Día Nueve: Terapia Narrativa (Segunda Parte)
(Voz narrativa: Yoon Gi)
—Esto no se trata de lo que puedas o no soportar. —Le entiendo, claro que sí, pero después de la que he montado no creo que mi estado mental sea negociable—. Has visto lo que le he hecho a Dan. Podría hacerle lo mismo a una persona.
—No, eso no... —La voz se le quiebra—. No va a pasar. —Se esfuerza por coger aire—. Por favor, por favor, Hyung, te lo suplico. No hables con mamá. No le digas nada.
Joder; Jimin. Está tan abrumado que, o bien no procesa la gravedad de la situación o, si lo hace, el miedo que tiene a estar solo le puede más que cualquier otra cosa. Entre la muerte de sus padres, el tiempo que pasó en el centro de acogida y que mi familia es tan desastrosa que el único que está a su lado soy yo, ha desarrollado un pánico tremendo al abandono.
—Yo limpiaré el sótano y me aseguraré de controlarte —prosigue—. Lo haré, por eso no te preocupes, y también me ocuparé de solucionar lo de Shin Hye.
—No seas idiota. —No quiero sonar desagradable pero tomar conciencia de mi nueva afición, a lo Jack el destripador, me ha dejado peor que la mierda—. Esto es un problema mío y tu no pintas nada en él. —Y añado, por si las dudas—: Además, no podrías vigilarme. Te daría mucha ansiedad y, como quiera, no conseguirías pararme.
Agacha la cabeza y sus ojos se pierden en la oscuridad del suelo.
—A lo mejor sí —replica—. Tendría que intentarlo.
—Me niego.
Un denso silencio asfixia el lugar. Me he pasado de contundente y, como no le queda más que objetar, regresa al llanto y sus hipos entrecortados me taladran la sien. Mierda; hermano. Bajo las escaleras. Daría cualquier cosa por evitar poner los pies otra vez allí pero no quiero dejarle sollozando a oscuras delante del perro y él no parece tener ninguna intención de subir.
—Gracias por aceptarme incluso después de ver lo que hago. —Me esfuerzo por suavizarme mientras acaricio con la goma de la zapatilla el último escalón—. Tenerte es para mí un regalo enorme pero ha llegado el momento de que empieces a mirar por ti y te olvides un poco del pirado de tu hermano.
—Pero yo quiero estar contigo —insiste—. Es lo único que quiero.
—No es bueno que lo bases todo en mí.
—Es que... —Se repliega aún más y media cabeza desaparece tras su camiseta deportiva—. Te lo debo todo. —La voz se le torna un susurro que apenas entiendo—. Y, además, lo prometimos de niños. Dijimos que estaríamos juntos... Que íbamos a estar bien...
Ya, esa es una de las pocas cosas que recuerdo de mi primera infancia. Fue el día en el que me desperté en la cama, con la cabeza vendada y la mente en blanco, después de perder el conocimiento tras precipitarme por las mismas escaleras en las que ahora estamos.
—Y lo haremos —recojo la idea—. Vamos a estar fenomenal y a ser muy felices juntos después de que vaya al hospital y acabe con la manía que me ha entrado por cortarle la cabeza a nuestras mascotas.
—No, Hyung, no podremos estar bien. Saldrá todo.
¿Cómo? Entonces mis intenciones de poner remedio llegan tarde. Un escalofrío me recorre la espalda. Algo hice. Joder; ¡algo hice y él lo sabe! ¿No será...? La garganta se me seca. ¿Yo... ? Las paredes giran a mi alrededor. ¿Le hice lo mismo que a Dan a alguien más? ¿A una... ? Mierda. ¿A una persona?
—Nada de esto estaría pasando si Shin Hye no hubiera entrado aquí. —Las palabras de mi hermano me llegan huecas, como dichas por megafonía—. No me hizo caso. Le pedí amablemente que se alejara pero no me escuchó y ahora tengo que arreglarlo.
Todo se envuelve en una extraña bruma que me aturde y dejo de pensar con claridad. La sombra de Jimin entra en el sótano, salta por encima de los restos de Dan y, sin atender al festival de sangre, empieza a rebuscar en el armario de las herramientas de papá.
—¿Qué haces?
