a su hermano desaparecido.
—En los trabajos pasados —continuó— Raúl compuso las letras. Esta vez me dieron la oportunidad a mí. A fin de cuentas, los cuatro tenemos una visión similar de la vida. Somos los portavoces del grupo en su totalidad. La idea es... —Tomó un trago del vaso de agua que tenía enfrente, sobre la mesita de vidrio, al ser interrumpido por la presentadora.
«Fuera del aire», dijo el productor del programa por el sistema de monitoreo inalámbrico ubicado en el oído de la conductora y de los cuatro entrevistados.
En las pantallas se veía el caos acaecido en el municipio de Bahorrina. Esas imágenes eran grabadas por camarógrafos y periodistas que aguardaban la autorización de los gobernantes para exhibirlas. Sin embargo, lo que llamó la atención de Max y lo que lo alteró fue un anuncio en la parte inferior de la proyección, donde se leía una leyenda que informaba sobre la consternación del pueblo por la muerte de Francisco Matus.
Aún no volvían a estar al aire. Max pegó un grito que asustó a todos. Las lágrimas no cayeron por sus mejillas; parecieron brotar con tanta fuerza que saltaron en distintas direcciones. El musculoso hombre corrió por los pasillos del canal, en sentido al estacionamiento, para ir por su vehículo flotante.
«¡Max! ¡Detente! ¡No nos dejes solo, güeón! ¡Vuelve acá, por la chucha!», gritó desesperado Raúl Strauss.
En tal contexto, el bajista se enojó mucho, pues habían esperado años para ser protagonistas de ese nivel de exposición. Por su parte, Ka y Frida se preocuparon por Maxi, pues ya estaban al tanto de los sentimientos que tenía su compañero y amigo por la hija de Benjamín Matus. Así, tras calmar al líder, quien se sintió culpable por haberle gritado de ese modo, asumieron que deberían enfrentar las entrevistas pendientes los tres y excusar a su compañero.
Tantas amantes del pasado, muchas chicas a las que les rompió el corazón. SagaZan jamás lo había visto correr así por una mujer. Max nunca habría sido capaz de dejar todo votado por una amante. No así, no con los sueños que tenían y las sorpresas que habían preparado en secreto. Sus esfuerzos quedaron ahí, a merced de sus compañeros.
Dentro de la nave, volvió a tomar su teléfono. Le dejó un mensaje de voz. La llamó. Le escribió. Nada. Si la mujer de sus sueños no daba señales de que estaba bien, Max la buscaría por toda la cúpula. Lo haría hasta hacer que ella se perdiera en sus brazos y dejarse perder en los suyos también.
«Mi gordo, voy en camino. Subiré junto a Vibi. Envíame fuerzas. Las necesito. No fallaré».
En el trayecto, apenas se dirigieron la palabra. Simone sabía que debía romper esa tensión. Por su parte, la elegida procesaba la existencia de ReTic. Su hermano le explicó en detalle las capacidades del androide, su procedencia y el alcance que tenía su poder para proteger a Juan de un peligro que ignoraba.
La indicación que le dio a la conductora fue clara; ya no quería ver a sus amigos o estar con Max: necesitaba subir hasta El Edén y proteger a su hermano menor. Hacer que sintiera que no estaba solo en el mundo.
Abrazada con fuerza a la espalda de Simone, Vibi tuvo una nueva visión tras un destello de luz blanca. En ella se vio como una niña junto a su hermano mayor y su madre. Los tres divisaron a unos pocos metros de distancia a un pequeño de la edad de Pancho, quien lloraba por la muerte de sus padres. El huérfano aguardaba al interior de una vieja galería, tomado de la mano por un hombre mayor, cuyo rostro irradiaba bondad.
La luz blanca volvió y Vibi visualizó la espalda de la conductora de la moto terrestre. Pensó que la cara del anciano era familiar, como si hace poco lo hubiera visto en carne propia.
—Necesito que me muestres la cara de ReTic —imploró Vibi. Miró el casco rojo con negro de la conductora.
—No tengo ninguna fotografía. —Simone creyó que necesitaba la ayuda de sus camaradas. La mujer oráculo ya no toleraba más omisiones.
—Por favor. Te lo imploro. No más mentiras. —Jaló, sin querer, el abrigo rojo de la blonda, desequilibrándola por unos segundos.
—Ten cuidado. Me estás tironeando. —Se sacudió para expresar su molestia—. Está bien. ¿Recuerdas al expoli que contrató tu tía? Es él. Él fue quien te mostró la videollamada que te hizo tu hermano afuera de mi agencia. Ya tienes la cara de ReTic.
El engranaje esperado. Todo encajó. Era él. El amigo de su mamá. El androide con muchas identidades. Lo recordó. Su madre, desde la magia del amor, le dio tranquilidad. La oyó en su mente. Podía confiar en el viejo. No había nadie más poderoso que él, fuera de los elegidos.
—Simone, ¿por qué ReTic no nos cuenta todo lo que mi papá quiso que no recordáramos? Ganaríamos tiempo.
—Porque como ya te dije, nos guiamos por un documento. Allí se nos indica que la líder de los elegidos, o sea tú —remarcó con un tono de voz más fuerte—, no puede ser influenciada por intervenciones de terceros. Con Pancho te hablamos tarde de tu dádiva, pero lo hicimos porque tú fuiste quien despertó ese poder, sin quererlo.
—Güeona, sorry —se quejó—. Ya no puedo más. Ponte en mi lugar. ¡Me volveré loca! —gritó.
