Extra II- Vi, la trasladada.
Violeta no escuchaba los vítores de los osados, solo un pitido en los oídos. Su nueva facción era como una criatura de muchos brazos que se estiraban hacia ella, y ella se movió para encontrarla sin atreverse a mirar hacia atrás, a su madre. Notó manos que le daban palmadas en la espalda y alababan su elección, y se dirigió al final del grupo, con la sangre ensortijándose en sus dedos. Se colocó detrás de los demás iniciados, junto a un erudito de pelo negro que la desestimó de un solo vistazo. Ella sabía que no parecía gran cosa con su ropa gris de Abnegación, de estatura media y escuchimizada después del estirón del año pasado.
El corte en la mano le sangraba, la sangre se derramó en el suelo y bajó por su muñeca. Había apretado demasiado el cuchillo y la herida de la mano era profunda. Cuando el último compañero eligió, Violeta pellizcó el dobladillo de su camiseta suelta de abnegada y tiró de este, arrancando un trozo de tela de la parte delantera y envolviéndolo en su mano para detener la hemorragia. Ya no necesitaba esa ropa.
Los osados delante de ella se pusieron de pie cuando la última persona escogió, y salieron corriendo hacia las puertas, llevándola con ellos. En el último segundo antes de salir, Violeta miró hacia atrás, incapaz de contenerse, y vio a su madre todavía sentada en la primera fila, con unos cuantos abnegados a su alrededor. Parecía aturdida. Violeta esbozó una leve sonrisa.
Lo había hecho, había sido ella la que la había dejado con esa cara. No era la hija perfecta abnegada, condenada a ser devorada por el sistema para disolverse en la oscuridad. En vez de eso, se había convertido en la primera trasladada de Abnegación en más de medio siglo, y la primera de esa facción en elegir Osadía en toda la historia.
Se giró y corrió para alcanzar a los demás, desabrochándose la camisa de manga larga rasgada y dejándola en el suelo. La camiseta gris que llevaba debajo seguía siendo demasiado ancha y cubría sus heridas, pero era más oscura y pasaba más desapercibida con la ropa negra osada.
Todos salieron en tromba escaleras abajo, abriendo las puertas de golpe entre risas y gritos. La espalda le ardía, igual que los hombros, los pulmones y las piernas, y, de repente, Violeta dudó de esta gente a la que había reclamado. Eran ruidosos y salvajes, ¿de verdad podría encontrar un hueco entre ellos? No lo sabía. Supuso que no tenía alternativa.
Violeta se abrió camino a través de la gente, en busca de sus compañeros iniciados, pero parecían haber desaparecido. Se situó en uno de los laterales del grupo más grande con la esperanza de ver a dónde iban y vislumbró las vías del tren suspendidas sobre la calle, rodeadas por una jaula con barrotes de madera y metal.
Los osados subieron las escaleras y se esparcieron por el andén. Al pie de la escalera había tanta gente que Violeta no encontraba el modo de subir, pero sabía que si no subía deprisa la escalera perdería el tren, así que se abrió paso a empujones, apretando los dientes para no disculparse mientras avanzaba dando codazos, y el impulso de los osados finalmente la empujó hacia arriba.
—No corres mal —comentó Grayson, que caminó a su lado por el andén—. Para ser una abnegada.
—Gracias.
—Sabes lo que pasará ahora, ¿no? —preguntó, volviéndose para señalar una luz lejana pegada al frontal del tren que se aproximaba—. No se detendrá, apenas frenará un poco. Y si no logras subir, se acabó tu iniciación. Abandonado. Acabar fuera es tan sencillo como eso.
Violeta asintió con la cabeza. No le sorprendía que la prueba de iniciación hubiera comenzado en el segundo en que terminó la Ceremonia de Elección. Y tampoco la sorprendía que los osados quisieran que demostrara su valía de inmediato. Se quedó mirando el tren que cada vez estaba más cerca; podía oírlo silbar sobre las vías.
—Te irá bien aquí, ¿a que sí? —comentó Grayson, sonriente.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada, es que me parece que eres alguien dispuesta a luchar —respondió, encogiéndose de hombros.
El tren avanzó como un trueno y los osados se amontonaron. Grayson corrió hasta llegar al borde, y Violeta la siguió, copiando su postura y movimientos cuando se preparó para saltar. La vio agarrarse a una manilla del borde de la puerta e impulsarse para entrar, así que hizo lo mismo. Al principio le costó asirse, pero luego se impulsó hacia arriba; sin embargo, no estaba preparada para el giro del tren, de modo que se tambaleó y golpeó de bruces contra la pared de metal. Con un gesto de dolor, Violeta se sujetó la nariz.
—Gran aterrizaje —comentó uno de los osados del interior. Se veía de la misma edad que Grayson, puede que algunos años mayor, de sonrisa fácil y con las patillas de la barba tupidas, aunque nada en la barbilla.
