Llave Segunda
Mis niños jugaban entretenidos en la sala cubiertos de los calientes rayos de sol de la siesta de un veinticinco de Diciembre del Norte Argentino, en un momento a otro ya cansados y con la lengua afuera lentamente se acercaron a mí; como buena madre les di un vaso de agua para que se refrescasen:
—Bueno mis niños es hora de dormir sino esta noche se dormirán y no podrán ver los fuegos artificiales- les dije dulcemente
— ¡Pero mami! No tenemos sueño, no queremos dormir la siesta...- me replico uno
—Cuéntanos un cuento- me reclamo el otro, sonreí y accedí a su petición
—Bien les contaré un cuento ¿Cuál quieren escuchar? ¿Caperucita Roja?
_ ¡Aburrido!- me contestaron ambos
— ¿Blancanieves y los siete enanitos? ¿La Bella Durmiente?- le seguí nombrando pero todos me rechazaban, la verdad me quedaba sin títulos hasta que se me ocurrió uno de nuestra zona – Entonces Fernando
— ¿Fernando?- me cuestionaron curiosos, sonreí y me senté en la silla, ellos se acomodaron en el suelo, sin que me cuestionaran de vuelta comencé el relato simulando ser Fernando...
Llegué a Resistencia una tarde calurosa de verano en tren, junto a un amigo cantante de boleros. Cansados por nuestro viaje nos adentramos en la creciente ciudad, lentamente recorrimos las calles en busca de asilo hasta que encontramos una habitación en el Hotel Colón pero había un problema esta era individual:
—No hay problema, dormiré afuera toma tú la habitación- le dije tranquilamente a mi compañero
— ¡¿Estás loco?!- me contestó sorprendido por lo visto quería seguir discutiendo con la recepcionista para que me permitiera entrar
—No, no lo estoy ¿de qué te sorprendes, si casi toda esta temporada hemos dormido en la calle? Agarra tus cosas y ve tú- le dije dándome la vuelta para salir del Hotel sin darle tiempo a responderme. Salí afuera y por esas iluminaciones de Dios encontré un huequito de mi tamaño justo, al lado del Hotel en donde no podría molestar a nadie.
Así pasó esa temporada de verano donde habíamos decidido quedarnos en la ciudad, hasta que una noche mí compañero decidió dejar este mundo, mucho me dolió su partida pero sabría que él no hubiese querido que llore así que solo lo recordé con alegría.
Y mi casa fue ese huequito en el costado del Hotel pero algo me molestaba ni bien abría los ojos, la larga cola de abuelitos para esperar a cobrar su pensión, esa imagen literalmente me enfurecía bastante; así que un día me levanté me vestí con mi mejor ropa y entré al Banco Central, me dirigí directamente a la oficina del Gerente; el cual con mucha sorpresa me miró al enterar sin pedir permiso ni nada, me senté en la silla que estaba vacía enfrente suya y comencé a darles mis sermones pero el señor solo se limitó a sonreírme y pedir un café con medialunas para mí, pero no me rendí seguí yendo cada día al Banco para solucionaran el problema de los viejitos pero ¡hey! Me aseguré el desayuno aunque después de eso tuve asegurada, en el bar Club Del Progreso; la cena, la merienda y el almuerzo.
Ahora hablando de mis gustos, siempre me encantó la música y el teatro, aunque... cada vez que recuerdo el teatro me rio de mi mismo porque la primera vez que fui a ver una obra hice un papelón; era así, un día estrenaban la obra "Nazareno Cruz y El Lobo", el pequeño anfiteatro de la ciudad estaba lleno y yo como era conocido por uno de los que dirigían el teatro me dejaron estar tras bambalinas. Llegó aquella parte en donde la niña que estaba enamorada del Lobizón es decir, el séptimo hijo que sufría la maldición quedó sola en el escenario llorando; era un viernes de luna llena, los aullidos se escuchaban cada vez más cerca. Mi corazón se me estrujó y entré al escenario; al principio nadie me veía porque las luces estaban a medias pero cuando un foco iluminó a la chica todo el público se sorprendió pensó que había realmente una transfiguración al verme, la muchacha se asustó más creyendo en su propia interpretación pero empecé a hablarle de forma dulce y entonces la gente estalló en aplausos:
— ¡Fernando venció al Lobizón! ¡Fernando... el Nazareno!- escuché un grito del público, y por primera vez me llamaron por mi nombre.