—Lo sé —suspiró—. ¿Crees que no me afecta la lentitud con la que operamos? ¿Imaginas cómo me siento yo o Pancho al manejar información que no podemos contarte? Yo te ayudaré a conocer la verdad. Despertaste. Ya estás más cerca. Ahora iremos hasta esa fuente reveladora, hacia el juglar que te contará todo lo que debes saber, lo que necesitas para encontrar las respuestas dentro de ti.
—Entonces, después de subir, volveré con Juan y me llevarás hacia esa fuente. No dejaré a mi hermano solo.
—No será necesario ir hasta ella. Está más cerca de lo que imaginas. Ahora, agárrate firme. —Sintió de inmediato las manos y brazos de la joven, los que se aferraron a ella con más poder —. Aumentaré la velocidad.
Sobre el vehículo negro que encaró la ruta sin inconvenientes, Vibeke se entregó al viaje. Cerró sus ojos, pero luego, sin proponérselo, los abrió. Quiso dejar atrás los miedos del pasado. Sabía que el accidente que «había matado a su madre» era falso. Quería aferrarse a la idea de que a partir de entonces construiría su verdadera identidad, alejada de los implantes de memorias falsas.
Después de una hora de viaje, llegaron a la entrada del ascensor de vehículos. Simone vio sobre ella la megaestructura piramidal que jamás creyó conocer en carne propia. En ese preciso instante, Corina le envió un mensaje de voz. Ambas amigas lo oyeron. La blonda vio frustrado su intento por subir hasta El Edén. El audio acabó y le prometió a la elegida volver más tarde para cumplir con lo dicho. Antes, debía testificar ante la policía, pero la rubia tenía más que aprendido su monólogo. «Justo ahora, vieja de mierda», pensó.
—Tranquila, no pongas esa cara —dijo Vibi, mirando la frustración que denotaba el rostro de la rubia—. No podemos levantar sospechas. Debes ir. Confío en ti. Te esperaré. Avísame y te vendré a buscar para que puedas subir.
—Así es, no podemos errar. Me alegra que te incluyas cuando hablas de nosotros. Gracias por tu eterna paciencia, amiga. Volveré.
Ambas se despidieron con un beso en la mejilla y el ángel subió hasta su morada. Solo quería abrazar a Juan.
Por su parte, la blonda rebelde sabía que con la dádiva de los elegidos o con la ayuda de ReTic podría haberse ahorrado la misión de subir. Pese a ello, los insurrectos intentaban proteger a sus poderosos compañeros y más aún al androide. Sabían que su cerebro necesitaba un respiro por la sobre exigencia sufrida al hackear sistemas complejos. Ese trabajo no habría podido ser realizado por un hombre común ni por uno tan preparado como Jorge.
Vibeke miró su teléfono móvil dentro del ascensor. Tenía treinta mensajes y ocho llamadas perdidas de Max. Recordó la advertencia de Simone. Se aferró a creer en la conexión de su madre con la rebelión. Tomó con fuerza su cuarzo violeta y optó por ignorarlo. Lo apagó, olvidando que debía ponerse en contacto con la blonda para que pudiera subir hasta El Edén. Su cabeza estaba en la nada y, a su vez, en todas partes.
Cortó la comunicación con Patricia. La mujer se sintió esperanzada. ReTic ya estaba listo. Se dirigió al punto de encuentro. Tomó un autobús, pues ya había entregado el vehículo rentado. El anciano se obligó a mantener sus ojos abiertos, su cuerpo operativo. Percibió su organismo y sus conexiones cerebrales agotadas, pues parte de él se encontraba en cada uno de los robots de la mansión Matus. El viaje era corto. A medio camino, Patricia lo estaría esperando.
—Es ella —dijo excitada dentro de su vehículo—. Yo iré primero. Quédate acá por si ocurre algo o me descubre.
Patricia caminó hacia la esquina donde se encontraba Constitución Martínez, bajo un paraguas negro, fumando un cigarrillo.
—¿Desea mis servicios, señorita? —preguntó la prostituta, dejando al descubierto sus sensuales piernas morenas adornadas con unas medias caladas.
—Vine con mi esposo. —Señaló el automóvil estacionado y vio cómo ReTic saludaba con su mano desde el interior—. No sé si tú haces...
—¿Tríos? —la interrumpió—. Lo que quiera, señorita. El pago es lo importante.
—Perfecto. Eres de todo nuestro gusto. Acompáñame, por favor. Él está algo impaciente.
—Espere, espere. ¿No me preguntará el valor? Yo no soy económica.
—No te preocupes por eso. No será problema. Estoy dispuesta a pagarte lo que quieras con tal de que me ayudes a salvar mi matrimonio. Soy Patricia Canessa, miembro honorable del comité superior.
Martínez se asombró. Contempló el automóvil detenido. Jamás había visto uno de ese calibre en la zona. Sin vacilar, creyó en la mujer. Solo los poderosos conducían modelitos como ese. Sin duda, habría buena paga. Al subir, las ventanas se polarizaron y los seguros de las puertas se activaron.
—No queremos sexo —dijo ReTic.
—Posees información valiosa —continuó la política—. Te pagaremos lo que pidas.
La trabajadora sexual repasó el interior del carro con sus ojos. No había armas a la vista. Pese a ello, sintió miedo, pues conocía varios casos de compañeras asesinadas por ricachones. Quiso bajarse. No pudo. Gritó, pero nadie la oyó.
—¡Qué quieren! —exclamó desesperada. Golpeó el vidrio de la ventana para llamar la atención de alguien en el exterior. No tuvo éxito.
—Queremos destruir al hombre que te condenó a trabajar en las calles —señaló el conductor—. El tipo que ensució tu nombre y te tachó de loca.
—¿Benjamín? —averiguó con miedo.
