Capítulo 23: Renunciar al poder.
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—¡Váyanse!
—¿Qué? —preguntó un Percy atónito.
—¿No me escuchaste bien, niño? ¡Deben irse!
—¡Adrienna di Angelo! —exclamó un Hades furioso, sus ojos brillaban con llamas naranjas y los esqueletos a su alrededor se agitaron por el enojo de su Rey.
Los ojos de Adrienna se encontraron con los de su padre y una guerra de poder se instauró en el aire. Se podía respirar un clima denso, sumamente tenso.
—¡Mi nombre no es di Angelo, lo dejaste muy en claro! ¡No dejaré que les hagas daño! —exclamó furiosa, su cabello azul flameó y empezó a borbotear como si fuera agua hirviendo en medio de un abrazador sol— ¡Estoy harta de vuestras estúpidas órdenes! ¡De vuestras leyes arcaicas! ¡Puede irse al tártaro usted y todos los dioses! ¡Que los otros os lleven!
La tierra tembló después de semejante declaración, las estalactitas del techo empezaron a derrumbarse, rodeando a la hija de Hades, pero ninguna pareció acertarle.
—¡Niña estúpida! ¡Te lo he dado todo y así es como me pagas!
—No, padre —Sus ojos de ahora un tono negro, como la más abrazadora de las tormentas, ahora estaban llenos de odio—. Fuiste tú quien me arrebató todo. ¡Y hoy es el día en el que decido seguir mi camino! ¡Percy Jackson es inocente y me encargaré de mantenerlo con vida!
—Me traicionas por un mestizo corriente y débil. ¡Por el hijo del dios que destruyó a tu madre! ¡De quien se encargó de alejarte de tus hermanos!
Por un momento pensó que tal vez no estaba haciendo todo eso por Percy. Tal vez intentaba salvarlo porque se veía reflejada en sus ojos; unos de un tono verde como el mar, llenos de inocencia y temor por un mundo extraño. Él le recordaba a su antigua yo. Una cría de solo siete años, abandonada en el Inframundo, rodeada de dioses que estaban dispuestos a hacer lo necesario para escalar en la cima del poder.
«No es por él», pensó Adrienna «es por mí».
—Él no dejó a sus hijos y amante en medio de la nada, solos y sin protección —No sintió absolutamente nada mientras decía aquellas palabras, pero juzgando la expresión de Hades que se desfiguró en una de puro dolor, como si recordar ese entonces le doliera en el alma, parecía que a él sí.
¿Qué podía saber un dios de dolor? No sentían igual que un mortal, no sentían como uno. Eran seres inmortales, vivían por milenios y seguirían allí por mucho más tiempo. Nunca morían, pero siempre verían morir a la humanidad. No sentían como ella, ni por asomo. Habían aprendidos a minimizar la vida humana, se acostumbraron a seguir con su camino sin importarles las consecuencias de sus actos.
No sería la primer, ni la última amante que Hades tendría. Maria di Angelo sería olvidada por su antiguo amante y cualquier otro dios, no sería más que un triste recuerdo de lo que sucedía cuando un mortal se topaba con un inmortal. Su apellido no era italiano, solo le quedarían las enseñanzas de su madre, de la mujer que le crió como suya y la amó con gran ahínco; siempre recordaría a la mortal que decidió acogerla cuando se vio rodeada de dolor y muerte. Adrienna no sería la última hija que el dios del Inframundo tendría con una mortal. Y aunque ella estaría allí por mucho más tiempo que cualquier otro hijo que tuvo, era momento de que Adrienna siguiera su camino.
Era momento de vivir su propia vida.
Miró de reojo a los esqueletos, quienes seguían igual de quietos que antes, sin hacer un solo movimiento en su contra. Sabían quien era, y de lo que era capaz de hacer si se atrevían a desafiarla. El control sobre ellos permanecía intacto desde el día en que se volvió la comandante del ejército de su padre.
—Hoy es el día en que todo esto termina —dijo para que todos escucharan. De reojo pudo ver como Hécate se hallaba oculta en una esquina oscura, alejada de todos, pero sin ser invisible ante ella. La miraba con solemnidad, casi con pesar—. No más general del dios del Inframundo.
—Hija, no tienes que hacer esto —Se apresuró a decir Hades, poniéndose de pie en cuanto notó lo que estaba apunto de hacer. Había cierto pánico en su mirada—. No he sido el padre ejemplar, pero puedo...
—¿Cambiar? —cuestionó con voz de plomo— Es tarde para eso.
—¡Si te atreves a...!
—¡Yo, Adrienna Herondale! ¡Renuncio al cargo de poder como general del ejército de los muertos!
—¡Para! —exclamó Hades, furioso.
Lo ignoró, dando un paso hacia delante y arrancando sus insignias de comandante, dejándolas caer en el piso como si no fueran más que basura.
—¡Renuncio a las tropas del Inframundo, volviéndome un ser de libre albedrío!
—¡NO!
