Día Siete


(Voz narrativa: Jimin)

El estruendo de los cacharros en la cocina al caer me hizo incorporarme de un salto, medio desorientado como me ocurría cuando algo me despertaba abruptamente, y con un sudor frío recorriéndome la piel.

Ese sonido me recordaba a Daegu pero no estaba allí, ¿verdad? Retorcí la sábana. Repasé los cuadradillos verdes de las cortinas, la mesita con el despertador apagado que marcaba las nueve de la mañana y la cama deshecha junto a la mía. No, estaba en Seúl. En el único sitio que había llegado a considerar hogar. Al lado de Mei.

Me dejé caer en el colchón. Realmente estaba de los nervios. Empezaba a asociar cada pequeña cosa que sucedía a mi alrededor con mi infancia, en este caso, con el episodio de la alacena, un incidente ocurrido en la cocina de aquella finca de los horrores muchos años atrás, y no sabía qué hacer para pararlo. Mi monstruo interior comenzaba a despertar y amenazaba con engullirme.

Otra vez.

—¡Cielos!

La frustración de Mei me llegó acompañada de un estrépito de sartenes. Seguro que había cogido una de las de abajo sin quitar primero las de arriba y se le habían venido todas encima.

—¡Pero qué rayos es esta colocación del infierno!

Quise levantarme. Ayudarle a poner orden, buscar la paz que me daba su mirada y reírme con el divertido ceño fruncido que debía tener pero los músculos de las piernas no me permitieron moverme y terminé echándome la colcha sobre la cabeza, con las lágrimas a flor de piel.

No era buena idea que me viera así. Si de por sí últimamente me resultaba difícil disimular la ansiedad, ponerme delante de un montón de cacerolas desordenadas me dejaría mucho peor y, ¿qué pensaría ella si llegaba a enterarse de todo? ¿Qué diría? ¿Me odiaría?

"Voto porque te entendería, chico- desastre". Las palabras que Y.M me había escrito en el buzón de la web la noche anterior me revolvieron la cabeza. "Tu eres el único que se pone trabas para ser feliz".

La verdad, no lo tenía tan claro y, sin embargo, algo en mí estaba cambiando porque empezaba a desear que fuera así. Quería pensar que había estado viviendo equivocado y que no me merecía un castigo eterno. Que el único problema era mi negatividad, mi culpa y mi autodesprecio. Al fin y al cabo, ellos habían sido los que me habían llevado a intentar suicidarme. Los que me había obligado a hacer de todo, a mentir y a convertirme en el reflejo de lo que nunca había querido ser.

Todo había empezado mucho antes de la muerte de mi padre.

En ese entonces yo tenía seis años y estaba fascinado por la destreza de un chef que salía por televisión así que una tarde aproveché que mamá había salido a comprar y que mi hermano estaba haciendo un trabajo de clase para entrar en la cocina, prender los fuegos y ponerme a experimentar con una cacerola.

Recordaba que había preparado un buen mejunge con lo que había pillado en la nevera y que había tenido que subirme en un taburete para poder removerlo, con la emoción infantil de creer estar creando una obra de arte y las mejillas ardiendo a causa de la cocción. Y también recordaba que el fuerte tirón de pelo que me había sobrevenido me había hecho comprender que había sido un estúpido y que en mi situación no tenía derecho a nada salvo, quizás, a dar gracias por estar vivo.

—¿Acaso estás jugando con la comida, pequeño mierdecilla? —La sensación de ansiedad al escuchar a mi padre había sido enorme; enorme y terrorífica—. ¿Crees que eso está bien? —Me jaloneó y las lágrimas se me saltaron—. ¡¿Crees que eso está bien?!

No respondí. No sabía qué decirle y tampoco podía pensar porque un intenso ardor me empezaba a azotar en la cara.

—Papá... —Me descubrí a pocos centímetros de la placa y el miedo me atenazó las tripas—. Papá, perdón... —gimoteé—. Perdón, papá...

—¿Acaso no te he dicho ya mil veces que no llores? —Él, claro, lo que hizo fue empujarme aún más hacia el fuego—. Niño escandaloso, ¿cuántas veces te tengo que explicar que esa manía es una asquerosa debilidad? —Se inclinó sobre mí y su pestilente aliento se me volcó en la oreja—. Llora solo cuando desees conseguir algo de alguien.

—Papá...

Apreté los ojos. Iba a quemarme. Lo iba a hacer ¡Ay, lo iba hacer!

—Papá...

Fue entonces cuando la alacena de las cacerolas se vino abajo y las sartenes y demás útiles que descansaban en las baldas se desperdigaron por el suelo, haciéndome estallar los tímpanos. Papá me soltó. Perdí el equilibrio y el taburete se tambaleó bajo mis pies. Caí de espaldas.

—¿¡Y ahora qué!? —La figura amenazante de aquel tipo despreciable buscó el origen del desastre—. ¿¡Qué!?

—Siento el ruido, appa.

El pecho me estalló en angustia cuando vi a Yoon Gi, de pie junto a la alacena, tirar deliberadamente la última de las sartenes a los pies de mi agresor.