Vio cómo el falso matrimonio asentía con la cabeza. Tragó saliva y, sin preguntar si se podía, intentó encender un cigarrillo con mucha dificultad. No tenía control de sus movimientos. Patricia se volteó y puso sus manos amables sobre las de la mujer. ReTic sacó un chispero y lo encendió. La prostituta se aferró a la posibilidad de que ambos fueran buenas personas. Con todo, no estaba dispuesta a ser la nueva presa de Benjamín Matus. En ese momento, pensó que no lo haría ni por diez millones de dadas.
«Vengo a protegerte de ese animal. Aunque desconozco su amenaza, ahora no me importa nadie más que tú».
En un abrazo silencioso que se extendió por minutos, los hermanos se dieron cobijo. Gracias al relato de Juan, la joven se enteró del mensaje pintado en la fachada de su casa. Lo ignoraba por encontrarse ausente y desprendida de su móvil. Le confesó a su hermanito que le daba lo mismo la opinión pública y que se alegraba por darle un dolor de cabeza más a su padre. Volvió a recordar todas sus visiones, en orden. Asumió para sí que su intuición era cierta: antes de los borrones de memoria ella era lesbiana.
Sintió pena por Max. Creyó que su atracción era una farsa provocada por la manipulación tecnológica. La identidad humana, ¿podía ser borrada con un botón? Se planteó muchas preguntas mientras avanzaba tomada de la mano de su hermano. «Quizá nunca conocí a un hombre que me provocara como él», continuó. «¿Estaré descubriendo mi sexualidad a los diecinueve años? ¿Será que mi orientación no puede definirse por el género de la persona a la que desee?»
Encendió la luz. Avanzaron hasta el fondo de la habitación empolvada.
—¿Y esto? —preguntó Juan. Miró la mano de su hermana que sostenía la de él con ternura.
—Quería mostrártelo. Son los recuerdos que tengo de mi madre —dijo, acercándose a la gran caja cubierta de polvo. Sopló sobre ella antes de abrirla.
—Me hablaste varias de veces de tu mamá, pero no sabía que existía este lugar, ni mucho menos un cofre con sus cosas.
—Pocos vienen aquí. Te traje porque quiero que comprendas algo. Yo la amaba mucho y lo sigo haciendo. Sabes que no está acá, físicamente. Pero siempre me acompaña —le confió, sosteniendo su collar de amatista—. Eso mismo te ocurrirá con Pancho si así lo deseas. —Secó las lágrimas de Juan. Acarició sus mejillas. Lo invitó a sentarse junto a ella en el suelo.
—Tenemos toda su habitación con sus cosas para recordarlo. Antes de que llegaras entré. Sentí su perfume. Parecía que en cualquier momento aparecería detrás de mí para preguntarme cómo estoy, si me siento cómodo, si necesito algo.
—Nadie podrá borrarte eso, mi hermoso. —Sostuvo un vestido de su madre y lo acercó a su nariz—. Esos olores. Ese cariño.
—¿Cómo lo haces para continuar pese a lo mucho que la extrañas? —preguntó percibiendo la exquisita suavidad de la tela del vestido que sostenía Vibi.
—Me aferro a lo que tengo.
—Yo...
—Me tienes a mí. —Vio la sonrisa honesta de Juan al oírla.
—Te quiero, hermana.
—Te amo, hermanito. —Lo abrazó. Inhaló con profundidad. Se impregnó de su aroma, del olor de los vivos. Pensó que era una buena consejera, aunque le costara trabajo poner en práctica lo que decía desde el corazón.
Rieron y lloraron varias veces. Luego de revisar parte de las pertenencias de Anneke, abandonaron el sótano para dirigirse a la habitación de Juan. Allí, encendieron la tele y se recostaron sobre la cama, bebiendo leche y comiendo galletas de naranja, chocolate y nueces. La película animada comenzó. Las risas sirvieron para que, poco a poco, el joven se abriera con su hermana.
Juan omitió los abusos de Benjamín, pero sí se sinceró respecto de su cuerpo, su procedencia, su creación. Le confesó a Vibi que se sentía poderoso. También le relató en detalle la conversación mental que tuvo con ReTic.
Vibeke vio cómo el pequeño sonreía empoderado. Pese a que el relato continuaba, se detuvo a pensar en la culpabilidad de Benjamín.
«Tu papá fue quien experimentó con mi cuerpo. Él me convirtió en un cyborg. Nadie me pidió autorización. Siempre me sentí tan débil. Pero ReTic me demostró que yo soy un androide y él cree que seré uno muy fuerte».
No aguantó más. Corrió hacia la cocina, pese a la protección de los robots que resguardarían a su hermano. Tomó un cuchillo. El más grande que encontró. Lo ocultó bajo su abrigo. Volvió a la habitación y, luego de que ambos se entregaran al cansancio después de tanto llorar, se quedaron dormidos.
Sumida en el sueño, Vibi no soltó el cuchillo, el que empuñó con fuerza y ocultó bajo la almohada a la espera de su progenitor.
Corina fue amable, ante la petición de Simone, quien le dijo que tenía muchos compromisos en su agencia y que la salud de uno de sus abuelos era delicada. Después de quince minutos, la blonda ya estaba lista.
—Mi amor. La vieja Matus solicitó que declarara. Ya terminé. Me aparté de Vibeke y ella no responde mis llamados. Tiene su móvil apagado.
—Tranquila, flaquita, ReTic puede hacer tu trabajo.
—No, gordito. Debemos cuidarlo. Él no es un esclavo. Yo haré mi parte, al igual que ustedes que han cumplido con lo suyo. Solo necesito un empujón para subir.
