Día Uno

Suspiré profundamente, a fin de insuflarme algo de ánimo, y recogí la pila de papeles acumulados en la esquina de la mesa con la intención de revisarlos. Detestaba ese tipo de limpiezas, entre otras cosas porque me parecían una pérdida de tiempo, pero los del Departamento de Recursos Humanos del Hospital General de Seúl, el mismo en dónde hacía poco había terminado mi formación como psicóloga clínica, acababan de llamarme y me habían dejado con la cara a cuadros y una sensación increíble de desastre mental en la cabeza.

Al parecer, me habían enviado una oferta de trabajo y estaban esperando mi contestación y yo no la había leído. Ay; pero qué cabeza. Ni siquiera recordaba haberla recibido.

Me acomodé las gafas, con las que ahora acostumbraba a trabajar, y abrí la pila por la mitad. A parte de varios artículos de investigación descabalados y de autorregistros de pacientes, encontré un par de diplomas de formación, la enorme tarjeta de felicitación que mis padres me habían mandado en mi último cumpleaños y un par de entradas para un concierto que ya había pasado y al que no había ido. El resto lo conformaban varios cuadernos de notas y bastantes solicitudes de estudiantes que habían pedido hacer sus prácticas en mi consulta.

Separé las peticiones y las amontoné. Había por lo menos cien.

"Me gustaría llegar a ser tan buena como usted." Leí un fragmento de la primera y el estómago se me puso del revés. "Quiero aprender".

Ya. Claro.

Por supuesto, sabía que dentro del sector había llamado mucho la atención que una persona como yo, de solo veinticinco años y recién titulada, hubiera conseguido el reconocimiento de Experto en Trastorno Mental Grave que se tardaba años en lograr. Por ese lado, entendía el interés en acudir a mi centro. Sin embargo, mis proyectos en torno a la necesidad de humanizar los ingresos en Psiquiatría y mis famosas terapias experimentales en trauma y disociación no eran nada en comparación con la curiosidad que les despertaba mi propia persona y eso, por desgracia, era lo que realmente marcaba cada una las solicitudes que tenía encima de la mesa.

Todos querían saber por qué, pese a ser simpática y aparentemente sociable, me había convertido en una persona solitaria que huía de las conferencias y rechazaba congresos. No entendían que hubiera dado de lado a mis amigos, que llevara años sin ir a casa de mi familia ni que me escabullera de los esfuerzos que hacían los que me había conocido en el pasado para intentar reintegrarme en un mundo que, a mis ojos, lucía como un ente muerto y sin ningún tipo de sentido. En definitiva, querían saber por qué había cambiado tanto.

Porque lo había hecho, ¿no? ¿O yo siempre había sido así?

"¿En qué casos está justificado saltarse el código ético?" continué leyendo. "Incumplir las normas es materia seria pero si sirve para el bien general, es correcto. Esa es una de las reflexiones de usted que más admiro. Por favor, admítame a su lado".

Rompí la hoja en trozos y la tiré a la basura y, cuando me quise dar cuenta, ya me había deshecho de toda la montaña y un sobre con el membrete del hospital se asomaba por entre las hojas de uno de mis cuadernos. Por fin. Ahí estaba la oferta.

"Día quinientos cinco". Abrí la libreta y mis ojos recorrieron sin querer la primeras líneas, escritas en tinta azul. "La Unidad de Larga Estancia de Tokyo ha rechazado por tercera vez mi solicitud como personal voluntario. La vez pasada argumentaron que no tenía suficiente manejo del idioma y esta vez, después de haberme tirado noches enteras estudiando japonés para dar la talla, dicen que mi carrera en Corea es incompatible con lo que pido. Estoy fatal. Ahora mismo me duele la cabeza, no puedo parar de llorar y no sé qué más puedo hacer para poder volver a verle".

Cerré la solapa y las letras, datadas hacía ya casi dos años, desaparecieron de mi vista. No quería recordar nada.

—¡Quiero que se me atienda ahora mismo!

La voz desquiciada de la señora Hwan, una de mis pacientes más demandantes, retumbó entonces desde la recepción y me sacó de mi ensimismamiento. Cielos; solo eran las ocho y media de la mañana y ya estaba ahí.

—¿Dónde está la Doctora Eun? —Mis pies volaron por la sala de espera—.¡Doctora Eun Mei Te! —exclamó, a gritos—. ¡No puedo más! ¡Necesito atención urgente! ¡Muy urgente!