—Sé que te disgusta pero tampoco soportas el polvo y en este mueble había demasiado. —El corazón se me puso en la garganta; ¡pero qué estaba haciendo! —Lo he tenido que vaciar para poder limpiarlo.

—¿Polvo? —La ingeniosa respuesta le pilló de sorpresa porque parpadeó, confuso—. ¿Dices que tenían polvo? —El aludido asintió y yo aguanté la respiración—. ¿Y lo vas a limpiar ahora?

—Sí, appa.

Se hizo el silencio. Papá asintió despacio, como si masticara lo que acababa de oír, le dio un puntapié a una de las cacerolas e hizo el amago de marcharse pero, cuando yo ya estaba a punto de saltar de júbilo, aliviado al pensar que lo peor había pasado, volvió sobre sus pasos y en tres segundos había enganchado a mi hermano del cuello y lo levantaba en el aire como si fuera una pluma.

—¡Estás dando la cara otra vez por este mierdecilla! —Le zarandeó pero él se las arregló para no emitir ni un solo sonido—. ¿¡Por qué lo haces, joder?! —exclamó, agraviado—. ¡Métete de una vez en la puta cabeza que no hay que dar nunca a nadie nada porque nadie te dará nada a ti!

Le tiró al suelo y, acto seguido, le estrelló de bocas contra la olla ultrarrápida. El golpe le dejó mareado, retorciéndose, y un hilo sangre se le resbaló por la mandíbula.

—Her...

Gateé hacia él, gimiendo como un desesperado, y estiré la mano hacia la suya hasta rozarla. Ay. No, no, no.

—Hermano...

—Vete —Su susurro, casi imperceptible, me empañó los ojos—. Corre y escóndete.

—¡Pero qué cojones estás murmurando! —Papá se quitó el cinturón y lo alzó en el aire—. ¡Si lo que quieres es sufrir el castigo por él no seré yo el que te lo impida!

Descargó la correa. Los dedos de Yoon Gi perdieron fuerza y me soltaron y la angustia, la más grande que nunca había experimentado hasta entonces, me hizo convulsionar.

—¿Qué te parece, pequeño listillo? —La voz de papá retumbó atronadora—. ¡Óyeme bien! ¡Cuando menos te lo esperes esta escoria al que llamas hermano te traicionará porque así de despreciables son los seres humanos!

El cuero volvió a descargarse. Basta. Empecé a marearme. Basta. Todo se tornó confuso. ¡Basta! Dejé de ver y escuchar. ¡Por favor, ya basta!

No supe cuánto duró aquéllo pero no me atreví a moverme hasta que dejé de escuchar los chasquidos y el silencio se adueñó de la habitación. Mi hermano, con la ropa rota y lleno de surcos rojizos en brazos, torso y piernas, quedó tumbado boca arriba, empapado en sudor y lágrimas y Papá, por fin, se apartó de él y se arrodilló frente a mí.

—Todo es culpa tuya, niño del infierno. —Su labios se movieron en una mueca de desprecio—. No eres más que un desastre que vive para causar desastres.

Sí...

Sí, Papá.

"Por lo que cuentas, ambos sufristeis lo mismo". Los mensajes de mi desconocido amigo de la web volvieron a hacerse hueco entre mis pensamientos. "¿Por qué va a tener más derecho ahora él que tu a ser dichoso? ¿Acaso te parece justo que, después desvivirte años por tu amor, te lo arrebate como si nada?"

Bueno, a decir verdad...

"¿Cómo te sientes cuando los ves juntos?"

Mal. Peor que si mi padre me hubiera clavado uno de sus destornilladores en la garganta. Lo había comprobado cuando había entrado a hurtadillas en las dependencias de la fiscalía y había encontrado a Mei en una de las habitaciones, sentada en la cama, observando con los ojos cargados de preocupación cómo mi hermano, aletargado por la inyección, intentaba incorporarse y recostarse contra la pared.

—¿Entonces quieres someterte a una sesión de exposición? —Si ya me dolía palpar la conexión que se respiraba entre ellos, la sugerencia me puso los pelos de punta—. Tu mente está bajo una fuerte represión y sería como si te enfrentaras a la disociación por primera vez.

—Lo sé.

Me pegué al marco. No. No podían hacer eso. El pasado debía quedarse en el pasado. De ninguna manera se podía remover.

—Tu primera sesión no fue bien —continuó ella—. Te clavaste unas tijeras en el estómago.

—Sí, tuve oportunidad de leerlo en alguna parte.

—¿Y entonces? —Mei arqueó la ceja—. ¿No te importa?

—No especialmente. —Mi hermano se encogió de hombros y se colocó la almohada en la espalda—. No es peor que vivir con un puto agujero negro en la cabeza y, además, no se me ocurre nada mejor para comprobar si existe alguna asociación entre la muerte de esas dos chicas y Kim Shin Hye.

No. No, Yoon Gi, no. Eso era lo que su personalidad enferma quería. Liar las cosas. Hacernos daño. Generar caos.

