Prólogo
La primera vez que fui al Dom fue con mi abuelo. Siempre recordaré aquella tarde como uno de nuestros momentos favoritos, los dos solos, sin nadie más. Solo el abuelo y yo. Él había sido profesor de historia antes de jubilarse y aprovechaba cualquier oportunidad para contarme cualquier anécdota histórica, cualquier comentario artístico que mi joven mente absorbía como una esponja.
—¿Ves allí la estatua de Lutero? Aquella que avanza como caminando. Pues bien, era una figura tan importante para el rey, y para la catedral en sí misma, piensa que estamos al fin y al cabo en una iglesia protestante, pues bien, era tal su importancia que el rey mismo escogía los detalles al milímetro. Por ejemplo, se llegó a quejar al escultor de que el pie no sobresalía lo suficiente... ¿En la escuela os han hablado ya de Lutero?
—No... creo que no...
—¡Mecachis! ¿Dónde tengo la cabeza? ¿Quieres que te cuente la historia de Lutero?
La parte favorita de mi abuelo habían sido las catacumbas. Recuerdo que ver todos aquellos ataúdes de niños, tan pulcros y ordenados alrededor de los ataúdes de sus padres, despertaba una sensación incómoda en mí, pero a la vez sentía una fascinación morbosa por sus pequeñas réplicas en mármol, durmiendo junto a relojes de arena de piedra tallados entre flores y mortajas. Con retrospectiva, creo que igual haberme llevado tan joven a una morgue histórica llena de niños que no habían llegado ni siquiera a mi edad no era lo más adecuado, pero por suerte estaba tan encandilada con las palabras de mi abuelo, describiéndome las vidas y proezas de los grandes reyes allí enterrados, que aquella sensación mórbida se fundía con la fascinación que suscitaban en mí sus historias.
Uno de los pasillos laterales tenía forma de cruz. Caminamos hasta la intersección, donde se erguía un gran macizo rectangular de piedra.
—Estamos ante la tumba de Federico Guillermo el Grande. Fue un rey muy importante. Sabes, Alemania antes no era un país, sino muchos pequeños reinos, y algunos eran tan tan pequeños que eran del tamaño de Berlín. Y también eran muy distintos entre sí. Por ejemplo, tenían leyes distintas y unidades de peso y medida distintas...
Mis ojos alternaban entre aquel gran sarcófago gris y la cara de mi abuelo, mucho más interesante que aquel macizo de piedra. La mirada de mi abuelo irradiaba felicidad y entusiasmo, casi como si fuera a entrar en la historia y allí mismo fuera a arrodillarse y jurar fidelidad a Federico Guillermo.
—... y a este rey se le ocurrió preguntarles: "Bueno, pero ¿sabéis qué sí tenemos en común? Que no nos gustan los franceses". Y así fue cómo los reunió a todos en una guerra contra Francia y así es cómo se creó la Alemania de hoy en día...
A la izquierda y a la derecha de la tumba de Federico Guillermo, dos cortos pasillos se alargaban hasta terminar en dos cámaras fúnebres, cada una separada del público por una vieja reja de hierro. En cada cámara se encontraban varios sarcófagos, todos de piedra o de mármol, profusamente decorados con relieves de hojas, flores, cintas y figuras variopintas. El abuelo y yo nos acercamos a una de las cámaras, y me llamó la atención un diminuto ataúd blanco. Era otro ataúd para bebés, pero este destacaba entre todos los demás por ser de un blanco inmaculado, indemne al paso del tiempo. Sobre él, alguien había depositado flores frescas.
—¿Este de quién es, abuelo?
—Este... no lo sé. Vamos a ver qué dice el letrero.
Princesa desconocida
09-04-1763 – 09-04-1763
—Vaya, nadie lo sabe. Probablemente sea la hija de alguno de estos reyes, aunque... bueno, parece que no tuvo mucha suerte.
Mi abuelo se quedó callado y observó el sarcófago, súbitamente indeciso, como si se hubiera dado cuenta de que estaba hablando de más. Al cabo de unos segundos, al ver que no reaccionaba, le miré.
—Abuelo, ¿nos vamos?
Mi abuelo asintió, pero sentí que se despegaba con dificultad del suelo delante de la cámara, y sentí que volvía un par de veces la mirada hacia aquel lugar.
Aquel extraño episodio quedó compensado por mi momento favorito: la subida a la cúpula. A pesar de sus sesenta años, mi abuelo subió conmigo los cientos de escalones hasta la cima de la catedral, haciendo caso omiso de los carteles que avisaban de que aquello era "un ejercicio físico considerable" y de las miradas de incredulidad del personal de la catedral. Con el mismo entusiasmo que yo a mis siete años, mi abuelo ponía un pie tras otro en los escalones de aquella torre centenaria, y una vez arriba, recorrimos todo el perímetro varias veces hasta que estuvimos más o menos seguros de que habíamos encontrado mi casa, su casa, mi cole y la torre de Alexanderplatz. (Esta última no había sido muy difícil de localizar).
Y como hacía buen día, al salir de la catedral nos compramos un helado y volvimos andando por la orilla del Spree, riéndonos y compartiendo más anécdotas históricas. Y cuando volvimos a casa y le contamos a mi padre que el abuelo había subido los cientos de escaleras del Dom hasta arriba conmigo, mi padre se enfadó y estalló en una retahíla de advertencias, no puede ser papá, estas cosas a tu edad, y si te pasara algo, tu nieta solo tiene siete años, por el amor de Dios, y mi abuelo me dirigió una mirada de fingida resignación tan burlona que no pude evitar estallar en carcajadas.
A veces, con el paso de los años, he recordado aquella pausa delante del ataúd blanco, la única nota discordante de aquel día tan alegre y que ha quedado grabado en mi memoria como uno de los recuerdos más felices que comparto con mi abuelo, y me he preguntado el motivo de tan súbito cambio. ¿Fue acaso el hecho de que quizás era mi primer contacto real con la muerte, y de que era él quien me estaba haciendo mirarla a la cara? ¿Quizás se dio cuenta en aquel momento de que aquello no era un juego de niños, de que la muerte era una realidad, tan certera para aquellos nobles reducidos a cenizas como para nosotros? ¿Le hizo tomar consciencia de su propia muerte? ¿De la de los niños como su propia nieta?
Ya no vale la pena hacerse estas preguntas. Él ya no está aquí para responderlas.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top