Diesiseis


María no hablaba mucho. Esa noche estaba particularmente habladora. Estaba contenta y responsable de esa alegría era él que sentado en ese sofá, casi como si fuera un sultán, la observaba con una sonrisa sutil que le daba una expresión medio melosa. Era como ver a un adulto contemplar a un niño que le provoca ternura. Y es que a Bills esa mujer le despertaba un sentimiento muy semejante. Él era un dios que había vivido miles de miles de años, mientras que ella tenía unas cuantas décadas.

Verla sonreír, escucharla hablar, el que con él fuera tan abierta le causaba una gran satisfacción. Daba igual si era una reina, una poderosa guerrera o la mujer más hermosa del universo, si cualquiera hubiera tenido acceso a ella para Bills, María no hubiera adquirido ninguna importancia. El que ella fuera así, reservada, le era como un condimento sobre el arroz. Ella le provocaba un cosquilleo en el paladar, ganas de morderla, de apretarla contra él, de hacerla enojar un poco para ver como arrugaba el ceño o como entreabria la boca cuando estaba sorprendida o confundida. Esa mujer le gustaba bastante. Lo hacía sentirse vivo, jóven, libre del peso de su alto puesto en la existencia y podía sentir la relevancia que él tenía en ella. Esa era la única parte mala del asunto. Que así como era responsable de su alegría, Bills también se había hecho responsable de la tristeza de esa mujer. Su ausencia tenía efectos en ella y a diferencia de con otros seres con los que sostenía un vínculo, María si le importaba.

Pero por esa noche, Bills se olvidó de todas esas ideas molestas para disfrutar de ese encuentro de todas las formas posibles.

María sabía no podía atar a un ser como ese. Bills era un dios. Pero incluso de ser un hombre no lo hubiera intentado. Ella entendía muy bien lo que era la libertad y está no conllevaba compromiso. Los compromisos son ataduras y las ataduras decapitan muchas cosas que ella no estaba dispuesta a perder. María era un tanto tímida, pero no le faltaba valor para vivir como ella quería hacerlo. Y lidiaba con eso de forma responsable. María no se preocupó más de no ser suficiente para un dios, pues sabía que aunque sencillas tenía muchas cosas que ofrecer y Bills volvía a ella por eso. Por su sutil ternura, por su cuota de ingenuidad, por su paciencia, por amarlo así como él era nada más. Porque en esos meses fue inevitable para un corazón sensible como el de María claudicar ante ese sentimiento por Bills. Por el sujeto debajo de la capa de dios.

Así como Bills se reencontró con gran parte de su yo dormido, María descubrió guardaba pasiones blanco-rojas en su interior. Se hacían bien y por eso seguían estrechando su relación entre momentos cotidianos y una cama húmeda del sudor de los dos. Quien dijo que un dios de la destrucción no podía crear nada se equivocó.

Esa noche estuvieron un par de horas entre las sábanas. A María le gustaba sentirlo sobre ella. Apretar ese cuerpo firme que a ratos le cortaba el aliento. Y a Bills le gustaba ver las expresiones en aquel rostro jóven todavía un poco tierno. Su abrazo de pasión los fundía al compás de una agitada respiración, de un canto de gemidos melosos que esa noche terminó con una poderosa exclamación de ella:

-Bills- lo llamó al llegar al clímax y se escuchó tan candente como amoroso, casi como fueron dejados los surcos de las garras del dios en su espalda.

Se miraron a los ojos un momento. Todavía estaban agitados. María se sujetaba del cuello de Bills quien la sostenía por la cintura casi al borde de la cama, como sobre un abismo sobre el cual podía dejarla caer en cualquier momento. No sé dijeron nada y buscaron una posición más cómoda para descansar un instante.

La mañana encontró a Bills despierto con María durmiendo entre sus brazos. Ella escondió su rostro en el cuello de él y su respiración le causaba cosquillas a ratos. Empero no se abandonaba esa postura. Pocas veces se sujeto a algo que le importara lo suficiente para mantenerlo tan cerca y todavía menos fueron las veces que no lo soltó en pos de algo mejor.