—La elegancia es de eruditos presumidos —intervino Grayson—. Ha conseguido subir al tren, Benzo, eso es lo que cuenta.
—Se supone que debería estar en el vagón de los iniciados —dijo Benzo, mirando a Violeta, aunque no con como lo había hecho el trasladado erudito; parecía sentir más curiosidad que otra cosa, como si ella fuera una rareza que debía examinar con mayor atención para comprenderla—. Si es amiga tuya supongo que no pasa nada. ¿Cómo te llamas, estirada?
Violeta tenía el nombre en la punta de la lengua apenas escuchó la pregunta, planeaba responder como siempre: Violeta Lane. Debería de haberle salido de forma natural, sin embargo, en ese momento no podía soportar decir su nombre en voz alta, no allí, no entre la gente que esperaba que se convirtieran en sus nuevos amigos, en su nueva familia. No podía, no pensaba seguir siendo la hija de Maura Lane.
—Puedes llamarme estirada, me da igual —respondió, intentando imitar las cortantes bromas de los osados, a pesar de no haberlas oído más que en los pasillos y aulas.
El viento entró de golpe cuando el tren cogió velocidad, y el estridor rugió en los oídos de Violeta. Grayson la miró con una expresión extraña y, por un segundo, Violeta temió que fuera a decir su nombre a Benzo, debía recordarlo de la prueba de aptitud. Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza y Violeta, aliviada, se giró hacia la puerta abierta sin quitar la mano del asidero. Nunca se le había ocurrido renunciar a su nombre, ni que pudiera inventarse uno falso, construirse una nueva identidad. Allí era libre para ser brusca con los demás, para no responderles e, incluso, para mentir.
Se quedó mirando la calle, entre las vigas de madera que soportaban las vías del tren, tan solo una planta más abajo. Pero arriba, las viejas vías daban paso a las nuevas, y los andenes subían de altura y rodeaban los tejados de los edificios. La subida era gradual, así que Violeta no se había dado cuenta de no ser porque estaba mirando hacia abajo mientras se acercaban al cielo. El miedo hizo que le temblaran las piernas, así que se alejó de la puerta y se agachó junto a la pared, a la espera de su destino. Permaneció en esa posición hasta que Benzo le dio un golpe con el pie.
—Arriba, estirada —dio, aunque con amabilidad—. Ha llegado el momento de saltar.
—¿Saltar?
—Sí —respondió, sonriendo—. Este tren no para por nadie.
Violeta se levantó, observando la tela en su mano bañada en sangre. Perdió el equilibrio un poco cuando Grayson la empujó hacia adelante, a la puerta.
—¡Dejad que la iniciada salte primero! —gritó.
—¿Qué haces? —cuestionó Violeta con el ceño fruncido.
—Te hago un favor —respondió ella, empujándola nuevamente.
Los osados dieron un paso atrás, sonriendo como si fuera una fiesta. Ella arrastró los pies hacia el borde, aferrándose al asidero hasta que se le entumecieron los dedos. Veía el punto al que debía de saltar: más adelante, las vías del tren abrazaban al tejado de un edificio y después giraban. El hueco parecía pequeño a la distancia, pero, a medida que se acercaban, se hacía más grande, y su muerte inminente era cada vez más probable. Su cuerpo tembló al ver los osados de los primeros vagones saltar, pero no pensó en ello, tensó sus músculos y se impulsó con todas sus fuerzas. Saltó.
El impacto vibró por todo su cuerpo, y cayó a gatas, la grava de tejado clavándose en su palma herida. Se quedó observando sus dedos, como si el tiempo se hubiera detenido y saltado, el salto desapareciendo de su vista y de su memoria.
—Maldita sea —dijo alguien detrás de ella—. Esperaba poder raspar del asfalto una tortilla de estirada.
Ignorándolo, Violeta se sentó sobre sus talones, apreciando el suelo que se movía de un lado a otro bajo sus pies. No sabía que se podía marear de miedo. A pesar de todo, sabía que acababa de superar dos pruebas de iniciación: se había subido a un tren en marcha y había conseguido llegar al tejado. Ahora la pregunta era: ¿Cómo se bajaban los osados del tejado? Un instante después, Benzo se puso en el borde y respondió a su pregunta: iban a hacerlos saltar.
—¡Bienvenidos a Osadía! —gritó Benzo—. Donde te enfrentas a tus miedos e intentas no morir mientras tanto, o te marchas como un cobarde. No me sorprende que este año hayamos batido por lo bajo el récord de trasladados de otras facciones.
Los osados gritaron y alzaron los puños al aire con alegría, como si el hecho de que nadie quisiera unirse a ellos fuera motivo de orgullo.