—Yo sé cómo puedes hacerlo. Aguarda. Te mandaré la ubicación en unos minutos. Debo llamar a alguien.
Sintió excitación, pues Yoshiki le escribió un mensaje con lo que no alcanzó a contarle. Allí supo lo que grabaron las palomas.
La publicista se entristeció por las muertes, aunque esa pena reavivó el fuego que tenía dentro. También sintió culpa, pues la agitación fue iniciada por ellos al hackear los robots. Sin embargo, luego pensó que esa decisión macabra no había sido responsabilidad de los insurrectos. Si bien era cierto que ellos pretendían grabar la violenta represión de las policías con la gente que quería expresar su descontento, jamás creyeron o vieron venir las ejecuciones ordenadas por el presidente del domo. Aunque barajaban muchas posibilidades al idear sus planes, sabían que las decisiones de la nata social siempre eran tapadas con la implementación de memorias falsas. Sin embargo, era lógico que la élite no quisiera utilizar la neutralización esa vez, pues desconocían todo lo que podría venir después.
«¿Qué harán para tapar esta cagada? ¿Seguir cortando la conexión con las otras ciudades? Espero tener noticias de cómo va Yurodo con su trabajo. Después de esta noche, si lo obtenemos, retomaré aquella conversación con Nati», caviló sobre su moto, con la vista fija en la pantalla de su pulsera.
Natalia se enteró mucho antes que Simone de la orden del presidente. Ya estaba frente al espejo, entregándose a las manos de un estilista. La imagen era importante. Sería el rostro de la rebelión. La gente supondría que ella era la líder. Aguardó excitada, mientras delineaban sus párpados como una felina, una gata que estaba al acecho para hacer explotar la primera bomba con la verdad.
Constitución Martínez apoyó un codo en uno de los brazos del sitial en el que estaba sentada. Su dedo pulgar se hundió sobre la piel de su maxilar inferior y el resto cubrió su boca. Tenía un vaso con agua enfrente. Su pierna izquierda, inquieta, se movía sobre la derecha. Los ojos de la mujer miraron el vaso cordial de color verde. Sus labios se sintieron seducidos. Su lengua se asomó. Fue consciente de ello. La escondió. No bebió, pese a la sed que sentía. No lo hizo porque dudara de la procedencia del líquido; no quería demostrar confianza a las dos personas que la interrogaron.
—Bien. Me voy —dijo al ponerse de pie, con las manos en su barriga—. Entiendo lo importante que es su investigación, pero no podrán contar conmigo. —Miró con temor la cámara grabadora que la apuntaba sobre un viejo pedestal. Ya había corroborado que estaba apagada, pero la sola idea de ser grabada y exhibida le puso la piel de gallina—. Perdí todo lo que tenía por culpa de ese hombre.
—Lamento mucho que te vayas así, pero como ya te dije, no eres ninguna rehén —señaló Patricia, al tiempo que se acercó al perchero al lado de la puerta y le devolvió su abrigo—. Es tarde, te pediré un taxi. Estamos lejos. —La sororidad le salió por los poros, ganándole a sus ansias por retenerla y obligarla a hablar. Ella era una víctima, una mujer que había tomado una decisión.
—No es necesario —dijo la prostituta. Entrecerró los ojos, mirando a Patricia, como queriendo descifrar sus intenciones—. Te lo agradezco, pero puedo irme sola. —No podía creer que la dejaran ir así de fácil. No hubo amenazas, ni presiones.
«Es distinta a él...», pensó Constitución, dirigiéndose hacia el umbral, mientras evocaba a Benjamín Matus.
—Se te olvida algo importante —afirmó Patricia, sosteniendo una tarjeta dorada equivalente a quince millones de dadas. Vio cómo la mujer abría de nuevo sus ojos, volteando su cabeza hacia ella—. ¿Está bien? Valoramos tu tiempo. Reitero mis disculpas por el método que ocupamos para traerte y también por haberte asustado, pero necesitábamos tu testimonio. Espero que tengas buena vida. —Sonrió sincera, con amabilidad.
—Igual ustedes —dijo Constitución, con la tarjeta en sus manos. Vio el reflejo en miniatura de su rostro sobre la banda magnética—. Antes, quiero saber algo: ¿los dos son los únicos que están detrás de todo esto?
—Sí.
—No.
La miembro honorable del comité superior se extrañó al oír la negativa de su compañero.
—Patricia solo trabaja conmigo —continuó el androide—; yo no. Digamos que apoyo a dos corrientes, en apariencia distintas, pero que buscan un mismo fin. Estoy con ella —dijo, señalando a la gobernante— y también con un grupo rebelde, el más grande que haya visto la cúpula.
—¿De qué hablas, ReTic?
—Ehh... bueno, ya era tiempo de que usted lo supiera. No quiero engañarla. —Hizo una pausa. Se alejó.
Miró la lluvia por la ventana. Si hubiera creído en algún Dios, habría rezado. Se aferró a su fe. La fe en la empatía humana, en el honor, en la verdad, en la confianza. Era un paso arriesgado, pero también formaba parte del plan. Si la regenta no cedía, ningún otro político lo haría.
—Ya estamos. —Llevó la boca a su pulsera. Las miró aún en la ventana. Volvió a acercarse a ambas mujeres—. Adelante, querida Rosa.
—Hola Patricia, qué honor. Hola, Constitución —saludó la anciana desde la pantalla del brazalete del androide—, es un verdadero placer saber que estás bien después de lo que te pasó y la persecución que sufriste. Soy Rosa Garden. Ese es mi nombre.
—Es la patrona —bromeó ReTic. Ninguna de las dos mujeres con las que se encontraba rio.
