Día Dos: Y. M
(Voz narrativa: Yoon Gi)
El sonido de la megafonía, con el timbre ahogado propio de un aparato perdiendo batería, me obligó a abrir los ojos y eché un vistazo al solitario reloj de pared, el único elemento decorativo que había en las desangeladas paredes que conformaban mi habitación. Eran las seis de la mañana.
—Buenos días. —La puerta se abrió y unas ruedas metálicas volaron por el encerado hasta detenerse en seco junto a la cama—. Estamos ante un nuevo y emocionante día. —Reconocí al instante el tono idealista de la enfermera Yuko, una de las pocas trabajadoras que se atrevía a hablarme en aquel centro psiquiátrico de máxima seguridad en donde la mayoría huía en cuanto me veían aparecer—. Tenemos un rico arroz con pescado que insufla el ánimo y hace que la medicación siente mejor.
Volví a cerrar los ojos y me cubrí la cabeza con la almohada. Prefería no tener que despertar. Un nuevo amanecer solo significaba más mierda mental que echarme a la espalda y, además, no tenía ningunas ganas comer. Ya nunca las tenía.
—Haga un esfuerzo. —Ella, fiel a las pautas, siguió a lo suyo y me tiró de la sábana—. La Doctora Yamamoto dice que es importante que su cabeza siga el horario solar para mantener la disociación a raya.
Menuda idiotez.
Esa tal Yamamoto, la psiquiatra bajita y sonriente que se paseaba por las plantas como si estuviera dando un paseo romántico sobre nubes de algodón, no decía más que estupideces y, aunque me constaba que le ponía empeño, lo cierto era que no había sido capaz de entenderme ni de ayudarme ni una sola vez. Su infancia había sido demasiado fácil, sin frustraciones llamativas, y su etapa adulta discurría por una simple y monótona rutina que parecía encantarle y un novio que le engañaba con una de sus amigas y con el que, aún así, planeaba casarse.
No podía tomármela en serio.
—Señor Min...
—Váyase.
—El horario solar. —La enfermera insistió y agitó el pastillero como si fuera un sonajero—. Y el tratamiento.
—Me trae sin cuidado el horario —repliqué, sin inmutarme—-.Voy a dormir un más y luego, si me apetece, me tomaré las pastillas y, si no me apetece, no lo haré.
—No puede comportarse así.
—¿No? —Alcé levemente la cara, con la expresión más hierática del mundo, y su tez se tornó tan pálida como la pared—. ¿Es que usted decide lo que puedo o no hacer?
—Mire... —La contestación sonó titubeante, nerviosa—. Sé que no le gusta que le obliguen a nada sin su consentimiento pero... —Siguió dudando; al parecer, ni ella misma sabía cómo justificarse—. Pero... Pero la cosa es que...
—¿Va a decirme que lo están haciendo por mi bien? —Decidí poner fin a ese devaneo absurdo y me senté sobre la colchón, arrastrando un cuerpo que se me hacía cada vez más pesado aguantar—. ¿Que están preocupados por mi empeoramiento y que, como no tienen ni idea de lo que hacer, me atiborran a medicación experimental para probar suerte?
La mujer agachó la cabeza.
—Mi salud les trae sin cuidado y mi opinión aún más —continué—. Lo único que les mueve es el miedo a que se me vaya la cabeza y organice una masacre en la Unidad, como hice hace tiempo en el juzgado de Seúl con esos policías, ¿verdad? —Esbocé una medio sonrisa cargada de intención—. ¿Sabe que asesiné a uno de ellos explotándole los nervios craneales con un lápiz?
Yuko comenzó a retroceder, temblorosa, y yo no pude evitar pensar en lo simple y precedible que me resultaban las reacciones que producía el temor de creerse expuesto a mis ojos. Era gracioso, diría que hasta casi cómico, comprobar el pavor que me tenían pero al mismo tiempo también bastante desalentador porque, en todo el tiempo que llevaba allí, nadie había sido capaz de darse cuenta de que cada vez que hablaba lo hacía a ciegas.
En realidad no era capaz de recordar casi nada.
Todo lo que sabía lo había ido encontrando en los informes que había revisado a hurtadillas, en busca de un orden que me guiara en el caos mental de imágenes difusas que tenía de la época de mi detención y, poco a poco, había ido logrando hacerme con una visión más o menos aproximada de los hechos más importantes.