Ser dios era cómodo. Podía hacer todo lo que quisiera sin casi consecuencias. Siempre tenía lo mejor, pero llevaba mucho tiempo en ese puesto. Demasiado en realidad. Era curioso el proceso de dejar de ser un mortal o de fingir se deja de ser un mortal. La ironía o la sabiduría que había en escoger a una criatura no divina para destruir mundos fue algo que entendió con el paso de los años.
Bills no era sabio, ni magnánimo; pero era más inteligente de lo que muchos podían suponer. Sabía que cruzo fronteras como un animal estúpido. Sabía era demasiado tarde para volver atrás. Nunca más sería el mismo. Ya no era el dios que todos conocían. Ese que parecía destruir todo por capricho. Su real naturaleza, la de un mortal, estaba retornando. Así decidió él que sucediera. No lo diría, pero desde su encuentro con esos sujetos sintió había caído en una cuenta regresiva.

Si Bills hubiera querido impedir que esos dos entrenarán con Whis una orden suya hubiera sido suficiente para evitarlo. No la dio. Lo permitió. Todo siempre ocurría por decisión suya.

María se agitó en sueños. Movió las piernas subiendo una sobre la cadera de Bills que le apartó un poco el cabello para ver el rostro de la mujer. Ella lo resfrego en su cuello y estornudo acabando por despertar. Estaba vestida con su camisón y se sentó apartandose de Bills con un aire candido, todavía soñolienta.

-Hola- le dijo- Pensé que se había ido- comentó la muchacha mientras se arrodillaba en la cama para verme de frente.

Bills le sostuvo el rostro con la mano izquierda, quedandose viendo a la muchacha un buen rato.

-Di mi nombre- le dijo con un sutil tono imperativo.

María no comprendió a qué venía esa petición, pero le pareció que era importante por lo que obedeció.

-Bills...- le dijo y se escuchó un tanto extraño oír ese vocablo sin la palabra señor acompañándole, pero en la voz de ella sonaba bien.

El dios se sonrió ofreciendo una tibia caricia a la mujer que cerró los ojos para disfrutar de aquel contacto. La mano de Bills terminó detrás de la cabeza de María quien acabó reposando su rostro contra el pecho de él porque así Bills lo quiso.

-Dilo- le pidió con voz firme, pero suave- Dímelo- insistió y ella se lo dijo.

María no pudo evitar sentirse un poco tonta por decirle esas palabras. Pero era lo que sentía. Lo que él provocó durante esos meses.

-¿Es mi amor suficiente para tí?- se atrevió a preguntar acurrucándose contra él.

-No preguntes tonterías- le contestó Bills y después de una fogosa despedida se marchó.

Él era un dios todavía. Uno que inició el conteo del fin de su reinado por propia voluntad. Lento era su descenso de las alturas hasta el suelo, pero constante también. Nadie más lo advertía salvó su asistente a quien ese cambio no le era relevante. Siempre llega uno nuevo a su custodia. Bills era solo el que había durado más por más que solo su gusto de estar en la cima. Todo tenía un momento, Bills lo sabia muy bien. Sin embargo, él no estaba alistando nada para el futuro ni mucho menos. Simplemente estaba descendiendo.

En cuanto a María, ella no experimentaba nada especial por su relación con el dios. No se sentía ni más hermosa ni más especial por tener su atención. Para ella sucedía que encontró a alguien que entendía su forma de vivir como nadie lo hizo antes.

En ocasiones él se ausentaba por semanas o meses, pero siempre aparecía en su casa entrando por el balcón o sentado sobre el tejado esperando su retorno. Ella le sonreía y él iba a su encuentro sonríendo ladino, un poco altanero. Después de todo había algo que Bills nunca iba a cambiar. Era demasiado dueño de si mismo y todo lo que ocurría con él pasaba porque así lo quería. Ni María podía domesticar su lado más auténtico, ese que ni los años, ni su puesto de dios modifico.

Fin.

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