—Aquí no hay jefes. ¿Cuántas veces te lo he dicho, querido amigo?
—Perdón. Es cierto. Todos somos igual de importantes. Es la vieja costumbre; nací para servir.
—Eso es parte de tu pasado. Seguiste tu propio camino —intervino la política.
—Te concedo la razón —celebró Garden—. Todos acá hemos tenido que tomar decisiones. Y créanme que para nadie fue fácil. El miedo es un virus terrible que se esparce muy rápido. Es difícil seguir nuestro camino con tanto temor.
—El susto también lleva a emprender senderos equivocados —afirmó Canessa.
—No comparto esa idea. Considero que el miedo nos invita a ponernos en varios escenarios. Nos lleva a evaluar las posibilidades. Y cuando se analizan dichas opciones, una siempre sabe qué es lo que debe hacer. Tema distinto es la decisión final que cada viajero toma. Sin embargo, pienso que la vida se encarga de que por muy perdida que estés, vuelvas al camino correcto. Por su parte, querida Patricia, el miedo trabaja distinto con los tiranos: los hace recordar sus faltas e intuir que el castigo merecido está cerca.
—¿Cómo lo sabe? —consultó la mujer aludida.
—Porque yo también he sido una. Cada rebelde es consciente de sus tiranías. Reconociendo lo que fuimos podremos conocer quiénes somos hoy. Mira, podemos diferir en algunos temas, pero estoy segura de que el trasfondo nos une. Ya habrás notado, Patricia, cómo me he quemado por ti. Podrías dar el aviso para que me capturen y quizá... ¿fusilarme? Así decidieron hacerlo con la gente del exterior. —Contempló el miedo en los ojos de la política—. No te asustes.
—¿Hay personas allá afuera? —preguntó la trabajadora sexual. Tapó su boca, sorprendida, al ver a Patricia responder con una afirmación moviendo su cabeza.
—No creas que hago esta llamada frente a Constitución para ponerte en aprietos. ReTic te adora y los amigos de nuestros seres queridos siempre serán aliados, por mucho que no les apetezca despertar. Tarde o temprano lo harán. Esta no es una amenaza camuflada, pero quiero ser transparente contigo y demostrarte que poseo información valiosa.
—Me quedó claro —asumió Patricia.
—Bueno, al grano entonces. Ya habrá tiempo, si así lo estiman, para hacerme las preguntas que deseen. Todas estas personas que ven tras de mí son los libertadores. Hemos planeado una insurrección inspirada en la rebelión de los otros. Confiamos en que esta vez lograremos vencer. Somos muchos. Aquí la prueba. Patricia, necesito que utilices tu verificador para que corrobores que la lista no es un fraude. Esto es sin engaños.
Ambas féminas que miraban la pulsera de ReTic no podían creerlo. En la pantalla, miles de nombres se desplegaron. Hombres y mujeres entrenaban con extrañas armas. Cuando el contador se detuvo, la cifra llegó a cuatrocientos mil.
—Si ustedes temen —continuó Rosa— no las juzgaremos. Admito que me encantaría saber que contamos con vuestro apoyo, pues por sí o por no tendrán nuestra completa protección. Lucharemos por nosotros, por los caídos, por ustedes dos, por todos los desposeídos, los esclavizados y aquellos que tienen mucho, pero que desean vivir en una sociedad justa y equitativa. Y, sobre todo, pelearemos fuerte por cada pequeño dentro y fuera de la cúpula. Debemos darles un futuro seguro para que vivan como merecen. Esta revolución es un acto de hermandad, rebeldía y amor.
Constitución, sin ser consciente de ello, acarició su barriga. Nadie lo notó. Pensó en el futuro de su retoño. Avanzó hacia la mesita de madera. Tomó agua. Necesitaba lubricar sus cuerdas vocales, apagar su miedo.
—¿Cuándo comenzamos la grabación? —preguntó la mujer, dejando la tarjeta con el dinero que le habían pagado en una de las carteras de Patricia Canessa.
Tras una larga conversación, el androide le preguntó a la política que decía quererlo como un padre de qué lado estaba. Oyó su respuesta con determinación. No le sorprendió.
El teléfono de ReTic sonó. Era Yoshiki. Se apartó de las mujeres y salió hasta el pasillo, afuera de su departamento, para solucionar con efectividad el problema.
Transcurrieron dos horas y media. Cada uno tomó su decisión.
El vehículo ingresó al elevador. La conductora secó el sudor de su frente y saludó sonriente a uno de los guardias del octavo arco de El Edén. Nadie la detuvo.
—El lobo está saliendo —dijo Jorge utilizando sus lentes de contacto telepático. Era la primera vez que el líder de los hackers de la rebelión se comunicaba con alguien con tanta influencia—. Los demás permanecen dentro. Va en su nave aérea.
—Oído. Aguardaré —respondió Patricia, unas tres casas más allá de la mansión Matus. Quitó sus lentes y los guardó en su bolso. La voz del hombre le pareció atractiva.
Quince automóviles flotantes invadieron la zona. Comenzaron a descender. Se detuvieron, aún arriba de los rascacielos. Los vehículos militares suspendidos en el aire se acomodaron para ensamblarse. Formaron tres columnas; cada una de ellas compuesta por la unión de cinco naves.
Las moles aéreas se reclinaron hacia adelante. Continuaron con la bajada. La sentencia fue dictada desde una de sus radios.