Me habían condenado por acabar con la vida de al menos una veintena de personas, había pasado por un proceso de evaluación y terapia psicológica en Seúl, en donde se había concluido que yo padecía un Trastorno de Identidad Disociativo, había colaborado con el equipo forense en la detención de un psiquiatra de nombre Kim Seok Jin y me había involucrado de forma un tanto bestia en la muerte de Jung Hoseok, uno de los amigos de la infancia de mi hermano. Sin embargo, no tenía detalles reales de ninguno de esos acontecimientos. Mi mente era una maldita pizarra en blanco.
—Entiendo que las pastillas sean importantes porque mantienen mi cerebro idiotizado —finalicé en el mismo tono—. Porque lo más importante es que las paredes no terminen siendo de otro color.
No me hizo falta más. La enfermera no tardó ni cinco segundos en huir, a trompicones y en un velado silencio de espanto, y yo no tardé ni seis en arrojar el pastillero contra el suelo y dejarme caer de nuevo sobre la cama.
A la mierda con todo. Necesitaba dormir y necesitaba hacerlo ya. Era lo único que me daba paz en medio de aquel infierno y también lo único que me permitía acceder a esa presencia inaginaria, tan familiar pero tan desconocida al mismo tiempo, que sentía junto a mí en casi todos los sueños, alentándome. A veces lo hacía sosteniéndome las manos y otras simplemente se sentaba y me hablaba pero lo que más feliz me hacía era cuando me abrazaba y su cabello, una melena larga de tono castaño, me cosquilleaba en el cuello.
"Ánclate. No te olvides de quién eres".
Eso era lo que casi siempre me decía.
"Estoy segura de que puedes hacerlo. Confío ciegamente en ti".
¿Podía hacerlo? ¿Realmente podía?
Un repentino velo acuoso me nubló la vista y me obligó a levantarme y correr al baño para lavarme la cara y evitar que las cámaras de la habitación me grabaran llorando.
Joder; ¡mierda! Quizás me lo estuviera inventando y solo fuera una imagen que había creado para reconfortarme a mí mismo pero, ¿y si no lo era? ¿Y si esa persona existía y su imagen se había diluido en mi memoria sin que me hubiera dado cuenta? Maldición; ¿por qué? ¿Acaso no podía hacer nada para centrar mi cerebro de una vez? No, tenía que haber algo. ¡Tenía que haberlo!
Metí la cabeza bajo el grifo y el agua fría me anestesió lo suficiente como para ahuyentar las lágrimas y poder salir al pasillo con una actitud más serena, pese a tener el pelo chorreando y la camiseta con los hombros empapados.
—¿A dónde vas?
Uno de los guardias del equipo de seguridad y vigilancia me salió al paso y me detuvo, con las manos en los bolsillos y cara de acabar de despertarse.
—Todavía no se puede salir.
—Yo sí. —La voz me sonó seca y demasiado ajena, perdida en mis pensamientos—. Tengo permiso para ir a la biblioteca.
—Eso no me suena. —Mi interlocutor frunció el ceño y se palpó los bolsillos del chaleco, en busca del móvil de seguimiento en donde figuraban todas nuestras pautas y permisos—. Min Yoon Gi... —Me buscó en la lista—. Min Yoon Gi... —repitió, perdido—. Ah... Pues sí... —confirmó—. Me he debido despertar con memoria de pez porque la doctora Yamamoto te autorizó antes de ayer.
En realidad no. Le había robada la tarjeta de identificación en una de sus soporíferas sesiones y había aprovechado el cambio de turno para meterme en el ordenador del botiquín y activar el permiso.
—¿Puedo irme ya?
—¡Oh, claro! —Se hizo a un lado—. Solo recuerda que a las nueve tienes que estar en...
—En la terapia de "Buenos días, hoy vamos a ser todos felices y a querernos mucho" —completé, irónico, antes de alejarme por la oscuridad del corredor—. Cómo olvidar un evento tan emocionante.
No supe si me contestó porque torcí a la derecha y me metí por las escaleras. Bajé dos plantas, aterricé en el semisótano y atravesé el gimnasio, con sus tres bicicletas estáticas, otras tantas cintas de correr y un puñado de colchonetas de colores que la mayoría de internos usaban para echarse la siesta, antes de dejar a un lado la sala de cine, con su tela blanca colgada de la pared, y llegar hasta el letrero azul que indicaba mi destino.
