Capítulo 1: Vibeke
Importante: cada publicación cuenta con palabras o conceptos marcados en negrita, los cuales tienen su correspondiente explicación al final del capítulo, en un glosario.
A quinientos metros de profundidad, las hermanas del Mundo sin Luz se tomaron de las manos. Sin abandonar su posición, movieron sus cuerpos en un delicado vaivén. Al centro del círculo humano que formaron, una solitaria sacerdotisa danzaba guiada por melodías que imaginaba. En su cabeza retumbaban los tambores de la rebelión que ansiaba comenzar.
Afuera de la ronda, el resto de los hombres y mujeres observaba y oía con detenimiento. La luz led permitía ver cada detalle de la ceremonia e incluso el delicado tejido de las telas que vestían al aquelarre de pitonisas.
La líder de las féminas, conocidas bajo tierra como el clan de las videntes, dejó de moverse y sus compañeras, en respuesta, hicieron lo mismo, sentándose en el suelo. Sintió una poderosa energía que provino de las miradas de todos los espectadores. Aguardó unos minutos antes de presagiar el comienzo de la insurrección.
Un hombre calvo y con la mitad del rostro quemado se abrió paso entre el público. El anciano, vestido con una larga túnica de arpillera, alzó con el puño en alto el estandarte de su grupo. Comenzó a deambular por alrededor de sus hermanas. La única mujer que seguía de pie, en medio de la solemnidad, clavó la mirada en el símbolo que decoraba el banderín que flameaba. Inició una nueva danza, la que continuaría incluso al comenzar su breve discurso: dibujó con sus pasos el signo que representaba al infinito.
Ya se cumplían varios meses desde que se había contactado a larga distancia con los nuevos seguidores de «la rebelión de los otros». Solo ellos eran los que, por entonces, conocían de su existencia afuera del domo. En ese primer encuentro virtual, les envió la información que contenía el chip que resguardaba, con la promesa de los cinco.
Al centro del círculo, recibiendo el olor de las varas de incienso de mirra que encendieron las mujeres, le recordó a todos los presentes y a sus servidoras más devotas la dádiva perdida. En su niñez, otra Matriarca le había dado cátedra de aquel don. A treinta años de heredar el liderazgo de su maestra, difundió sus conocimientos a quienes sobrevivían bajo tierra. La mayoría no había visto siquiera una vez la luz del sol, a excepción de los pocos esclavos refugiados que logró rescatar.
En las antiguas civilizaciones la ensoñación era una manifestación del poder de adivinación que tenían los humanos. Sin embargo, con el tiempo, hombres y mujeres habían concebido esta potestad como una fantasía, un mito propio del viejo mundo. Así, el oráculo de las posibilidades se había extraviado en el pasado y, con él, otros muchos dones.
Pese a ello, según la mujer, esa oscura ceguera milenaria estaba por acabar.
«Más pronto que tarde, los cinco elegidos despertarán del letargo. Al fin, saldrán a flote de ese oscuro océano en el que han buceado sin oxígeno en su última reencarnación... y durante vidas pasadas también. El ciclo de los golpistas acabará y cuando la rueda vuelva a girar será la consciencia del pueblo la que forjará esta nueva era».
Creía tener todo bajo control. Las conjeturas de Benjamín Matus, descendiente directo de un padre fundador del domo, estaban erradas. Su hija había sido más inteligente que él. Para efecto de tales suposiciones, su princesita, como gustaba llamarla, se dirigía por quinta vez a ese lugar secreto y blindado.
Previo a cerrar la puerta desde dentro, amarró una pequeña linterna negra en el turbante que cubría su cabello. Empujó con fuerza, pero manteniendo control del ritmo, el acceso corredizo. Apegó el cuerpo y su rostro a la gruesa lámina de acero. Ya adentro, encendió la linterna, dispuesta a bajar hasta su destino. Por cada peldaño que pisó, su mano derecha, apoyada en el frío muro, siguió una línea diagonal; con la izquierda, se afirmó en el único pasamanos de la escalera. No se detendría a mitad de camino, donde los fragmentos del viejo interruptor, que alguna vez sirvió para iluminar el sótano de su casa, se enredaban entre los cables. Por ello, en el décimo escalón, su tacto dejó de percibir los relieves y las hendiduras de los ladrillos, para evitar el exceso de polvo de arcilla molida o algún insecto guarecido en el agujero. Esa abertura en la muralla fue el efecto que provocó el certero golpe dado por uno de los autómatas de servicio, quien se limitó a obedecer a su amo.