—La única forma de entrar en el complejo de Osadía desde este tejado es saltar por la cornisa —explicó Benzo, abriendo los brazos para señalar el espacio vacío que lo rodeaba.
Levantó las puntas de los pies para apoyarse en los talones y abrió los brazos, agitándolos como si estuviera a punto de caer, pero después se estabilizó y sonrió. Violeta tomó aire por la nariz y contuvo el aliento. Estaba aterrorizada.
—Como siempre, primero ofrezco la oportunidad a nuestros iniciados, ya sean nacidos en Osadía o no.
Benzo se bajó de la cornisa e hizo un gesto hacia ella con las cejas enarcadas. El grupo de jóvenes osados que había junto al tejado intercambiaron miradas. A un lado estaba el chico de Erudición que antes había mirado mal a Violeta, la chica cordial, dos chicos veraces y una chica veraz. Solo eran seis. Uno de los osados dio un paso adelante, un chico bajo y delgaducho que sobresalía poco entre la multitud, pero que agitó los brazos pidiendo a sus amigos que lo animaran.
—¡Adelante, Mylo! —gritó otro osado, uno más alto y robusto que destacaba por sobre los demás, aunque su rostro era más amable que los del resto.
Mylo se subió a la cornisa de un salto, pero calculó mal y se inclinó hacia adelante, perdiendo el equilibrio. Chilló algo inentendible y desapareció. La chica veraz que estaba más cerca ahogó un grito y se tapó la boca con una mano, pero los amigos osados de Mylo solo rompieron a reír. Violeta tuvo que admitir que ese no era el momento heroico y dramático que el joven había planeado.
Benzo, sonriente, hizo otro gesto hacia el borde. Los nacidos en Osadía se pusieron en fila detrás de él, igual que el chico erudito y la chica cordial. Violeta sabía que debía unirse a ellos, que tenía que saltar sin importar cómo se sintiera. Se acercó a la cola, rígida, como si sus articulaciones fueran pernos oxidados. Benzo consultó su reloj y los hizo saltar a todos a intervalos de treinta segundos. La cola se fue reduciendo y disolviendo.
De repente, Violeta fue la única que quedó. Se subió a la cornisa y esperó la señal de Benzo. El sol se ponía detrás de los edificios, a lo lejos, aunque su silueta era irregular, no le resultaba familiar desde ese lado. La luz dorada brilló cerca del horizonte, y el viento subió con fuerza por el lateral del edificio, tirando de su ropa gris.
—Adelante —dijo Benzo.
Violeta cerró los ojos y se quedó paralizada, ni siquiera consiguió saltar, solo logró echarse hacia adelante y dejarse caer. Su estómago se desplomó y sus extremidades se agitaron en el aire en busca de algo, lo que fuera, a lo que aferrarse, pero no había nada, solo la caída, el aire y la frenética búsqueda del suelo. Entonces, cayó en una red.
La red la rodeó, envolviéndola en fuertes cuerdas. Unas manos la llamaron desde el borde y Violeta enganchó los dedos en la red y se impulsó hacia ellas. Aterrizó de pie en una plataforma, y una mujer de piel marrón oscura y nudillos magullados le sonrió: Ambessa.
—¡La estirada! —exclamó, dándole una palmada en la espalda que la hizo estremecer—. Me alegra ver que has llegado. Ve a unirte a tus compañeros iniciados. Seguro que Benzo baja dentro de un segundo.
Detrás de ella había un túnel de paredes rocosas. El complejo osado estaba bajo tierra. Violeta sonrió mentalmente ante el recuerdo de ella imaginándolo colgado de un edificio alto mediante cuerdas endebles: una de sus peores pesadillas hechas realidad. Intentó bajar los escalones y acercarse a los demás, parecía que sus piernas volvían a funcionar. La chica cordial le sonrió amablemente.
—Me sorprende lo divertido que ha sido —comentó—. Soy Morgana. ¿Estás bien?
—Parece que intenta no vomitar —dijo uno de los chicos veraces.
—Deja que ocurra, estirada —añadió otro veraz—. Nos encantará el espectáculo.
—¡Cerrad la boca! —soltó ella sin más. Sorprendentemente, le hicieron caso, y Violeta supuso que no era frecuente que una abnegada les mandara a callar.
Unos segundos después Benzo rodó fuera de la red, descendiendo con una expresión salvaje, despeinado y preparado para la siguiente acrobacia demencial. Pidió a todos los iniciados que se acercaran a él, y pronto se reunieron en semicírculo junto a la apertura del túnel. Benzo juntó las manos frente a él.
