PRÓLOGO
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Sus ojos parpadearon, adaptándose al nuevo panorama. La luz inundó su vista y poco a poco se adaptó al lugar.
Estaba en el Domo, la nave intergaláctica que les había sido otorgada para llevar acabo su misión en el planeta Terra.
—Es hora de empezar —dijo Ajak, la Eterna Suprema que los había convocado en la misión por orden del mismo Arishem. Todos sabían que era un honor formar parte de aquel selecto grupo.
Todos nos posicionamos en nuestros puestos, enfrente de la estatua de Arishem, quien era el líder de todos los Eternos presentes. Al tocar su sitio, unas franjas doradas la envolvieron de pies a cabeza; sus brazos se llenaron de argollas doradas y su traje de combate color negro con dorado se adhirió a su piel. Notó que su traje parecía estar más ajustado de los que alguna vez había usado en el pasado, detallando su figura esbelta.
Sus ojos dorados buscaron entre sus nuevos compañeros. Ella no los conocía, ni de lejos. Por lo que un tanto distante, decidió ver por el cristal que le daría la vista a su nueva misión... la Terra.
Miró como el planeta parecía rodar en su propio Eje; muy lentamente. Miraba las manchas azules, verdes y marrones. No podía evitar llenarse de una extraña sensación que nunca había sentido, era algo cálido y fresco.
Alguien se colocó a su lado. Lo miró de reojo.
Era un hombre muy alto y corpulento, de silueta grande y difícil de ignorar. Él parecía no notar su presencia, estaba igual de hipnotizado a como había estado ella hace unos segundos atrás.
—¿No es hermoso? —le preguntó ella.
Él la miró, pero cuando la miró detalladamente, sus ojos se abrieron con asombro; como si no pudiera creer lo que estaba mirando. Su boca se entreabrió, pero rápidamente la cerró.
Dithea lo miró de lado, sus ojos chocando con los suyos.
—¿Sucede algo? —le preguntó al ver qué no contestaba, parecía estar en otra parte muy lejos de allí— ¿Puedes hablar? ¿Eres sordo?
El hombre parpadeó varias veces, saliendo de un trance. Era muy guapo, de altura imponente que tal vez sobrepasaba el uno ochenta, de brazos anchos y contextura robusta; una figura igual de tonificada a la de cualquier guerrero en Olimpia. Su cabello era castaño oscuro y era decorado con una sola hebra blanca que parecía caracterizar su postura recta, correcta.
No se dejó intimidar ante su belleza y rasgos varoniles. Había visto a hombres guapos toda su vida, cortejándola y tratando de engatusar sus sentidos.
Lástima que fuera un arma difícil de roer.
—Lo lamento —dijo finalmente, parecía conmocionado, pero igual trataba de ocultarlo: Dithea llevaba existiendo el tiempo suficiente para saber leer las expresiones faciales con demasiada facilidad—. Deberá disculparme, pero debe entender mi confusión. Me llamo Ikaris.
Dithea le sonrió con los labios brillando en carmesí, Ikaris enfocó su mirada en ese punto.
—Supongo que debería regresar vuestro leve coqueteo —expresó Dithea como si nada. Ikaris la miró curioso. No parecía avergonzado al haber sido descubierto—, pero no soy ese tipo de mujer. Deberá disculparme, pero me retiro —lo miró pensativamente antes de marcharse—. Soy Dithea —asintió hacia su dirección y después se marchó.
Pero mientras se iba contoneando las caderas (algo que tiempo después averiguó que era inconsciente), Dithea notó, desde la distancia, el hecho de que Ikaris dejó salir el aliento que había estado reteniendo.
Desde ese día en adelante, se dió cuenta que tenía un dominio único en todo el mundo.
El dominio del deseo. Un arma de doble filo.
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Atte.
Nix Snow.
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