En el interior, la pantalla amarilla mostró el panorama de abajo. Piezas metálicas dispersas en la acera. Charcos de sangre. Cuerpos regados por doquier, vestidos con uniforme militar o con ropas de civil. Los sobrevivientes sublevados dormían inconscientes con las manos esposadas tras sus espaldas. Sobre ellos, con máscaras de respiración, solo dos Fa24, tres policías cyborgs y uno humano daban cuenta de la dificultosa operación. El ochenta por ciento de la milicia enviada a la zona estaba muerto.
Nubes espesas se replegaron por la planta baja. Dos tapas protectoras salieron disparadas. Solo se oyó el impacto de ambas contra el suelo. Desde el acceso a los pozos inundados, silenciosos guerreros subieron hasta la superficie, gracias a sus granadas de humo.
La flexión de los arcos propició un viaje largo y certero. Las pantallas de control mostraron cómo decenas de proyectiles salían de las nubes con dirección a las moles. Parecían ascender en cámara lenta. «Activen escudos», ordenó un superior al mando de una nave. Las saetas de luz láser alcanzaron a impactar contra el vehículo flotante inferior de una de las columnas.
Cinco flechas traspasaron las capas que fortificaban la mole convertida en el blanco más débil. En su trayecto, veloces, giraron tantas veces alrededor de un edificio que parecieron formar un lazo. Una nueva humareda cortó la visión. Las cinco naves militares apiladas impactaron contra las placas de acero que cubrían la edificación.
El edificio permaneció intacto. Las naves se convirtieron en miles de piezas oscilantes que caían entre las llamas como paracaídas de fuego. La explosión provocó un ruido más invasivo que las sirenas que advirtieron la encapsulación. Las palomas volaron hasta los techos más altos, para no caer como los fusilados o ser aplastadas por los restos de la mole.
Gritos. Lamentos. Consignas a viva voz. Impactos de cuerpos caídos contra el piso. Proyectiles hacia arriba y abajo. Mucho ruido.
¿De dónde llegó esa gente? Las preguntas se hacían con armas en mano. Venían del exterior, eso estaba claro, pero no cómo habían logrado entrar a la cúpula. El intercambio de proyectiles trajo nuevas bajas en ambos frentes. Los filtros de datos en los ojos de los Fa24 dieron cuenta de que algunas de las personas caídas eran deformes y sujetos no registrados.
Cuando el silencio volvió, solo el aleteo de las palomas pudo romperlo. Ignacio Barría había dado la indicación de inspeccionar esa alcantarilla una vez que las llamas de la sublevación se apagaran. Debía esperar para que cumplieran con sus instrucciones. Primero había que limpiar la zona antes de acabar con la encapsulación de inocentes. También necesitaría nuevos refuerzos, pues abajo nadie sobrevivió.
Las dos moles se dividieron. Brazos robóticos salieron de las diez naves. Recogieron los escombros.
Ese día, la noche caería rápido. Natalia se dirigiría a toda la cúpula con la invitación a que se sumaran a sus filas. Luego, la población vería el regadero de sangre provocado por la hegemonía. La élite se había puesto sola la soga al cuello. Las amenazas grabadas por las aves mostraban cómo, desde sus naves aéreas, informaban que por petición del presidente todo sublevado sería muerto sin derecho a clemencia.
Juan se puso de pie. Fingió temer. Había renacido. Se sintió más fuerte que nunca. Vibi no se percató de la ausencia de su hermano menor.
La puerta de la habitación de Benjamín estaba cerrada con llave. Dentro, el hombre desnudo le ordenó a su hijo que se recostara frente a él. El joven accedió. Nubló su visión. Él mismo se puso la venda de terciopelo negro que solía utilizar.
—Por favor. Quiero que sea distinto esta vez. Necesito estar completo. Sentir que te provoco con todo mi cuerpo.
Benjamín se sorprendió al oírlo y aprobó la idea. Parecía que Juan quería abrirse al fin a su sesión de placer. De ese modo, por primera vez, no quitó las piezas cibernéticas del híbrido.
Acercó las velas. Las encendió. Comenzó a rociar su esperma de cera por sus pectorales, mientras veía al joven acostado frente a él. Cuando quiso tocarse más abajo del ombligo, sonó el timbre de su mansión. Las tres campanadas indicaban que alguien importante lo había ido a visitar.
Tomó su bata blanca. Avanzó rápido hasta la entrada.
—Patricia querida. Qué sorpresa. Pasa, por favor —señaló en la puerta de su casa, terminando de cerrar su bata para cubrir su desnudez.
—Benjamín. Vengo a darte mis condolencias. Traje café. —Miró con disimulo su vehículo. Sonrió.
—Mi favorito. Gracias, hermosa. Pasemos a la cocina.
Simone observó la ventana del tercer piso, oculta entre los aliwen del jardín. Sabía que podía hacerlo. Una sensación extraña invadió su nuca. Los ladrillos de la fachada serían útiles para escalar hasta allí. Un ruido. La puerta lateral se abrió. La blonda se apegó al muro, asustada. Un robot le sonrió. Los ojos de ReTic estaban en él.
Ayudada por su abrigo, volvió a tomar el talismán. Comprobó que había permanecido todo ese tiempo en el armario de Vibeke, dentro de un bolsillo. El calor que emanaba traspasaba la tela. Seguía quemando. Con ambas manos enrojecidas caminó rápido hasta la habitación de Juan gracias a las indicaciones del robot hackeado. No pudo correr para no emitir ruidos sospechosos. La casa estaba tan vacía que creyó oír la voz de Benjamín a lo lejos.
Patricia se despidió de Benjamín. Sintió orgullo al ver a ese hombre cegado de poder ignorar sus debilidades. Había ofrecido una actuación convincente. El beso en la mejilla final, el último contacto como un par. La decisión ya estaba tomada. Era cierto, debería seguir fingiendo, pero ya no pertenecería a esa clase de «ratas asquerosas». Abandonó la mansión, sintiendo que al fin había encontrado un sentido para aferrarse al futuro. La rebelión del pueblo era tan de ellos como suya.