No había nadie así que prendí los luminosos y me fui directo a por el cuaderno de notas que había dejado en una estantería la tarde anterior junto a un libro científico que me había puesto a leer titulado "Trauma y Disociación".
"Represión". Eché un vistazo a los últimos apuntes. "Se trata de un mecanismo de defensa de tipo disociativo consistente en la eliminación de recuerdos dolorosos. Puede abarcar desde unos pocos minutos hasta años y, en los casos más extremos, arrasa con la memoria completa".
Abrí el manual y mis ojos volaron por encima de unas líneas eternas en donde se debatía sobre el origen de aquel fenómeno que parecía tener encandilados a todos los profesionales pero que para mí era una enorme putada padecer.
"No existen terapias consolidadas en la actualidad". Me salté un par de párrafos y terminé en el capítulo de los tratamientos. "De momento solo se cuentan con ensayos de dudosa eficacia".
Joder; ¿no tenía cura? ¿Tendría que vivir olvidando todo siempre? No, me negaba a aceptar eso. Aunque tuviera que desarrollar yo mismo la terapia, encontraría el método.
"Re experimentación".
La palabra, en letras mayúsculas y en medio de mis notas, me llamó enormemente la atención.
"Y . M". Leí, a continuación. "Meta".
¿Meta? ¿Qué meta?
"Y. M".
Mi propio pensamiento me retumbó entonces en la cabeza, como si me hablara desde fuera. Respiré profundo. No pasaba nada. No era la primera vez que escuchaba a Pang Eo, mi otro yo, aunque tampoco era lo habitual porque, por lo regular, cuando él tomaba el control yo simplemente me apagaba.
"Una menos, Yoon Gi".
—¡Yoon Gi!
Un timbre agudo me devolvió a la biblioteca y levanté la cabeza lo justo para distinguir los ojos saltones de Jung Ho, el único interno de nacionalidad coreana que había en el centro a parte de mí, y que me observaba con una sonrisa de oreja a oreja.
—Me alegro de encontrarte tan temprano. —Se señaló el reloj de pulsera—. Pensaba que no podría despedirme de nadie.
Le revisé, en silencio. Había cambiado el pijama azul de hospitalización por una camisa verde y unos pantalones vaqueros, se había peinado por primera vez desde que le conocía y su cara, con media boca torcida por el exceso de anti psicóticos, mostraba un aspecto más radiante que de costumbre.
—Estoy muy nervioso. —Sus dedos bailaron sobre los cantos de los libros, como si fueran las teclas de un piano—. Hasta el Martes pasado mi vida era pura desesperanza y todavía me cuesta creer que de verdad vaya a cambiar.
Asentí, sin tener ni idea de lo que hablaba, y pasé las hojas del cuaderno con disimulo, buscado las notas del día correspondiente. Mierda; maldita memoria.
"Jung Ho se va de alta" repasé, a toda velocidad. "No es que vaya a organizarle una fiesta con globos y serpentinas pero me alegro. Es una persona agradable, decidida a aprender de sus errores y a mejorar, y además se tomó la molestia de querer conocerme y ser mi amigo, aunque yo no se permitiera. Espero que tenga suerte pero, la verdad, se me hace raro que de repente le dejen marchar. Un día me comentó que había sido condenado a cinco años por un asesinato que, al parecer, cometió en medio de un estado delirante y solo ha cumplido uno".
—¿Qué tienes pensado hacer? —me interesé; no me gustaba implicarme pero ese chico me caía lo suficientemente bien como para dedicarle al menos unos minutos—. ¿A dónde vas a ir?
—Voy a volver a Seúl.
El destino hizo que una punzada de nostalgia me escociera la piel. Allí era donde yo había dejado a mi hermano y en ninguno de los informes que había leído se mencionaba lo había sido de él. Me preocupaba que hubiera cometido alguna estupidez.
—La fiscalía quiere que regrese —amplió la información, y añadió, con la actitud del que revela un importante secreto—. Me van meter en el programa de protección de testigos.
Pasar de criminal a víctima no era, desde luego, algo normal y, si lo habían hecho, solo podía significar una cosa.
—No lo hiciste, ¿no? —La conclusión me salió sola—. Supongo que lo que ocurrió fue que viste el crimen y te culparon.