La tierra retumbó por el grito de dolor y furia, los esqueletos dejaron de estar quietos para tomar una pose defensiva. Había perdido el mando del ejército, lo sintió en el segundo en que todos empezaron a agruparse a su alrededor y algo pareció desvanecerse en el interior de su pecho. Se sentía ligera, muy ligera después de setenta años. Nunca se había sentido tan… agusto desde hace mucho tiempo. Raramente, no se sintió amenazada aunque todas las lanzas y armas estaban dirigidas en su dirección, sabía que si atacaban, acabaría con ellos.
Ahora podía acabar con todos.
Renunció al control de un ejército entero... para poder tomar el control de sí misma.
—¡Sabes lo que has hecho! ¡Lo que causarás! —exclamó Hades, rabioso a no más poder.
—Sí —admitió indiferente—. Ahora soy libre.
—¡Eres una completa deshonra! ¡Una ingrata! ¡No eres mi hija!
—¡Entonces no deseo serlo! —exclamó llena de rabia y adolorida por sus palabras. De reojo notó como las furias se removían llenas de nerviosismo. Aquello captó la atención de Adrienna, quien clavó la mirada en el trío de monstruos— ¡Ahora soy libre de hacer lo que me plazca! Eso incluye desmembrar a tus furias cuando lo deseé.
Al acabar de hablar, las furias empezaron a sisear entre sí, mostrándole los dientes, tratando de intimidarla. Sonrió complacida, deseaba tanto destruirlas por todo el dolor que le habían hecho pasar.
Cincuenta años atrás había renunciado a su sed de venganza al convertirse en la general de los muertos... pero ahora tenía libre paso. Podía destruirlas, a ellas y todos los que le hicieron daño. ¡Y las haría pagar por su dolor! ¡Les haría rogar por piedad!
—¡Hoy acaba mi dolor! —exclamó mirando a todos los que se encontraban en la sala, para después clavar la mirada en Hades— ¡Y este es el día en que inicia mi venganza!
Clavó su talón en el piso con una sacudida fuerte y violenta, causando que la tierra se abriera. Lava empezó a salir de la piedra partida y los esqueletos intentaron atacarla, pero con un ademán de manos los hizo caer en las grietas. Un tercio del ejército se redujo en cuestión de segundos.
—¡Y quien intente detenerme, será reducido en nada!
Hades se dejó caer en su trono, abatido. Al ver que no hacía ni un solo ademán de atacarla, hizo una seña al hijo de Poseidón.
—Cuando os diga, deberán irse.
Percy se hallaba mudo, sus ojos llenos de inocencia ahora se encontraban confundidos. Era como si acabara de verla con mayor atención.
—No nos iremos sin la madre de Percy —Annabeth la observó con ojos desconfiados, como si ella fuera a asesinar a la madre de Percy.
—Annabeth, n-no molestes a la Reina de los muertos —tartamudeó Grover con gesto asustado.
—Reina —saboreó las palabra en su boca, como si nunca la hubiera considerado. Por un momento, fue como si su mente estuviera fuera de algún tipo de neblina.
Frunció el ceño, dándose cuenta de que su mente parecía más coherente que nunca. Sus pensamientos ya no eran confusos… Era como si acabara de despertar de una clase de pesadilla.
Se preguntó el porque de ello, pero no tuvo oportunidad de ahondar en cuestionamientos, debía sacarlos del Inframundo con vida.
«Yo viviría», pensó «pero ellos no».
—Me haré cargo.
—Pero…
—He dicho —dijo con los ojos fríos dirigidos a la hija de Atenea, quien guardó silencio ante su mirada— que me haré cargo. Iré detrás de ustedes. Háganse cargo del rayo y consigan el estúpido yelmo. Les daré tiempo.
Hades seguía con la mirada pérdida, mientras las furias seguían siseando desde su posición. No parecían querer avanzar.
Una sonrisa lobuna cobró vida en su rostro.
—¿Qué pasará contigo? —preguntó Percy.
Adrienna se permitió mirarlo. Había angustia en su mirada, pero también algo mucho más profundo, tal vez gratitud y temor. No estaba segura.
Por primer vez, no sabía interpretar la expresión de alguien, y eso la confundía.
—Cobraré un par de favores —murmuró cuando observó como su padre parpadeaba, saliendo de una clase de trance. Sus expresiones empezaban a endurecerse, había odio en su mirada—. Y tomaré algunas cosas antes de irme.
—Ten cuidado, Jenna —le dijo con seriedad, en verdad parecía preocupado.
—Dime Adrien —corrigió casi por instinto. Cada vez que le llamaban Jenna, la hacía recordar algo doloroso—. No Jenna.
Él la miró con ojos brillantes.
—Entonces llámame Percy, no niño, tampoco chico. Permanece con vida, por favor —le dijo Percy, dando un paso en su dirección—. Debo pagar el favor que estás haciendo por mí.
—No es por ti —lo miró de reojo—. Es por mi familia.
—¡Atrapenlos!
Adrienna cerró los ojos por unos segundos, mentalizándose para lo que estaba apunto de hacer.
—Madre —murmuró mientras invocaba su espada de hierro Estigio—. Dame la fuerza que necesito.
Y no se refería a Lucie Herondale.
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Es momento de que Adrienna siga con su camino… y eso incluye conseguir su propio poder.
Atte.
Nix Snow.
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