Se dirigió a su hogar.
Al ingresar a la cochera de su mansión, abrió la maleta de su vehículo. La prostituta estaba en buen estado.
Una refugiada política se había colado hasta El Edén. Constitución aguardaría allí, pues su relato sería expuesto en la segunda intervención de medios que harían los insurrectos. Pero antes, faltaba mostrarle a cada habitante del domo la masacre grabada por las palomas.
El talismán entró en contacto con la elegida suprema. A ella no la quemaba. Pancho relató todo lo que vio. Los rebeldes que aún estaban en la guarida de Yoshiki oían expectantes al desdoblado; sin embargo, de momento, solo podía acceder al plano terrestre:
«Vibi se está moviendo. Aún duerme. Tiene ambos ojos entrecerrados, pero sus párpados tiemblan. Los ha abierto. Están blancos. Esperaré a que Su me lleve con el talismán».
Era la primera vez que Susana, una de las elegidas, demostraba a gran escala su capacidad. Tomó la mano del hijo mayor de Benjamín y lo llevó con ella al plano donde los seres elevados pueden comunicarse. Pancho continuó con el relato, teniendo acceso a la voz del talismán:
«Eres la elegida. Ya lo sabes. Soy un ser primigenio, aunque no el primero. He venido de otro mundo. Pasé por algunas personas para llegar a ti. Esperaba comunicarme contigo mucho antes, pero no se me permitió intervenir como yo quería. Desde donde vengo también hay reglas, aunque supongo que al igual que ustedes, es hora de romperlas. Tu poder es la adivinación, ser un oráculo que necesita conocer el pasado para proporcionar futuros posibles y advertir a la humanidad las consecuencias de sus actos».
—Se ha detenido. Los últimos segundos, su voz pareció temblorosa y acelerada —dijo Francisco, extrañado. ¿Un ser divino podía titubear? Prosiguió:
«Ahora es cuando me salto las reglas», continuó el talismán. Los oyentes de la rebelión se miraron con asombro.
«Tu papá es un abusador. Está en su cuarto. Juan corre peligro. Debes despertar. Eres una elegida, tienes el poder. ¡Despierta, Vibeke! ¡Destruye al tirano! ¡Acaba con los golpistas!»
Susana soltó la mano de Pancho. El elegido volvió a la habitación, para continuar con el relato.
La chica oráculo abrió sus ojos. Simone estaba allí. Vibi no se asombró, no tuvo tiempo de hacerlo. Corrió hasta la habitación de Benjamín, pensando si tendría las fuerzas necesarias para derribar la puerta. No tuvo que forzarla. El muro exhibía un gran agujero; en él podían pasar unas cinco personas de la contextura de Vibeke sin dificultad.
Benjamín, desnudo, no se podía mover. Tenía ambos brazos estirados, cuyas muñecas eran presionadas con fuerza por dos robots de servicio. Vibeke se nubló. El cuchillo cayó de sus manos.
Juan no paraba de darle golpes en el rostro, en su pecho, en sus piernas y genitales. El padre de Vibi intentaba gritar, pero la venda de terciopelo negro envolvía su boca. En ese momento él era el débil, el agente pasivo. Se le dificultó respirar. Lloró con angustia. Llenó de baba la tensa mordaza. Vio a Vibeke, a Simone detrás de su hija. No entendió nada. Creyó que moriría.
—Eres un asqueroso. Enfermo de mierda. Sé del botón, sé que soy lesbiana, sé que abusas de Juan, sé lo que le hiciste a su cuerpo y que mamá nunca murió.
—Vibi, dile que pare. Lo va a matar —aseguró la blonda.
—¿Matarlo? No lo creo. Él solía decirnos que nunca moriría, que era eterno. Apróntate, maricón, porque veremos cómo te desplomas contra el suelo. ¿Te gusta el dolor, animal? —preguntó al ver las velas encendidas y los restos de cera en el pecho de su padre—. Te haremos caer y suplicar por misericordia. Escúchame bien, güeón, no llores más. No te compro ni una lágrima. Perdiste a un hijo por tu culpa. Ahora te quedas sin nosotros. Y pronto estarás solo. Nadie querrá caer contigo.
—¡Mírala! ¡No dejes de mirarla! —gritó Juan, golpeándole el abdomen.
—Los que permanezcan a tu lado terminarán en el suelo igual que tú. Hermano, ya basta —suplicó, poniendo su mano en el hombro del híbrido—. Nos vamos. Toma tus cosas, yo iré por las mías. Este lugar ya no será nuestra casa.
—Para, Juan, ya oíste a tu hermana. Deja que este ángel se pudra solo en El Edén que tanto defiende y ama. Guarden sus cosas con calma. Los robots lo harán dormir.
La versión inmaterial de Francisco desapareció. Susana, una vez más, fue hacia la dimensión de los elevados. Se suponía que él no tenía la facultad de realizar viajes astrales hasta allí, por lo que los insurrectos dedujeron que alguien con una dádiva similar o superior a la de Su lo quería retener. La elegida no consiguió despegar los pies del piso. Su boca abierta no podía emitir sonido alguno. Gritaba en su mente. No fue oída. Alguien impedía que interviniera en lo que estaba por suceder: vio la silueta de Pancho alejarse, tras los pasos de una mujer que le llamaba desde el bosque. Susana no tenía control visual ni auditivo. La joven volvió al refugio para advertirles a sus compañeros de lucha lo que había sucedido. Tras eso, retornó al plano donde Pancho se quedó, pues él, según creían, solo tomado de su mano podría volver al domo y a su cuerpo.