—Quería defender mi inocencia —me confirmó—. Pero por aquel entonces no me encontraba bien y mi cerebro estaba demasiado afectado como para hilar nada a derechas. —La ilusión se le esfumó de la cara y dejó paso a un semblante cetrino, apagado—. Además, no hubiera servido de nada. Mi opinión no es valorable porque soy esquizofrénico y pierdo el sentido de la realidad con demasiada facilidad.
—Qué tontería —objeté—. Los que no son esquizofrénicos pierden el juicio aún más—. Regresé la atención a mis notas—. Viven envueltos en la ilusión de la falsa racionalidad y eso es lo mismo que fingir ver estando ciego.
Mi interlocutor guardó silencio, masticando la reflexión como si le acabara de decir la frase más memorable del mundo, y aproveché para perderme en la bibliografía sobre trauma que recomendaban en el capítulo final de aquel libro inútil que no me estaba aportando nada más que desesperanza.
—Eres súper listo. —El halago me resultó familiar, como si alguien tiempo atrás me hubiera dicho algo parecido—. Tienes una cabeza increíble y quiero que sepas que te admiro un montón.
—Tu también eres listo —contesté—. Solo te lo tienes que creer.
Esbozó una tímida sonrisa y ya estaba por cortar la conversación y ponerme a buscar en otros manuales cuando me llamó y el tono impersonal con que lo hizo, más propio de una película de sanatorio mental que de la vida real, sonó preocupante.
—Yoon Gi... —siseó—. Yoon Gi, ¿sabes lo que ocurrió? ¿Lo sabes?
Me limité a observarle.
—Lo que pasó fue que el mensaje no estaba claro —prosiguió—. ¿Entiendes que el mensaje no estuviera claro? —Sus pupilas se iluminaron—. ¿Lo entiendes, Yoon Gi?
—Entiendo que hay muy pocas cosas claras en esta vida —esquivé la pregunta; me daba la impresión de que si le confrontaba me diría lo mismo—. Y también entiendo que sea duro caminar en medio de la incertidumbre pero tenemos que vivir con ello.
—O morir —contestó, levantándose—. Podemos morir.
Aquella inoportuna alusión provocó que los oídos comenzaran a pitarme, con fuerza. Joder; no. Venga, no podía disociarme solo por un puto comentario inconexo.
—Precisamente la muerte es una de las pocas certezas que tenemos.
—Yo no lo sabía. —Jung Ho levantó la vista al techo y, caminando como si llevara plomos en los pies, abandonó la biblioteca—. Realmente no sabía las flores que tenían que ser. —Sus palabras rebotaron cada vez más lejanas y huecas—. No lo sabía.
Me quedé solo, procesando unos segundos ese extraño comportamiento, antes de restarle importancia y empezar a hurgar en la estantería de la letra T, tras la pista de algo relacionado con Terapia. No encontré nada así que cambié a la D. Disociación... No. Disociativo... Tampoco. Trastorno de Identidad Disociativo... Aún menos. Uf; ¿de verdad llamaban a esto biblioteca de Psicología?
Un sonoro golpe retumbó entonces en el pasillo. Dejé la estantería y me asomé. Las luces del techo estaban dadas y alguien había amontonado las sillas de la sala de cine en el rincón.
Me acerqué a la puerta, abierta de par en par. Distinguí una solitaria butaca, volcada en el suelo, y un par de pies colgando del aire, balanceándose.
Joder.
Me aproximé aún más. Pantalones vaqueros. Camisa verde. Un rostro ahorcado con la cuerda que sostenía la pantalla de proyecciones al techo.
—Jung Ho... —le reconocí—. Mierda... Qué has hecho...
Busqué en la pared el botón de la alarma, a tientas y con el pulso cada vez más acelerado, sin poder apartar la vista del cuerpo hasta que el mundo se tornó oscuro y mi identidad, mi existencia, se desconectó.
—¡Pero mira qué situación más interesante! —alcancé a escuchar mi voz en voz alta, burlona—. Muy pero que muy interesante.
Mientras Mei se rompe la cabeza estudiando el extraño comportamiento de Tae Hyung, en el centro de internamiento de Tokyo, Yoon Gi, tras escuchar las mismas palabras, ha sido testigo de un suicidio aparentemente ilógico.
El destino es caprichoso y entrecruza lo que antaño se descruzó.
Todo esto y mucho más en la próxima actualización.
¿Te lo vas a perder?
N/A: ¡Hola, hola! Ya tenemos a Yoon Gi enganchado a la trama. (Esa ola.... jajaja).
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