—Me llamo Benzo y soy vuestro instructor durante la iniciación. Yo me crié aquí y superé la iniciación hace años ya, lo que significa que me haré cargo de los recién llegados durante el tiempo que quiera. Que suerte tenéis. Casi toda la formación física de los nacidos en Osadía se hace por separado de los trasladados, de modo que los osados no partan por la mitad a los de fuera en las primeras horas... —los nacidos en Osadía que estaban al otro lado del semicírculo sonrieron con suficiencia—. Pero este año vamos a probar algo distinto. Los líderes osados y yo queremos ver si conocer vuestros miedos antes del entrenamiento os prepara mejor para el resto de la iniciación, así que antes incluso de que vayáis al comedor para la cena, vamos a conocernos mejor a nosotros mismos. Seguidme.
—¿Y si no quiero conocerme mejor? —preguntó Mylo.
Con solo una mirada, Benzo consiguió que este retrocediera de vuelta al grupo de nacidos en Osadía. Benzo no se parecía a nadie que Violeta conociera: era amable un segundo y severo al siguiente y, a veces, ambas cosas a la vez. La imagen de Vander apareció en su mente, pero ella la borró de inmediato, insegura de si el hombre podía llegar a ser así en lo absoluto.
Benzo los guió por el túnel, deteniéndose frente a una puerta empotrada en la pared y empujándola con el hombro. Lo siguieron hacia una habitación fría y húmeda con una ventana gigante en la pared de atrás. Las luces fluorescentes parpadearon sobre ellos, y Benzo se puso a traquetear una máquina que se parecía mucho a la de la prueba de aptitud. Otra habitación grande y vacía esperaba más allá de la ventana. Había cámaras en cada esquina y Violeta se preguntó si había cámaras por todo el complejo de Osadía.
—Esto es la sala de paisaje del miedo —explicó Benzo sin levantar la vista—. Un paisaje del miedo es una simulación en la que te enfrentas a tus peores miedos.
—¿Cómo es eso posible? —preguntó el erudito—. Tú no sabes cuáles son nuestros peores miedos.
—Finn, ¿no? —dijo Benzo—. Tienes razón, yo no sé cuáles son vuestros miedos, pero el suero que os voy a inyectar estimulará las partes de tu cerebro que procesan el miedo, y tú mismo serás el que haga aparecer los obstáculos de tu simulación, por así decirlo. Esta simulación se diferencia de la de prueba de aptitud en que serás consciente de que lo que ves no es real. Mientras tanto, yo estaré en la sala, controlando la simulación, y le ordenaré al programa integrado en el suero que pase al siguiente obstáculo cuando vuestra frecuencia cardíaca alcance un nivel correcto... Es decir, cuando os calméis y os enfrentéis a vuestro miedo de un modo significativo. Cuando os quedéis sin miedos, el programa finalizará y os "despertaréis" de nuevo en esta sala, conscientes de cuáles son vuestros temores.
Benzo cogió una de las jeringuillas que descansaban en la mesa atrás suyo y llamó a Finn.
—Permite que satisfaga tu curiosidad erudita —dijo—. Tú primero.
—Pero...
—Yo soy tu instructor —lo interrumpió Benzo tranquilamente—, así que te conviene hacerme caso.
Finn se quedó quieto un momento, después se quitó su chaqueta azul, doblándola por la mitad y dejándola en el respaldo de una silla. Sus movimientos eran lentos y pausados, Violeta sospechaba que para irritar a Benzo todo lo que pudiera. Finn se acercó, y Benzo le clavó la jeringuilla en la nuca casi con violencia. Después lo condujo hacia la habitación de al lado. Una vez que Finn estuvo de pie en el centro de la habitación que había detrás del cristal, Benzo se enchufo a la máquina de la simulación mediante electrodos y pulsó algo en la pantalla del ordenador que había detrás para iniciar el programa.
Finn estaba inmóvil, con las manos a los costados. Se les quedó mirando a través de la ventana y, un instante después, aunque no se había movido, parecía mirar otra cosa, como si hubiera comenzado la simulación. No gritaba, ni agitaba los brazos, ni lloraba como cabría esperar de alguien que se encuentra frente a sus miedos. Su frecuencia cardíaca no dejaba de subir en el monitor de Benzo, como un pájaro que alzaba el vuelo. Tenía miedo. Tenía miedo, pero ni siquiera se movía.
—¿Qué está pasando? —preguntó Morgana—. ¿Está funcionando?
Violeta asintió con la cabeza. Vio a Finn respirar hondo, hinchando la barriga, y soltando el aire por la nariz. Se le sacudió el cuerpo, temblando como si el suelo se estremeciera bajo sus pies, aunque seguía respirando despacio, tranquilo, mientras tensaba y relajaba los músculos cada pocos segundos, como si no dejara de tensarse por accidente y tuviera que corregir su error. Violeta observó su frecuencia cardíaca en el monitor de Benzo, vio que bajaba cada vez más hasta que Benzo tocó la pantalla y obligó al programa a seguir adelante.