Cuando Benjamín despertó, los autómatas no estaban. Buscó por toda la mansión, no los encontró. Oyó los golpes proporcionados por los sirvientes humanos. Giró la manilla. Los liberó del cuarto en el que habían sido encerrados. Todos los teléfonos y lentes de contacto estaban inoperativos. Las puertas y ventanas selladas. Debería aguardar a que alguien lo fuera a rescatar al día siguiente. Él mismo le solicitó a su esposa que durmiera en casa de Corina.
Esa noche fue su perdición. Benjamín había perdido el control. Ignoraba el caos del exterior. La sublevación de los robots y los ciudadanos defensores. La grabación del fusilamiento. Sus hermanos y compañeros políticos prescindieron de él. No era mucho el aporte que creían que podría hacer.
—Esto está por sobre nosotros. Hay que utilizar miedo —indicó Corina en la casa de gobierno.
—Toque de queda —sugirió Haru Watanabe—. Es obvio. Pero necesitamos a los demás.
—Hay que dar con estos revolucionarios de mierda —se quejó Ignacio—. Difícil tomar decisiones sin ellos. Ya sé que tendré que enfrentar tremendo sumario por haber actuado solo. El resto del Comité Superior no contesta. Seguro que están cagados de miedo.
Los Neptuno tampoco dan señales de vida. Deben estar enfocados en sus negocios —asumió Corina.
—A todo esto, ¿y tu hermano? —preguntó Ignacio.
—Respeta su duelo —respondió la indomable—. Está sobrepasado. No quiere contestar. Dejémoslo tranquilo por hoy. Además, su recomendación será fusilarlos. ¿A quién gobernaremos sin gente?
—Lógico. No podemos matarlos a todos, pero en cuanto demos con los líderes del movimiento hay que ejecutarlos públicamente —afirmó Cornelio Matus.
—¿Cómo mierda grabaron la ejecución? —consultó Nahuel.
—Yo me pregunto cómo cresta avanzaron hasta acá los deformes. Todo este tiempo cavando bajo nuestras narices —replicó Cornelio.
—Ya ordené que inspeccionaran las alcantarillas —contó Ignacio—. Al menos esa gentuza nos mostró el camino hasta su guarida. Qué imbéciles fueron al salir por ahí.
—¿Y si pedimos ayuda a los alemanes? —se aventuró a decir Haru.
—¿Y demostrar que nuestro sistema es así de frágil? ¿Tienes caca ahí adentro? —profirió Corina, golpeándole la cabeza con su índice.
—Ni cagando —respondió Ignacio—. Esa no es opción.
—Quizá ayuden al más fuerte y si resultan ser estos rebeldes, acabarán con nosotros para someterlos a ellos —teorizó la indomable.
—Mi imagen, güeón. Mi imagen se fue a la cresta. —Ignacio se angustió tanto que no le importó que sus compañeros vieran sus lágrimas. Se entregó al abrazo de Corina, besando los labios de su mujer. Ella siempre era su bastón.
Afuera, el pueblo era la muleta de sí mismo. En cada rincón de la planta baja, los puños de los recién despertados se cerraron con ira. El discurso de Natalia resonaba. Los ojos de los espectadores permanecían abiertos. Las imágenes eran crudas. La hegemonía del domo asesinaba personas que pensaban distinto. No importaba el género, la edad. Todo el rebaño era alimentado para servir como presa de esos depredadores sin escrúpulos.
Lejos, La Matriarca observaba todo desde su bola de cristal.
La sirena indicó que el toque de queda había comenzado. Pocos entraron a sus casas. La mayoría de la gente, millones de personas, permanecieron en las calles. Unos cuantos se sentaron en el suelo como acto de rebeldía. El resto hizo lo mismo. La lluvia los empapó, a la espera de alguna señal. Quitaron sus zapatos de sus pies. Sintieron su cuerpo contactarse con la tierra, aunque esta estuviese cubierta de cemento. Con la raíz de las decisiones recibiendo los nutrientes de la esperanza, esas almas aguardaron, sin armas, la guerra de los insurrectos.
✧Fin del capítulo✧
✧.*•*.✧.*•*.✧.*•*.✧
≪✦✧❈•.◈.『Glosario/vocabulario』.◈.•❈✧✦≫
❈ Rebelión de los otros: conflicto bélico cívico-militar (2291-2292).
❈ Vellatorus: especie extraterrestre subordinada a los humanos. Reciben órdenes del comité superior e integran dos divisiones: la 1era División de Fusileros del Caos (militares que trabajan por el orden dentro del domo) y la 1era División Aerotransportada del Exterior (exploradores de las afueras del domo).
❈ Fa24: fuerzas policiales del domo, formadas solo por androides creados con bioingeniería. Tienen cien años de vida útil.
❈ Padres fundadores: millonarios que aportaron con el dinero y la logística para construir el domo. Crearon las bases de dicha sociedad y se les reconoce como una especie de divinidad.
❈ Veintiocho de noviembre: fecha en la que comenzó la rebelión de los otros.
❈ El Edén: nombre de la megaestructura ubicada en la zona alta del domo.
❈ Ángel: nombre con el que es conocida una persona de la clase social más poderosa del domo. Este apelativo fue dado por las otras castas, haciendo referencia al lugar donde vive la alta alcurnia.
❈ Comité superior: entidad gobernante.
❈ Dadas: moneda utilizada dentro del domo.
❈ Aliwen: árboles artificiales capaces de capturar el dióxido de carbono debido a que poseen un mecanismo propio de filtrado.
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