—Yo no creo que sea bueno que lo hagas. —Escuchar a Mei oponerse me alivió un poco—. Tu represión boicotearía todo y no hemos trabajado ni el vínculo terapeútico ni los anclajes que necesitas para no perderte en la angustia que te provocaré.

—¿En serio me estás hablando de vínculos? —La contraparte no tardó ni un segundo en replicar—. Y, ¿anclajes? ¿Pero qué chorradas son esas?

—Lo que tu llamas "chorradas" son los aspectos esenciales que permiten que...

—Cuando estaba en Tokyo tenía un cuaderno escondido bajo el colchón en el que solía apuntar lo que ocurría a mi alrededor por si se me olvidaba. —La voz con la que la interrumpió sonó abatida—. En la parte de atrás había pegado un calendario y, cada mañana, al levantarme, lo primero que hacía era tachar el día de turno. Era una costumbre, una de esas cosas que uno hace en automático y que no se cuestiona.

Una noche uno de los vigilante de seguridad me pilló el cuaderno en una de sus revisiones y me lo confiscó. Al día siguiente desperté con el espejo del baño roto y el calendario grabado en la pared y fue cuestión de minutos que la directora del centro, la Doctora Yamamoto, me mandara llamar a su despacho para enseñarme lo que las cámaras de la habitación habían grabado. Yo, claro, no me acordaba de nada pero me había levantado a las cuatro de la mañana, había roto el espejo con el codo y había utilizado los trozos para rasgar la cal.

—Esto debe ser algo muy importante para ti. —La Doctora es una persona que lleva a cuestas el eslogan "paz y amor" así que, lejos de reprenderme, me devolvió la libreta—. ¿Qué significa?

—Nada. —Me deslicé en el asiento, con mi desinterés habitual—. Solo recuento los días que me quedan en el "País de las Maravillas" porque me aburro.

—Ya veo. —Ella se recargó hacia atrás—. Si es así entonces, ¿quién es Mei?

Levanté la vista. No lo sabía.

—Es lo que le dijiste al enfermero que te inyectó para que soltaras el espejo —me explicó y, acto seguido, recitó mis propias palabras—: "Quinientos tres, Mei. Ya son quinientos tres".

La aludida desvió la vista a las sábanas.

—Todavía no he descubierto lo que significa el calendario pero, después de conocerte en el hospital, me sorprendí a mí mismo contando las horas que faltaban para poder volver a verte y eso es algo que nunca me había pasado. —Se aproximó a ella y yo me sentí morir por dentro—. Por favor, Mei, deja de dar rodeos y de buscar excusas y dime la verdad. —Su susurro apenas me llegó—. Dime que no he empezado a delirar y que eres quien creo que eres.

Dejé de respirar. Una mano invisible me estrujó el corazón.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque no estoy segura de poder manejar una represión tan grave como la tuya. —Me pareció que se esforzaba por contener las lágrimas—. Nunca he visto un estado semejante y, hasta donde sé, puede empeorar todavía más si no eres tu mismo el que recupera los recuerdos.

Levantó la cabeza y sus ojos se fundieron con los de él.

—Que pueda empeorar no significa que tenga que pasar.

—Yoon Gi... —Mei agitó la cabeza a ambos lados, despacio—. No te arriesgues. Por favor, no lo hagas.

Mi hermano suspiró profundamente y, por fin, se apartó y regresó a su lugar junto a la almohada.

—Está bien, lo entiendo. —No me había dado cuenta de lo rígido que me había quedado hasta que su aceptación me desinfló los músculos—. Centrémonos entonces en el hecho de que me considero perfectamente capaz de hacer una valiosa sesión que puede ayudar mucho a tu investigación y dejemos que mi memoria vuelva sola cuando quiera, si es que quiere. —Desvió la vista al techo—. Total, si no vuelve tampoco me voy a pillar la depresión del siglo. Puedo quedarme a tu lado y esperar a que todo surja de nuevo.

"Como dos imanes que, por mucho que los separes, tenderán a unirse cuando se encuentren". La conclusión de Y. M fue la misma que la mía. "Sin embargo, están lejos de ser la pareja perfecta. Ninguno de los dos sabe lo que se siente al amar a quien no te mira".

"¿Estás diciendo que lo suyo no es un amor correcto?"

"Eso es, mi querido chico- desastre, y, por lo tanto, no debe seguir". Fue la respuesta. "Podrías aprovechar tu apodo y organizar un desastre, ¿no te parece? Ya sabes que en el amor todo está permitido si existe un fin justificado".

Ya. Papá lo había dicho. Que yo solo era un desastre que causaba desastres.

Ese era el verdadero monstruo que me había estado acompañando cada día y que Mei había conseguido aletargar. Y ahora había llegado el momento de mostrarle, de soltarlo y de dejar que me engullera.

Otra vez.

Sí, otra vez.

Porque todo valía. Todo estaba justificado si el objetivo era bueno y el mío lo era. No había tiempo que perder.

Sabía lo que tenía que hacer.

¿Quieres saber lo que Jimin tiene en mente?
¿Qué duerme bajo la disociación de Yoon Gi?
¿Lo que ocurrirá con Tae Hyung?

Entonces no te pierdas la próxima actualización.
Nos vemos.

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