Battista ingreso a la habitación en penumbras, iluminada por la poca luz que dejaba pasar la cortina de aquella pequeña ventana, en sus manos sostenía aquel artefacto que había llegado del cielo, como le gustaba pensar; aquel metal precioso que tanto habían estudiado. 

Era realmente una pena tener que abandonarlo, pero sabia mejor que nadie que la separación de su verdadero dueño causaría grandes males.

Miro de reojo al joven que descansaba en el cuarto, creyéndose seguro dormía profundamente. En su rostro se veían los restos del forcejeo que el mismo causo para lograr escaparse. Una leve sensación de venganza se le cruzo por la mente pero se vio disipada por el temor, aun no sabían hasta que punto podía usar aquel arma. 

Era verdaderamente exquisito solo pensar que algún día todos los militares contarían con una, seria una revolución, aquellas llamadas guerras biológicas quedarían en el pasado como algo arcaico a comparación. 

Y para que eso sucediera, se recordó, había sido necesario ese sacrificio. 

Desfundó la espada de aquella impecable carcasa blanca en la que tanto tiempo la habían mantenido. Con el sigilo que había aprendido de la milicia se acerco al muchacho tanto que podía escuchar la débil respiración, dejó la espada bajo la cama casi escondida pero lo suficientemente cerca del borde para que fuera encontrada. 

Dio un ultimo vistazo, sabiendo que ya estaba hecho, y así como había entrado sin que nadie lo notara simplemente se fue.