Y cuándo no. Imaginaba que sería lo de siempre y que en realidad no estaría tan mal. Solo era una de esas personas necesitadas de atención que se desbordaba cuando no se la daban y soltaba un montón de dramatismos que le conllevaban continuos problemas con los demás. En pocas palabras, padecía un Trastorno Histriónico de Personalidad.

—Señora Hwan, ya le hemos dicho un montón de veces que no puede presentarse así.

La contestación me hizo frenar la carrera y asomarme al hall con disimulo. ¿Jimin estaba en su puesto? ¿Cuándo había llegado? Creí que me había dicho que le habían citado en comisaría para cambiarle la pulsera de seguimiento y que llegaría más tarde.

—¡¿Cómo que no puedo?! —La mujer continuó su cantinela—. ¡Yo puedo hacer lo que quiera y si estoy mal, estoy mal! —bufó—. ¡Llámala! ¡Llámala ahora mismo!

—La doctora está ocupada.

—¡Eso me da igual! —insistió ella, con medio cuerpo sobre el mueble recibidor y el puño cerrado sobre el tablero—. Tu solo llámala.

Jimin suspiró y tomó asiento frente al ordenador, esforzándose lo indecible por mantener los ojos en la pantalla y no tensar ni un músculo de sus dulcificadas facciones.

—¿Qué es lo que le ha ocurrido exactamente?

—¿Y qué te hace pensar que te lo voy a contar a ti? —Su interlocutora frunció el ceño— No, no. —Meneó el dedo índice como un péndulo—. Tu solo eres el auxiliar.

—Coterapeuta —corrigió él, y completó, en voz baja—: Soy su coterapeuta.

—¡Como sea! —La paciente respondió con un rimbombante manotazo en el aire—. ¡Haz tu trabajo y dile que venga! —persistió—. ¡Coméntale que estoy muy grave y que estoy pensando en suicidarme!

Por suerte para mí, Jimin no se movió. Desde luego, aquella señora suponía todo un reto a la templanza y no era nada fácil de contener.

—¿Es que no me has oído? —La pregunta retumbó en un deje tan desagradable que me resultó hasta ofensivo—. ¡Te he dicho que si no viene voy a matarme!

—¿Y cómo lo va a hacer?

—¿Qué? —La pregunta, formulada con naturalidad, dejó a la aludida sumida en un llamativo desconcierto—. ¿Cómo voy a hacer el qué?

—La primera vez que vino le explicamos que yo también fui paciente de Salud Mental, ¿no se acuerda?

La señora asintió, sin comprender.

—Mi pasado ha sido difícil y hecho cosas de las que no estoy orgulloso — continuó Jimin, buscando suavizar aún más su ya de por sí amable tono— . Intenté poner fin a mi vida tantas veces que no soy capaz de contarlas pero lo que sí que recuerdo es que siempre planificaba la forma en la que lo haría incluso semanas antes de hacerlo.

Los ojos de la mujer se abrieron desorbitadamente y la mandíbula se le desencajó. La auto revelación le había desmontado todos los esquemas.

—Por eso le he preguntado si ya lo visualizó —finalizó mi ayudante—. Porque si lo hizo voy a tener que llamar al hospital y...

—Bueno... —La interrupción no se hizo esperar—. Yo... —Me pareció que se retorcía las manos y me sonreí; ya estaba—. El caso es que no he llegado a esos extremos. Es decir, tengo problemas, si no no estaría aquí, pero ninguno es tan grave como para pensar en... —Se detuvo y, de repente, meneó la cabeza a ambos lados—. ¡Ay, no! ¡Yo no pienso en morir!

—¿Significa eso que ya no necesita la consulta de urgencia? —Mi compañero volvió a la cuestión inicial y sus ojos se convirtieron en un par de simpáticas rayitas—. No me quiero meter pero yo lo que le recomendaría es que reservara una hora para hablar con Mei con tranquilidad y poder profundizar como debe ser en esos problemas.

—Sí... —La señora Hwan parpadeó varias veces, aturdida—. Tienes razón, precioso.

El cambio radical me causó gracia pero tampoco me resultó nada nuevo. Jimin solía causar ese efecto en las personas y su historia era el espejo crudo de una realidad en el que ningún paciente deseaba mirarse. Por eso su papel en mis terapias se había vuelto tan importante.