Antes de acabar la marcha en bajada, levantó una rodilla en el último escalón, sintiendo un pinchazo que le robó el equilibrio. Logró estabilizarse, con algo de dificultad, al apoyar su cuerpo en la pared. Las pulsaciones de su corazón se aceleraron: no por temer a la caída que evitó con airosidad, sino por el alarido que liberó. Como un reflejo penoso y tardío, tapó su boca con ambas manos, pues evitaba hacer ruido para no ser interceptada. Quitó del bolsillo trasero de su pantalón parte del autómata. Sintió cómo la pieza metálica se desprendía de su piel, provocándole sangrado. El trozo pertenecía al mismo robot que había dejado a oscuras el lugar cuando ella tenía ocho años. Ese dedo mecánico era la llave para abrir las compuertas que escondían el cofre. Deshizo el nudo en el pañuelo de seda que envolvía su cuello y lo depositó sobre él. Dio varias vueltas a la tela y lo guardó entre sus pechos, dentro de su brasier.
Avanzó diez metros sobre el esmerilado piso de concreto y llegó hasta el cofre que buscaba. Se arrodilló frente a él y, antes de abrirlo, quitó la linterna de su cabeza y la sostuvo con una mano, mientras soplaba fuerte sobre la cubierta para apartar el polvo de la tela felpuda. Su piel se erizó al sentir el roce de los rizos de la felpa que su madre había cortado y utilizado como decoración en el baúl. Abrió la tapa de la vieja caja de cuero y al acercarse para oler las pertenencias guardadas en el interior, notó que la tensa cadena de su collar no la dejaba erguir la cabeza. Liberó sus manos e intentó, con paciencia y cuidado, separarla del gancho del cofre. Ya resuelto el enganche, la linterna pareció mostrar en mayor detalle sus uñas mordidas. «Debo ir a la estética», pensó, recordando el lugar donde ocultaba ese mal hábito con piezas acrílicas. Imaginó que el vendaval que oyó dentro de sus oídos era el susurro de su progenitora, desde el más allá. Tal vez el tirón de la cadena provenía de las manos invisibles de su mamá, rogándole por más tiempo y atención. La ansiedad era el efecto de sus recuerdos fragmentados. Allá abajo todo tenía algo más de sentido, pese a las nubes grises que cubrían su claridad mental. Habían pasado dos años desde la última vez que estuvo ahí.
Detestaba tener que ocultar su inestable salud mental. Con su madre a su lado, habría sido todo más llevadero. Vibeke cargaba con traumas desde pequeña que no había podido superar y con los cuales hacía terapia en la soledad de sus pensamientos. Una de esas heridas le impedía conducir un vehículo, debido a un accidente que había sufrido a los siete años. Según le contaron, el alcoholizado culpable se fugó luego de corroborar que la madre de Vibi estaba muerta. Con los años, solo se sentía segura subiéndose a la moto de su hermano mayor, a quien se aferraba con firmeza y confianza. Para evitar que esos recuerdos atormentaran sus sueños, intentaba que su mente se mantuviera ocupada en otras cosas.
Acercó uno de los vestidos de su madre y se lo llevó a la nariz. Le resultaba increíble cómo a través de los sentidos podía refrescar algo de su mala memoria. Esa creación, bastante extravagante, seguía siéndolo décadas después de su último uso. Esa artista de las telas y las intervenciones se había convertido en su máximo referente; por ello, la joven ya cursaba tercer año de diseño de modas. La creatividad y la ruptura la llevaba en la sangre, en su apellido Díaz. Tras disfrutar de la textura del tejido de la tela floreada, buscó el álbum y escogió, adrede, tres fotografías y las escondió dentro de su ropa.
Con su misión casi acabada, luego de cerrar el baúl, se regaló diez minutos más para apoyarse sobre él. Lo abrazó, con sus ojos apretados, e imaginó que esa caja era Anneke Díaz. Al menos, para la chica, su energía aún se encontraba condensada en esos objetos. Se cuestionó, como solía hacerlo, si quizá su mamá no consiguió trascender a otro plano por su culpa y su apego; desde niña le habían enseñado que las personas no tenían alma, pero Vibeke creía que esa mentira era difundida en la niñez para que todos lo creyeran así.
De pronto, a punto de dormirse, su abdomen vibró. Quitó su teléfono de la cartera de canguro que ella misma había añadido a su suéter. «Ya no hay peligro. La cocina está despejada», leyó en su móvil. El emisor de ese mensaje la acompañó solo una vez al lugar secreto, pero, pese a la incomodidad que sintió por entonces al hacer algo prohibido, el amor que le tenía a ella era más grande. Así, Francisco Matus, su hermano mayor, le cubrió la espalda, como de costumbre.
Se entregó al sueño, calentada por las placas radiantes. Una hora antes de hacerlo, logró evocar unos cuantos recuerdos vagos asociados a las imágenes que consiguió en el sótano. Para evitar que las encontraran, las ocultó bajo la piel falsa de su gata, de marca High Life. Su mano izquierda dejó caer sobre el piso de la habitación una novela gótica, cuya lectura había interrumpido por el cansancio. The Turn of the Screw de Henry James, era el libro que cuidaba y leía con nostalgia, pues lo encontró oculto en el sótano al bajar por primera vez. Entre las hojas del libro cerrado, la entrada de un concierto era su marcapáginas provisorio. En la habitación de Vibeke, su reproductor de música aún sonaba. Pese a ello, ni las canciones ni la lluvia la hicieron despertar.
