Día Diez: Anuario
(Voz narrativa: Seok Jin)
Rebusqué en la cesta de ropa para planchar, echando espuma por la boca, antes de levantar la única camisa apropiada que había guardado en el armario y pegármela a los ojos, sin dar crédito.
Joder; no solo había encogidos dos putas tallas sino que encima su primoroso y deslumbrante color blanco se había transformado en un azul sucio más propio de un indigente que de una persona con clase como yo. ¡Maldición! Le hice una bola y la tiré contra el suelo.
Tenía que ser cosa de alguno de los imbéciles descerebrados con los que compartía lavadora, que habían tenido la genialidad de meter un calzoncillo azul en medio de una colada blanca y plantar con un par de cojones el programa a ciento ochenta grados. ¡Arg! Metí un puntapié a la tela y la lancé contra la pared. Desde luego, qué asco de gente. Ni con mis excelentes y prácticas explicaciones de la semana pasada sobre el funcionamiento de los electrodomésticos había conseguido espabilar sus obtusas mentes.
—¿No la quieres? —Chen Jung, el lelo de turno, se tiró al suelo y tomó la camisa a toda velocidad, como el ave rapiña que era—. ¡Ah, Jin, no me jodas! —Buscó la etiqueta—. ¡Es de marca! ¡De marca de las buenas!
Entrecerré los ojos. Seguro que él era el cabrón que le había dado al programa de lavado. Seguro.
—¿Me la puedo quedar? —Se midió la manga, en medio de unas risas que me mosquearon aún más—. A mí me queda. —Se la superpuso; sí, vaya, qué casualidad, ¿verdad?—. Mira, mira, tío.
—Haz lo que te salga de las bolas.
Tuvo suerte de que solo le dijera eso. Si hubiéramos estado fuera, se enteraría de quien era yo pero en aquel antro plagado de vigilancia y cámaras no podía hacer otra cosa que aguantarme algo que, por otro lado, me convenía porque, si estaba a punto de ocurrir lo que creía, no me quedaba mucho para salir.
Hoy, por fin, tras miles de cartas y quejas por Internet para que revisaran mi caso, ese viejo cretino del juzgado que se creía el papá de los pollitos solo por tener la autoridad de emitir órdenes de detención, se dignaba a visitarme. Por fin. Por fin vería frutos al esfuerzo que me había visto obligado a hacer, acumulando puntos de buen comportamiento y metiéndome de voluntario en absolutamente todas y cada una de las chorradas de reinserción que la prisión había montado como, por ejemplo, lo de la "cocina para crear sonrisas".
Todo para que se me reconociera, para que me prestaran la debida atención y para que se me permitiera acceder a los permisos domiciliarios y poder ir a visitar a mi madre aunque a ella, metida en la Iglesia como una fanática santurrona, le importara tres hectáreas de mierda lo que me ocurriera.
—¡Pss, eh, psiquiatra! —Song Kang dejó de planchar y una nube de vapor asfixió el aire—. No te enojes, que yo tengo una camisa perfecta para que vayas como un señor a ver a los peces gordos de la judicial.
—No uso prendas ajenas. —Saqué pecho y empecé a doblar toallas; jamás en la vida me pondría algo prestado, ni aunque solo me quedaran harapos en el guardarropas—. Por si no lo sabías, y es obvio que no, ponerse ropa de otro anula la personalidad.
—¿De veras? —Mi interlocutor se rascó la nuca, idiotizado—. Entonces, si me pongo algo que no es mío, ¿me cambiará el carácter?
Chasqueé la lengua. El mundo funcionaba como el culo si alguien tan inepto como él había podido dirigir una red de prostitución. Eso o las chicas de las citas compensadas eran bobas, que también podía ser.
—Kim Seok Jin. —Mi nombre retumbó entonces por megafonía y me ahorró tener que responder a la simpleza—. Kim Seok Jin, sala tres. Sala tres en diez minutos.
Solté las toallas. La puerta de la derecha zumbó, indicando que la habían abierto con el control remoto, y salí sin despedirme, cuidando, eso sí, de mantener la cabeza bien alta, los hombros relajados y el paso lento y seguro antes de parar en el control y dejar que el par de vigilantes de turno me registraran de pies a cabeza sin protestar.
Me jodía hasta decir basta que me hurgaran en los bolsillos y me cachearan como si yo fuera un ladronzuelo cualquiera pero quizás esa fuera una de las últimas veces que tuviera que soportarlo. El viejo me estaba esperando. Me estaba esperando y eso solo podía significar mejorar.
—Prudencia. —La señora Mo Ra, la misma asistente de la fiscalía que en el pasado solía atender a Mi Sou y la única que había venido a visitarme todas las semanas, se acercó en cuanto pasé el control y me tendió un neceser con productos de aseo personal—. Tenga cuidado con las preguntas —me recomendó—. Al equipo forense le gusta poner a los reos contra las cuerdas, planteándoles cosas que no vienen a cuento, con tal de demostrar que pueden reincidir y que, por lo tanto, no merecen salir.
Aquel comentario se me hizo del todo innecesario. No me hacían falta consejos de ninguna clase. Sabía muy bien cómo se las gastaban esos hijos de puta.