Eso sucedió una y otra vez con cada miedo. Violeta contó los miedos a medida que avanzaban en silencio: diez, once, doce. Después, Benzo tocó la pantalla una última vez, y el cuerpo de Finn se relajó. Parpadeó lentamente y sonrió hacia la ventana, muy satisfecho. Violeta se dio cuenta de que los nacidos en Osadía, que siempre corrían a comentarlo todo, guardaban silencio. Eso debía de querer decir que lo que imaginaba era cierto: había que mantenerse alerta con Finn. Puede que incluso temerlo.
La atenta mirada de Violeta siguió a los demás iniciados durante más de una hora, viéndolos enfrentar sus miedos; corrían, saltaban, apuntaban con pistolas invisibles y, en algunos casos, se tumbaban boca abajo en el suelo y sollozaban. A veces intentó imaginar lo que veían, pero, en la mayor parte de las ocasiones, los enemigos a los que mantenían a raya eran secretos, solo los conocían ellos y Benzo.
Permaneció cerca de la parte de atrás de la sala, encogiéndose cada que Benzo llamó a alguien. De repente fue la única que quedaba en la habitación y Morgana estaba terminando, arrancada de su paisaje del miedo cuando se acurrucó contra la pared de atrás con la cabeza entre las manos. Se levantó con cara de agotamiento y salió del cuarto arrastrando los pies sin esperar a que Benzo le diera permiso. Benzo echó un vistazo a la última jeringuilla de la mesa y después miró a Violeta.
—Solo quedamos tú y yo, estirada —dijo—. Venga, terminemos de una vez.
Violeta se puso frente a él, apenas notando la aguja entrando en su cuello; nunca le habían dado miedo las inyecciones, aunque a algunos de los otros iniciados se les habían aguado los ojos. Entró en la habitación de al lado y se puso de cara a la ventana, que parecía un espejo desde esa parte.
El instante antes de que hiciera efecto la simulación, se vio como los demás debían de haberla visto: encorvada, enterrada en tela, tamaño promedio y huesuda, y ensangrentada. Intentó enderezarse y se sorprendió ante el cambio, se sorprendió por la sombra de fuerza que vio en sí misma justo antes de que desapareciera la habitación.
Las imágenes llenaron el espacio poco a poco: la silueta de los edificios de la ciudad; el agujero en la acera, siete plantas por debajo de ella; la línea de la cornisa bajo sus pies. El viento subió con fuerza por el lateral del edificio, con más potencia que cuando ella había estado allí en la vida real, y tiró tanto de su ropa que Violeta la notó azotándola desde todos los ángulos. Entonces, el edificio creció con ella encima, alejándose cada vez más del suelo. El agujero se selló y lo cubrió la dura acera.
Se apartó del borde, asustada, pero el viento no le permitió retroceder. El corazón le latía más deprisa al enfrentarse a la realidad de lo que debía de hacer: tenía que saltar de nuevo, aunque esa vez no sabía si sentiría dolor cuando se estrellara contra el suelo. Una tortita de estirada. Sacudió las manos, cerró los ojos con fuerza y gritó entre dientes. Después dejo que el viento la empujara y cayó deprisa, estrellándose contra el suelo. Un dolor intenso y cegador recorrió su cuerpo, aunque solo por un segundo.
Violeta se levantó y se limpió el polvo de la mejilla, a la espera del siguiente obstáculo. No tenía idea de lo que sería. No se había parado a pensar en sus miedos nunca, ni siquiera a meditar sobre lo que sería liberarse de ellos, conquistarlos. Se le ocurrió que, sin miedos, podría ser fuerte, poderosa, imparable. La idea la sedujo durante algunos segundos, justo antes de que algo golpeara con fuerza su espalda.
Entonces, algo la golpeó en el costado izquierdo, y en el derecho, y se vio metida en una caja que tenía su mismo tamaño. Al principio, la sorpresa la protegió del pánico; después respiró el aire estancado y se quedó mirando la oscuridad vacía mientras se comprimían sus entrañas. Ya no podía respirar. No lograba respirar. Se mordió el labio para no llorar: no quería que Benzo la viera llorar, no quería que le contara a los demás osados que era una cobarde.
Tenía que pensar; no podía pensar porque la caja la ahogaba. La pared que tenía en su espalda era la misma de sus recuerdos, de cuando era pequeña y la encerraban en la oscuridad del pasillo de arriba para castigarla. Nunca sabía cuándo acabaría el castigo, cuántas horas pasaría allí encerrada con monstruos imaginarios reptando por encima de ella, con el sonido de los sollozos de su hermana y las disculpas de su padre filtrándose a través de las paredes.
Golpeó sin parar la pared que tenía delante con las palmas de las manos, la arañó aunque las astillas se clavaron en la piel bajo sus uñas. Sacó los antebrazos y golpeó la caja con todo el peso de su cuerpo, una y otra vez, cerrando los ojos para fingir que no estaba allí, que no había regresado a ese lugar. «Dejadme salir, dejadme salir, dejadme salir...».