No contesta. Está demasiado concentrado tirando las baldas abajo y, durante unos instantes, yo también me quedo absorto, meditando a cerca de la cantidad de cosas que hay metidas ahí. Distingo útiles de pintura, de albañilería y de carpintería. Clavos de todos los tamaños, alcayatas y tornillos. También una sierra que, por cierto, es estupenda para separar los tendones de los huesos. Y un hacha, imprescindible si se quiere seccionar la cabeza, aunque para ello hay que imprimir bastante fuerza.
Seccionar. Desmembrar. Suena atrayente y...
Varias latas y tres cajas de clavos aterrizan en el charco de sangre coagulada de Dan y el sonido me descentra de la sarta de sandeces que me patinan por la mente. Una linterna se desliza a trompicones hasta mis pies. El martillo y algunos destornilladores tintinean al estrellarse a mi alrededor.
—¿Buscas algo? —insisto.
—No puedo permitir que hable. —Es todo lo que me responde— No puedo. No puedo, no puedo, no puedo. ¡No puedo!
Coge el hacha. Se da la vuelta. El brillo del mental me recuerda que yo también la tuve entre entre la manos. Puta madre. ¿Qué mierdas va a hacer?
—Suelta eso —le ordeno—. No seas agonías y reflexiona un momento.
Me ignora e intenta salir. Le intercepto.
—Te he dicho que lo sueltes.
—¿Por qué? —Sus ojos reflejan angustia y decepción a partes iguales—. ¿La vas a defender? —pregunta pero, antes de que pueda aclararle que quien me preocupa no es la niña sino él, añade—: ¿Es que te gusta, Hyung? ¿La prefieres antes que a mí?
—Estás diciendo estupideces.
—Puede que lo haga pero así es como me siento —continúa, cada vez más histérico—. No quiero que te guste... No quiero que te guste nadie... Y... Además... Además, ella te va a acusar y... ¡Le dirá a todos lo que ha visto y provocará que Hoseok hable también!
—¿Y qué? —No entiendo nada pero lo que sí sé es que, digan lo que digan, me trae al fresco—. Me da igual.
—¡Pero a mí no! —La tez se le enrojece— ¡No voy a quedarme sentado viendo cómo te encierran! ¡No estoy dispuesto! ¡No vas a sufrir y no te vas a separar de mí!
Intento arrebatarle el hacha. Sin embargo, me siento lento, como flotando sobre una nube, y mi esfuerzo se convierte en un forcejeo inútil. Jimin se revuelve y me empuja. Caigo sobre el charco de sangre. El rojo oscuro y maloliente me tiñe de oscuridad las manos y las rodillas y los ojos de Dan, redondos como dos canicas amarillentas, se me quedan mirando sin expresión.
—¡Nadie va a decir nada! —Las palabras se pierden escaleras arriba—. ¡Y no te irás! ¡No te irás! ¡Puedo con todo menos con eso! ¡Con todo menos con eso!
La respiración se me corta. No, no puede ser. No me lo creo. Tengo que ir por él. Tengo que pararle. Tengo que...
Tengo que...
Me descubro corriendo como un loco, persiguiéndole por el pasillo sin controlar las piernas y, lo que es aún extraño, sin sentir nada. Por eso no noto las patadas que mi hermano trata de darme cuando le agarro, ni el frío de la pared en los brazos al lanzarle contra ella ni tampoco la tensión de la mano al asirle del cabello y arrebatarle la herramienta de un tirón antes de tirarla contra el suelo. Estoy anestesiado.
—No te haces una idea de lo mal que llevo la mala educación. —Creo que me acerco a su oído pero al mismo tiempo sé que no soy yo—. ¿Yoon Gi te pide, con toda la preocupación del mundo, que sueltes el hacha y tu vas y le tiras al suelo?
Jimin gime y trata de darme un pisotón, sin éxito.
—No, no, no, rubito llorón, a eso lo llamo yo tener poca clase.
—Hyung... —Jimin se desinfla y y toda su rabia se transforma como por arte de magia en miedo—. Hyung, no... Por favor... Soy yo... Por favor...
—¿Sabes, mocosete? —me burlo—. Estoy pensando en hacer un álbum de fotos. Lo voy a titular "redención de la mediocridad". ¿Te gustaría participar?
No. Basta. No quiero hacerle daño.