En las zonas bajas las personas no podían dormir, pues la intensidad de las precipitaciones era más fuerte que lo habitual. Las luces de las ciudades tampoco ayudaban. Los letreros de neón y los hologramas publicitarios iluminaban los rascacielos, edificios y construcciones menores que contrastaban con la profundidad de la noche. Eso, sumado a que el domo era un lugar bullicioso las veinticuatro horas del día; aquello, por el ajetreo incansable de cuatro de sus nueve ciudades principales y su sobrepoblación. La refulgente publicidad audiovisual no tenía descanso. Cientos de voces grabadas promovían al unísono marcas, productos y servicios.
En cambio, la joven estaba en la zona alta, en un exclusivo anexo llamado El Edén, y ahí no había contaminación lumínica ni acústica. Por ese motivo, en la amplia habitación, su sueño era profundo. Vivía en una megaestructura piramidal, sobre la capital: Nuevo Santiago, sostenida por fuertes pilares y cables de acero, que parecía vigilar desde lo alto el reposo de todos. Vibeke dormía en el cielo porque pertenecía al grupo hegemónico más poderoso de la fortaleza, la clase domain aeternus, cuyos miembros eran conocidos como los ángeles; sin embargo, deseaba cumplir la edad necesaria para abandonar sus privilegios.
Dormida hacía poco más de una hora, se movía de un lugar a otro y respiraba con agitación. Su ceñido camisón gris con un encaje negro translúcido, cuya tela aflojaba más en su delantera, dejaba ver uno de sus pequeños pechos. Su piel morena estaba empapada de gotas de sudor, tal como la lluvia en el exterior del ventanal de su habitación. Desplazó sus manos hacia el tren superior, las que abanicaron su cuello y rostro acalorado. Luego, sus dedos bajaron un poco hasta sus senos, los que presionó con fuerza mientras gemía angustiada. Las irregulares uñas, que acostumbraba a morder, dañaron su piel. Sangró, pero no sintió dolor.
Buceaba en las profundidades de la alucinación. El sueño la mantuvo en una suerte de realidad paralela. Parecía en estado de narcosis, salvo por sus bruscos movimientos. Algo quería sacar dentro de sí. Algo tenía atorado en su interior.
✧Fin del capítulo✧
✧.*•*.✧.*•*.✧.*•*.✧
≪✦✧❈•.◈.『Glosario/vocabulario』.◈.•❈✧✦≫
❈Rebelión de los otros: conflicto bélico cívico-militar (2291-2292). En él, un millón de personas, la mayoría de las castas más bajas, se rebeló contra el sistema, alegando demandas que exigían mejores condiciones de vida, igualdad y mayor movilidad social. Gran parte de quienes estaban a la cabeza de la causa fueron asesinados, pero la hegemonía ofreció beneficios a los descendientes de los rebeldes, dándoles la posibilidad de escalar un eslabón más en la pirámide social, siempre y cuando se considerara meritorio el ascenso. El comité superior (entidad gobernante) realizó esta mejora como un intento de parar la revuelta social y demostrar que ningún lugar del domo había sido abandonado.
❈Viejo mundo: corresponde a la historia humana previa a la cuarta guerra mundial, cuando el planeta Tierra aún era un espacio favorable para la vida.
❈Padre fundador: nombre con el que son conocidos los millonarios que aportaron con el dinero y la logística para construir el domo. Crearon las bases de dicha sociedad y se les reconoce como una especie de divinidad.
❈Zonas bajas: término utilizado especialmente por las personas que viven en el sector alto del domo, para hacer referencia a todas las ciudades que se ubican en la planta baja y que no están suspendidas en el aire. No refiere necesariamente a zonas de clase baja.
❈Zona alta: megaestructura con forma de pirámide elevada en lo más alto del domo gracias a fuertes pilares y cables de acero. En este lugar solo pueden vivir los miembros de la clase más rica del refugio. Se ubica sobre la capital del domo, Nuevo Santiago, formando parte de dicha ciudad, siendo un anexo de esta.
El Edén: nombre de la megaestructura ubicada en la zona alta del domo.
❈Domain Aeternus: clase social más poderosa del domo. Aquí se encuentran los descendientes de los padres fundadores. Solo los miembros de esta casta tienen la posibilidad de gobernar y seguir una carrera política.
❈Ángeles: nombre con el que son conocidas las personas de la clase Domain Aeternus. Este apelativo fue dado por las otras clases, haciendo referencia al lugar donde vive la hegemonía (El Edén).
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top