—¡Piénsalo bien, estirada! —el grito vino de ningún lugar en específico, pero la ayudó a recordar que era una simulación, haciendo que la familiaridad de aquella voz opacara el pánico.
¿Qué necesitaba para salir de aquella caja? Necesitaba una herramienta, algo más fuerte que ella. Notó un objeto junto a sus pies y se agachó para recogerlo; sin embargo, cuando lo hizo, la parte de arriba de la caja se movió con ella y ya no podía enderezarse. Tragó un grito y tocó con la punta de los dedos el extremo puntiagudo de una palanqueta. La metió entre las tablas que formaban la esquina izquierda de la caja y empujó con todas sus fuerzas. Todas las tablas se abrieron a la vez y cayeron al suelo, a su alrededor. Aliviada, Violeta respiró aire fresco.
—No te queremos aquí —la voz de Ambessa rompió el momento de tranquilidad, haciendo a Violeta girarse para enfrentar a la líder principal de Osadía, que a miraba con repudio.
—¿Qué? —cuestionó ella, sin entender de qué iba aquel miedo.
—No eres apta para Osadía, escoger nuestra facción ha sido un error. No te queremos aquí —reafirmó Ambessa, señalando hacia la puerta oscura sin nombre.
Ella lo entendió, su miedo de quedar sin facción, de no ser capaz de alcanzar los estándares de la facción más loca y exigente que conocía, de no ser suficiente aquí como no había sido suficiente en Abnegación. Debía ser un miedo nuevo, recién creado, pero era lo bastante fuerte como para aparecer en la simulación. No tenía opciones, aunque quisiera, su miedo era no poder pertenecer a Osadía, y la única forma de enfrentarlo era aceptarlo y caminar hacia su destino.
«Un paso tras otro», se recordó a sí misma mientras avanzaba por la habitación oscura hacia la puerta señalada. Su mano alcanzó la manilla y Violeta notó sus propios temblores, su decepción en sí misma. Ella había labrado aquel camino, era quien era, y si eso no era suficiente para Osadía, sería algo que tendría que enfrentar. Respirando hondo y tragando el nudo de su garganta, abrió la puerta y dio un paso hacia la oscuridad total.
Todo permaneció de esa manera unos segundos. Entonces, apareció una mujer frente a ella. No la reconocía. Iba de blanco y no pertenecía a ninguna facción. Violeta se acercó a ella, temiendo que esta fuera la continuación del miedo anterior en lugar de otro, hasta que delante de ella apareció una mesa con una pistola y una bala encima. Violeta frunció el ceño. ¿Eso era un miedo?
—¿Quién eres? —preguntó Violeta, y la mujer no contestó.
Quedó claro lo que se suponía que debía de hacer: cargar la pistola, disparar la bala. El terror empezó a apoderarse de ella, más potente que cualquier miedo. Se le resecó la boca, y cogió como pudo el arma y la bala. Nunca había sostenido una pistola, así que tardó unos segundos en averiguar cómo abrir la recámara. En esos segundos pensó en la luz que abandonaba sus ojos, en esa mujer a la que no conocía, a la que no conocía lo suficiente como para que le importara.
Tenía miedo... Tenía miedo de lo que le pedirían hacer en Osadía, de lo que ella querría hacer por quedarse allí, por pertenecer. Ese miedo no era una continuación del otro, pero sí estaba relacionado. Le daba miedo la violencia que podía ocultarse en su interior, la violencia forjada por su madre y por los años de silencio a los que la habían obligado su facción.
Metió la bala en la recámara y sostuvo el arma con ambas manos mientras notaba cómo le palpitaba el corte de la palma. Miró a la mujer a la cara. Le tembló el labio inferior y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo siento —murmuró, y disparó, viendo el agujero negro que abrió la bala en su cuerpo, y a la mujer cayendo al suelo y evaporándose en una nube de polvo al entrar en contacto con la superficie.
El polvo gris voló y, de repente, ya no estaba en una habitación oscura, sino en las calles de Abnegación, en el límite donde está Zaun, la zona de los abandonados. Había un almacén delante de ella y Violeta tiembló al ver a Powder, tan pequeña como la última vez que la vio, a metros suyos. Las lágrimas se desbordaron cuando se dio cuenta del motivo de este miedo en la mirada acusadora de su hermanita. No era solo la culpa, era el terror absoluto a preocuparse por alguien y no poder protegerlos, como había pasado con Powder y Silco.
—Por favor, Powder, ven conmigo —suplicó Violeta desesperada, extendiendo sus manos hacia la niña de cabellos oscuros.