Le suelto. Intenta huir pero sale despedido hacia delante, tropieza con la tela de la alfombra y se da contra el sillón. La voluntad se me eclipsa otra vez. Voy tras él, le agarro por la camiseta y le obligo a ponerse en pie y, a continuación, le estampo sin miramientos contra la pared, justo al lado del reloj, que tiembla. Sin embargo, se las apaña para darse da vuelta y termina estrellándome contra la vitrina de la vajilla.
Caigo de espaldas. Noto los pinchazos de los restos de loza al clavárseme en la piel y el peso de mi hermano sobre mí, tratando de inmovilizarme mientras me grita que reaccione y me suplica que le deje hacer lo que "se debe hacer" porque, aunque sabe que está mal, está dispuesto a pagar toda su vida con tal de que yo no me vaya.
Desde luego, mira que es egoísta. Y molesto. Muy molesto. Ese rubito torpón...
Mis dedos encuentran la superficie resbaladiza y dura de un enorme fragmento de cristal y, sin pensármelo, lo empuño y le corto el abdomen en horizontal, presionando lo más profundo que me permite mi incómoda posición. El niñito bobalicón palidece y se arrastra hacia atrás, con las manos empapadas en su propia sangre y el rostro lívido, pero no grita y se limita a apoyarse en el sofá para incorporarse y huir.
—Hyung...
Qué lamentable. Ya empieza otra vez.
—Hyung, reacciona... No puedes seguir así... Comprende que no puedes...
El comentario me resulta gracioso y esbozo una mueca irónica. Hace un segundo no quería que Yoon Gi recibiera ayuda pero, claro, cuando el peligro es propio todo se ve diferente, ¿verdad?
—¡Ah, cuánta tediosidad! —me mofo—. ¿Ya te vas a poner a hacer pucheros otra vez? No te ofendas, hermanito inocente, pero me parece que eres tu el que no puede seguir así.
Su respuesta es correr, como puede, detrás de la puerta, en donde se guarda la máquina de limpieza a vapor para que no estorbe el paso. La acciona y un espeso vaho caliente asfixia el lugar.
—Ay, de verdad, si serás chapucero. ¿Crees que así vas a cambiar algo, chiquitín?
—No —reconoce—. Pero te quiero demasiado como para no intentarlo.
Sé que esgrime la manguera contra mí y me quema el hombro. Lo noto pero no lo veo porque, de golpe y porrazo, todo desparece y me descubro otra vez en el sótano, solo y clavado como una estatua, con las llaves en la mano y la mirada incrédula sobre el rostro inerte de aquella niña que lo único que quiso fue acercarse a mí.
Lo hizo.
Al final lo hizo.
Jimin....
¿Por qué? ¿Por qué? ¡¿Por qué?!
Me hinco de rodillas. Todas las personas que me conocen o terminan desquiciados, como Hoseok o mi hermano, o mueren de forma violenta, como "ella".
"Ella".
El dolor pesa demasiado. Me ahoga. Necesito borrarlo. Tengo que olvidarme de lo que sé, de lo que viví y de lo que perdí. De todo o no podré permanecer en pie. No podré.
—¿Has oído hablar de la Kudu? —Un tacto suave me cosquillea el brazo—. Es una especie de rosa que crece en el desierto.
Levanto la cabeza. Es alucinante. Noto el contacto y escucho perfectamente pero no hay nadie.
—Siempre me ha parecido asombroso que unas flores tan hermosas puedan emerger de un lugar yermo —continúa—. Con semejantes condiciones climáticas parece imposible.
—Ese símil lo conozco. —Me enjuago los ojos; ¿quién es? ¿Quién me habla? No parece ser de mi cabeza—. Quieres darme a entender que no me deprima porque las cosas más bellas pueden crecer en medio de adversidad.
—En realidad iba a preguntarte si, como la Kudu, has encontrado alguna vez agua en medio de la arena para crecer.
Me rasco la nuca. La verdad, ni idea. Estoy en blanco.
—¿Quién eres?
—Mei.
Mei...
—¿Has encontrado agua en el desierto?
—No lo sé. —Admitirlo pesa—. No recuerdo nada.
—Hay personas que escriben lo que hacen para no olvidar.
Me concentro en la sensación que me producen sus palabras. Su timbre me encanta y, por alguna razón, me hace sentir menos jodido.
—Desarrollan una línea de vida a base de apuntes, como los capitanes de los barcos pesqueros cuando trazan una ruta en su cuaderno de viaje.