Con respecto a mi gusto musical, la verdad siempre me dijeron que tenía un oído excelente cosa que acepté después de un tiempo.
La vez que acepte aquello fue el día en que en el Fogón de los Arrieros se presentaron unos artistas; el primero era un pianista y me quedé cerca suyo durante sus dos horas de música, aquel sabía tocar el instrumento delicadamente; después el segundo que también era un pianista se presentó y se sentó, cuando comenzó a tocar lo mire mal; se detuvo y volvió a tocar, una vez más mi mirada fría:
—Tienes razón me he equivocado otra vez- me dijo con tranquilidad y al tercer intento le salió perfecto.
Hubo una vez en una fiesta Patria que vino a visitar la ciudad el Presidente, rodeado de esos cara de malo vestido con un traje de gala tan brillante como el sol.
En la hora del almuerzo lo invitaron al Club Del Progreso, estaban todos aquellos invitados tan bien elegidos por sus puestos nada más; una vez terminado el almuerzo el señor Gobernador se levantó de su silla y comenzó a dar su largo discurso entonces aprovechando una distracción de los grandotes me acerqué y me senté en su lugar; la gente presente empezó a reírse, el Presidente que no miraba a su costado donde estaba yo, empezó a mirar a todos sin entender el porqué de estas risas; entonces el Gobernador le susurró:
—Fernando
— ¿Fernando? ¿Qué Fernando?- entonces me miró y comenzó a reírse junto a la gente, los grandotes se me acercaron para echarme pero el Presidente les pidió que me dejaran y trajeran otra silla para el Gobernador, todo siguió normal.
Después cuando el Presidente debía volver a Buenos Aires se me acercó y me dijo:
— ¡Quién pudiera ser feliz como vos Fernando! ¡Te envidio!
Pero como a todos, un oscuro día de 29 de Mayo de 1963, la Parca llegó para llevarme a esos lugares infinitos que la gente viva no conoce, me encontró un viejo amigo taxista convulsionando en el cordón de la vereda pero ya era tarde y entonces entre susurros que a veces se escuchan desde el más allá escuche en un tono triste: "Fernando partió"
Y tuve que detener la historia porque recién me había dado cuenta que mis niños se habían dormido, me levanté de la silla y con mi boca agarré a mis pequeños llevándolos a la cucha, unas vez que los acomodé me acerque moviendo mi cola de chihuahua, al ventanal del local del Correo Argentino y miré hacia afuera, mi vista se clavó en la estatua de hierro de Fernando, que le daba la espalda a la Casa de Gobierno como diciendo: "El Poder no puede quitarte tu libertad".
Pensándolo bien me encantaría ser Fernando, porque él logró que todo un pueblo practique la solidaridad, la fidelidad, el respeto al disenso, la verdad y el amor; todo eso siendo solo un simple perrito blanco sí; un perrito blanco, mezcla de fox terrier y atorrante, con una alzada de cincuenta centímetros. Logró que incluso el día de su fallecimiento, donde la ciudad entera cerró, todos los habitantes del pueblo se vean iguales, sin importale la clase social, ideologías o creencias religiosas.
Hoy en Resistencia hay tres esculturas que evocan a Fernando. La que se supone mausoleo oficial está todavía sobre la calle Brown al 350. Otra está como escondida bajo un manto de chibatos en la avenida Avalos, cerca del Club de Regatas. Y la tercera, que es la más grande y pretenciosa, que creo que inauguraron los milicos durante la dictadura, es la que estoy mirando ubicada en una esquina de la Casa de Gobierno y frente a la Plaza.
Sólo ahora advierto que han pasado más de cuarenta años y este cuento me parece triste. Debe ser la Navidad, que siempre lo llena a uno de nostalgias.
"A Fernando un perrito blanco que errando por las calles de la ciudad encendió infinidad de corazones un sentimiento hermoso"
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