—No puedes protegerme, Violeta, no puedes proteger a nadie —negó Powder, dando dos pasos hacia atrás—. No pudiste protegerme a mí.
La mano de Powder brilló, entre sus dedos ella sostenía un monito de juguete que destellaba con la luz azul del mecanismo mortal en su interior. Violeta quiso acercarse, pero Powder corrió lejos de ella, rápido, tanto que no podía seguirle el paso. La vio entrando al almacén vacío, observó a Silco a través de una ventana, se veía hablando con alguien más, una figura robusta a la que Violeta no lograba recordar del todo, y luego los rayos azul eléctrico rompiendo las paredes, todo llenándose de luz y el almacén explotando.
Sabía que correr hacia la explosión no serviría de nada, su miedo era no poder protegerlos, y la verdad era que no había podido. Su padre y su hermana estaban muertos. Violeta se agachó, recibiendo la onda expansiva con su cuerpo doblado sobre sí misma y respirando pesadamente, dejando que pasara, sintiendo el calor de las llamas, ignorando los gritos de su hermana y su padre, y aceptando su derrota. No podía protegerlos. No había podido protegerlos.
Todo quedó el silencio, el escenario alrededor suyo se calmó y el calor remitió, dejando un frío seco. Sin embargo, el terror no desapareció. Ella sabía lo que se avecinaba; lo notó creciendo en su interior. Maura no había aparecido todavía, y lo haría, Violeta estaba tan segura como lo estaba de su propio nombre, aun si renegaba de este. Del nombre de ambas.
Un círculo de luz la rodeó y, en el borde, ella vio unos zapatos grises gastados dando vueltas. Maura Lane entró en el círculo de luz, aunque no era como la Maura Lane que ella conocía. Esta tenía pozos oscuros por ojos y un agujero negro a modo de boca. Otra Maura Lane se puso a su lado y, poco después, a lo largo de todo el círculo aparecieron versiones cada vez más monstruosas de su madre para rodearla, con bocas abiertas y sin dientes, con cabezas inclinadas en ángulos extraños. Violeta cerró los puños. No era real, estaba claro que no era real.
La primera Maura desabrochó el cinturón de su falda y se lo sacó de la cintura, trabilla a trabilla, y, al hacerlo, también lo hicieron las demás Mauras. Mientras se los quitaban, los cinturones se convirtieron en cuerdas de metal con pinchos en los extremos. Arrastraron los cinturones dibujando líneas en el suelo, y sus lenguas negras aceitosas se deslizaron por los bordes de sus oscuras bocas. Las Mauras echaron hacia atrás las cuerdas todas a la vez, y Violeta gritó a pleno pulmón, protegiéndose la cabeza con los brazos entre temblores.
—Es por tu propio bien —dijeron las Mauras, combinando sus voces metálicas como si fueran un coro.
Dolor. Eso fue lo que sintió Violeta. Sintió como la desgarraban, la cortaban, la hacían jirones. Cayó de rodillas y apretó los brazos contra los oídos como si pudiera protegerse, pero nada podía protegerla, nada. Gritó una y otra vez, pero el dolor continuó, igual que su voz.
—¡No pienso permitir un comportamiento autocomplaciente en mi casa! ¡No he criado a una mentirosa!
«No puedo escucharla, no la escucharé».
En la mente de Violeta apareció, sin querer, la imagen de la escultura que le dio su padre. La vio donde la había dejado esa mañana, en su escritorio, y el dolor empezó a remitir. Concentró todos sus pensamientos en ella y en los otros objetos desperdigados por su dormitorio, rotos; en la tapa del baúl que arrancó de sus bisagras. Recordó las manos de su padre con dedos esbeltos cerrando el baúl con llave y entregándosela. Una a una, las voces fueron desapareciendo hasta que no quedó ninguna.
Violeta dejó caer los brazos al suelo, a la espera del siguiente obstáculo. Sus nudillos rozaron el frío piso de piedra, que estaba rugoso de la arenilla. Escuchó pisadas y se preparó para lo que se avecinaba, pero entonces distinguió una voz distinta, la voz de Benzo:
—¿Ya está? —preguntó, asombrado—. ¿No hay nada más? Dios mío, estirada.
Se detuvo a su lado y le ofreció una mano. Violeta la aceptó y dejó que la pusiera de pie. No lo miró, no quería ver su expresión. No quería que él supiera lo que sabe, no quería convertirse en la lamentable iniciada con una infancia destrozada.
—Deberíamos buscarte otro nombre —dijo Benzo, como si nada—. Algo más duro que Estirada. Como Navaja, Asesina o algo así —ante sus palabras, Violeta alzó la mirada y lo observó, viendo como esbozaba una sonrisa leve. Percibió algo de lástima en esa sonrisa, aunque no tanta como inicialmente había temido—. Yo tampoco quería decirle a la gente cómo me llamo —añadió—. Venga, vamos a comer algo.