—Esa es una coincidencia bastante curiosa —reflexiono—. Yo también tengo un cuaderno que uso para apuntar sucesos y hacer calendarios en los que tachar los días a medida que van pasando. Lo apodé Bitácora, precisamente como la de los barcos, aunque no fue un título meditado.
"Bitacóra de Yoon Gi".
Mi propio eco me deja en suspenso. ¿Sí lo fue?
"Así que usas la memoria sensorial". Me recuerdo sentado en la cama de mi habitación, frente a una chica de cabello largo que mantiene la mirada perdida en la colcha azul que cubre el colchón. "La disociación te anestesia y tu buscas recuerdos que te evoquen emociones positivas para no olvidar que eres capaz de sentir cosas buenas, por decirlo de alguna manera".
"Yo lo llamo anclaje". La respuesta de ella emerge en mi memoria como una tubería desatascada. "Puntos de anclaje a la realidad".
"Creo que ahora sí que tengo un anclaje pero no es una idea o una imagen sino una persona".
—¿Y dónde escribes? —Mi extraña acompañante sigue hablando —. La mayoría lo hace en un escritorio, tras la intimidad de las paredes de su dormitorio.
Evocar la mesa de mi cuarto me hace verme en el pasillo mirando la puerta cerrada, valorando la adecuación de llamar con el corazón latiendo a mil por hora, mientras un policía acomodado al fondo, en la entrada del salón, se entretiene el móvil.
—Yo no uso escritorio. —Me palpo la ropa, el pelo y los zapatos; no sé por qué tengo la vaga idea de que haciendo eso puedo llegar a ver más allá—. Me gusta leer y escribir en la cama.
—Eso es genial pero en el hospital no creo que puedas hacerlo.
Lo sé. Esos auxiliares cotillas me regañarían en cuanto dejaran de chismear y atendieran a las imágenes de las cámaras de seguridad y Seok Jin, el psiquatra narcisista, sería capaz de inyectarme una dosis doble como castigo solo por sus presumidas narices. De hecho, ya hizo algo parecido. Después de que ese paciente con demencia atacara a Mei, me dejó idiotizado por completo, dormitando como una marmota, hasta que ella fue a verme y...
Mei.
"¿Sigues empeñada en ser mi psicóloga?" Un nuevo fogonazo me sobreviene, esta vez con más claridad. "Es decir, ¿el intocable y sagrado código ético sigue vigente en tu cabeza?"
"No. Debería pero no".
Código ético. Psicóloga y paciente hasta el alta. Ese era el acuerdo que acepté aunque no estaba para nada conforme con la idea.
"¿Y entonces por qué no has corrido hacia mí, como dijiste que harías?".
—Mei. — El pulso se me acelera como un tambor—. ¿Por qué no..? —repito la pregunta que aún me retumba—. ¿Por qué no corres hacia mí como dijiste que harías?
—Por la misma razón que tu tampoco lo has hecho.
"Bitácora de Yoon Gi: Serán tres mil seiscientos setenta días los que te amaré".
Es "ella". Joder; lo es. ¡Es "ella"!
No le pasó nada. La reanimé en el suelo de la cocina antes de avisar a Emergencias y al forense para entregarme. Le hablé, recostado a su lado, para mantenerla despierta. Le agarré la mano. Le prometí volver.
Mierda; ¡mierda! Tengo que hacerlo. Quiero hacerlo.
Me fuerzo a abrir los ojos. Los siento pesados, como pegados con pegamento, y el mareo que me sobreviene al examinar la habitación es tan grande que me veo obligado a fijarme en un punto del suelo y apoyar las manos en la baldosas para evitar caer de bruces.
Lo conseguí.
Volví.
Volví por ella y ya no me importa lidiar con los recuerdos o con lo que sea que venga a partir de ahora.
He encontrado mi agua en medio de la arena para crecer.
Acabamos de entrar en la recta final.
¿Te lo vas a perder?
N/A:
Por fin se ha desentrañado una de las grandes incógnitas que nos ha estado acompañando casi desde el principio de la saga. Recuerdo cómo muchas lectoras desconfiaban de Jimin en el libro uno y después cambiaban de opinión en el libro dos. Es normal, yo quise hacerlo así porque quería de mostrarles como es una personalidad sociopática y que experimentaran los sentimientos que genera encontrarse a alguien así.
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