—Oye... —La señora, ya con la tarjeta de citas en la mano, se inclinó de nuevo y esta vez me obligó a estirar el cuello para poder verla—. ¿Ya estás bien? —se interesó entonces—. ¿Verdad, tesoro, que te encuentras mejor?

—Me encuentro estupendamente. —El chico esbozó una radiante sonrisa de oreja a oreja—. Al igual que usted, yo también tuve la mejor de las ayudas.

La paciente esbozó un gesto de alivio y tres segundos después abandonaba la consulta, deshecha en un mar de reverencias de disculpa por las malas formas que no cesaron hasta que la puerta se cerró y el silencio volvió a reinar en el ambiente.

—Enhorabuena. —Salí de mi escondrijo—. Lo has hecho fenomenal.

El cabello rubio de Jimin se giró hacia mí.

—Hoy tampoco has desayunado, noona.

La inesperada apreciación me hizo morderme el labio. ¿Se había dado cuenta?

—Me he tomado un...

—Cuando me he levantado, no había ni un triste vaso en la cocina.

Vaya. Ya le había preocupado otra vez.

—Es que me he despertado a las cinco porque tenía muchos informes pendientes —me apresuré a explicar—. Y estaba tan dormida que no tenía ganas de preparar nada.

Mi interlocutor me observó largamente, masticando mis palabras en silencio, hasta que me acerqué.

—Pero estoy bien. De verdad lo estoy.

Su respuesta fue depositar encima del ordenador un envase transparente cargado de lo que parecía pollo picante con arroz. La boca se me abrió hasta el suelo. ¡Ay, madre!

—Lo he hecho antes de venir —aclaró, ante mi cara de estupefacción—. Si hubiera sabido que tenías que trabajar tan pronto me habría levantado contigo y lo hubiera preparado.

Por eso precisamente no se lo había dicho. Se suponía que era yo la que debía cuidarle a él y el hecho de que últimamente estuviera siendo al revés me inquietaba. Era extraño.

—¿Ya te has ido a cambiar la pulsera? —Me sacudí la rara sensación e intenté cambiar de tema—. ¿En cuánto tiempo tienes que volver?

Por desgracia no pudo responder. Las bisagras de la puerta volvieron a crujir y un par de agentes uniformados con el atuendo de la policía judicial irrumpieron en el rellano con la sequedad propia del que requisa una propiedad.

—Buenos días, doctora —saludó el primero antes de dirigirse a Jimin—. ¿Qué tal, señor Min? ¿Todo en orden en su trabajo en aras de la comunidad?

—Está cumpliendo a la perfección —me adelanté, más cortante que un cuchillo. Era insoportable tener a ese par husmeando en la clínica cada dos por tres—. ¿Me da ya el papel para que se lo firme?

—Hoy no hemos venido a supervisar el cumplimiento de condena del señor Min. —El oficial desplegó en el aire lo que parecía un requerimiento sellado y me lo sostuvo a la altura de los ojos—. El excelentísimo forense del juzgado número tres, Kim Wo Kum, quiere hablar con usted.

Arqueé una ceja. No había vuelto a saber nada de él desde...

No, aquello no podía ser bueno.

—¿Para qué? —quise saber—. ¿Ha pasado algo?

—¿No lo ha visto en las noticias? —El otro policía se adelantó y me miró como si yo perteneciera a otro planeta—. Tenemos un tarado suelto que se dedica a pesar corazones humanos en una balanza.

¿Que qué? Un regusto amargo me subió a la garganta y la mano de Jimin, temblorosa, buscó la mía.

No. Diablos, no. Yo no quería saber nada de mentes criminales ni de análisis de ningún tipo. No estaba preparada para meterme en algo así otra vez.

Todavía no.

Ahora no.

Un nuevo caso requiere de la atención de Mei pero ella no se siente capaz de afrontarlo y puede que tenga razón.
Hay monstruos que es mejor no despertar.

Te espero en la próxima actualización.
No te lo pierdas.

N/A:
En este capítulo quería reflejar la evolución de los protagonistas con respecto a la historia anterior ya que han pasado tres años y tenía que notarse. También quería aprovechar la presentación de Jimin para mostrar la importancia de un coterapeuta en el proceso de terapia de otros pacientes. Guiado por un profesional, un ex paciente es una de las motivaciones más fuertes para que otros cambien, ya sea porque les asuman como modelo a seguir o porque aprendan de ellos hacia dónde no se debe llegar.

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