Con la mano de Benzo sobre sus hombros, guiándola como soporte, Violeta se vio acompañada a la mesa de los iniciados cuando llegaron al comedor. Ya había unos cuantos osados sentados a las mesas de alrededor, y todos miraban al otro lado de la sala, donde los chefs tatuados y agujereados todavía estaban sirviendo la comida. El comedor era una caverna iluminada desde abajo mediante unas lámparas de luz blanca azulada que aportaban un resplandor espeluznante a todo lo que los rodeaba. Violeta se sentó en una de las sillas vacías.
—Oye, estirada, pareces a punto de desmayarte —comentó Finn, y uno de los chicos veraces sonrió.
—Todos habéis salido con vida —respondió Benzo, girándose hacia los iniciados y atrayendo toda la atención del comedor sobre sí mismo—. Enhorabuena, habéis sobrevivido al primer día de iniciación con distintos grados de éxito —sus ojos se enfocaron en Finn—. Sin embargo, nadie lo ha hecho tan bien como Vi, aquí presente —anunció, señalando a Violeta mientras hablaba, haciéndola fruncir el ceño.
«¿Vi? ¿Está hablando de mí?»
—Eh, Grayson —llamó Benzo, volviendo la cabeza atrás—. ¿Alguna vez gas oído hablar de alguien que solo tenga seis miedos en su paisaje?
—Lo último que oí es que el récord estaba en diez u once. ¿Por qué? —cuestionó ella.
—Tengo una trasladada con solo seis miedos —afirmó Benzo, orgulloso cuando Grayson señaló hacia Violeta y este asintió en confirmación.
—Tiene que ser un nuevo récord —comentó Grayson con fascinación.
—Bien hecho, Vi —dijo Benzo, palmeando el hombro de la mentada antes de inclinarse un poco más cerca para añadir—: Los romanos tenían una forma numérica más elocuente a la lengua que la nuestra —después se volvió y se fue a la mesa de Grayson.
Los demás iniciados se quedaron mirando hacia ella con los ojos muy abiertos y sin decir nada. Antes del paisaje del miedo, ella no era más que alguien a quien pisar para conseguir su entrada a Osadía. Ahora era como Finn: alguien ante quien estar alerta, podía incluso ser alguien a quien temer. Benzo le había dado algo más que un nombre nuevo: le había dado poder.
—¿Cuál era tu nombre de verdad? ¿Empezaba por L...? —preguntó Finn, entrecerrando los ojos como si supiera algo y no estuviera seguro de que fuera el momento para hacerlo público.
Era posible que los demás también la recordaran, habiendo escuchado su nombre vagamente de la Ceremonia de Elección, igual que ella recordaba los de ellos: como letras en un alfabeto, ocultos por una niebla nerviosa a la espera de sus turnos. Si ahora hacía algo que se les grabara, algo fuerte, si se hacía un osado tan memorable como fuera posible, quizá se salvaría de su pasado. Vaciló un momento, pero después apoyó los codos en la mesa y arqueó una ceja, mirándolo.
—Me llamo Vi —respondió sin titubeos—. Si me vueles a llamar estirada o cualquier otra cosa, tendremos un problema.
Finn puso los ojos en blanco, pero ella sabía que se lo había dejado claro. Tenía un nombre nuevo, lo que significaba que podía ser una persona nueva. Alguien que no permitía comentarios cortantes de sabelotodos eruditos. Alguien que podía responder. Alguien que, por fin, estaba preparada para luchar.
Vi.
*************
Fin de los extras jajajaja, espero sinceramente que les hayan gustado. Voy a explicar algunas cosas que no llegué a escribir porque no encajaban y eso significaba desviar el capítulo:
El cabello de Vi es castaño, ella luego se lo corta y tiñe de rosa. El cabello de Powder es negro, ya luego cuando su personaje aparezca de nuevo veréis otra versión de ella. Esto es para que fuera más realista todo, claramente, ya que Cait tiene el cabello azul por alteraciones genéticas que hizo Cassandra, algo que expliqué en un capítulo.
Morgana, la trasladada de cordialidad, es quien posteriormente se tiñe el pelo de morado y se hace enfermera. Sí, es la enfermera que cuidó a Cait y que permitió que Vi se colara en la enfermería, porque ellas habían salido antes y luego de romper habían quedado como amigas.
En los libros originales hay más extras de Cuatro, el personaje adoptado por Vi, si esto les ha gustado, puedo añadir dos extras más sobre Vi y su iniciación, profundizando en lo que he escrito aquí arriba, aunque eso sería mucho más adelante. Por el momento, la próxima actualización ya pertenecerá a Insurgente, el 2do libro de la trilogía.
Dicho esto, nos leemos pronto. Besos ♥️🙃
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