—¿Y la fiscal? —Arqueé la ceja—. ¿Dónde está la tal Yoo Hyeon?
Miré a mi alrededor pero, a parte de los vigilantes que había dejado atrás, estábamos solos. No, si algo así ya me lo olido desde hacía tiempo. Mucho "no te voy a dejar solo", mucho "estaré de tu lado" y mucho "no soporto lo que te ha pasado" pero tenía claro que su interés en mí radicaba únicamente en su maldita tendencia a establecer relaciones de desigualdad que le permitieran quedar como Teresa de Calcuta y en donde se notara que estaba por encima. Pero, si pretendía hacer eso conmigo, iba lista.
—La señorita ha tenido un contratiempo y lamenta profundamente no poder acompañarle. —La mujer recitó la disculpa como si fuera un papagayo—. Acaban de ocurrir ciertos acontecimientos importantes en la sede del juzgado que han requerido su atención pero, si gusta, ponemos organizar una llamada y...
—No me interesa.
No, al diablo. No iba a ser yo el que fuera detrás. Podía meterse su puta caridad por dónde le cupiera.
—Pero señor Kim...
Pasé de largo y, sin mirarla, me acomodé el pelo y la placa de números pinchada en la camiseta gris de la mejor forma que pude para a continuación entrar en la sala de entrevistas, asegurándome de darle con la puerta en las narices.
¿Quién demonios se creían esas mujeres que era yo, eh? ¿Un asesino de tres al cuarto desesperado porque me apadrinaran? No, nada de eso. Parecían haberlo olvidado pero había sido yo y solo yo el único que había tenido las narices suficientes para encarar a los hermanos Min. Solo yo los había desenmascarado ante el mundo y, aunque mi hipótesis sobre el mayor de ellos había estado errada en algunos aspectos, eso no quitaba que fuera un cabronazo de primera y que necesitara una...
—Hola, Seok Jin.
El saludo interrumpió mis pensamientos.
Im- po- si- ble.
—Podría seguir con las normas de cortesía y preguntarte cómo estás pero, como ni a ti ni a mi nos gustan las hipocresías, me centraré en lo importante e iré directo al grano.
Jo... Der... ¡Imposible!
Apreté los puños. Min Yoon Gi; maldita sea. ¡Min Yoon Gi! No podía creerlo pero ahí estaba, como un puto marqués, sentado en la mesa junto a unos libros, con la misma actitud relajada que le recordaba y que tanto me repateaba. ¿Cómo? ¿Cómo era que estaba fuera y yo dentro? Y, ¿por qué? ¡¿Por qué este puto mundo tenía que ser así?!
—Parece que descuartizar personas sale muy barato hoy en día. —Arrastré la silla, con toda la animadversión del mundo, y me senté lo más lejos que pude—. ¿Cuánto tiempo has estado en Tokyo? ¿Dos años? ¿Menos? —escupí—. ¿Acaso te has follado a la directora para que te diera la libertad? Recuerdo que manipular psicólogos se te da muy bien.
Él, claro, como el maleducado que era, se limitó a ignorarme y a hurgar en el interior de un sobre. Cómo odiaba que hiciera eso. Me hacía quedar por debajo.
—¿La conoces? —Me tendió una foto que, por supuesto, no cogí—. ¿Sabes quién es?
Me crucé de brazos y le obligué a depositar la imagen sobre la mesa. No pensaba seguir sus instrucciones. Faltaría más. Había intentado jugar conmigo, arrastrándome a esa sala creyendo que iba a ver al forense, y ahora, no contento con tratar de hacerme quedar a la altura de betún, se permitía el descaro de hacerme preguntas.
—A lo mejor a esta chica sí la reconoces. —Oteé por el rabillo del ojo una segunda imagen—. Estuvo ingresada al mismo tiempo que yo en la planta y era amiga de Jeon Jung Kook, un chico bipolar al que atendías, ¿lo recuerdas?
Pues claro que lo recordaba. Mi memoria era excelente. A la niña esa se le llenaba la boca hablando maravillas del crío ese que, por cierto, había testificado contra mí.
—No sé de qué me hablas —decidí contestar—. Pero ten por seguro que, si lo supiera, tampoco te lo diría.
—¿Ni siquiera si una persona muy querida para tu hermana ha sufrido su misma suerte?
El muy cabrón, fiel a su frialdad repugnante, no solo me metió el dedo en la llaga hasta el fondo con la pregunta sino que se ocupó de rematarme a base de bien al lanzarme como si fuera un disco giratorio una tercera foto que no cogí y que terminó en el suelo, boca arriba. Así fue como lo vi. Vi las extremidades inertes, la pulcritud de su cuerpo desnudo y aseado y los ojos cerrados de la mocosa de las trenzas. Era la inseparable amiga de mi pequeña Shin Hye.
Mi dulce hermana. Mi dulce hermana asesinada por nada. Por nada.
—¿Quién...? —El asunto no iba conmigo y, por lo tanto, no me debía importar pero la escena o, mejor dicho, la conexión de su protagonista con mi pequeña, me impactó—. ¿Quién ha hecho esto?
—Creo que tu lo sabes.
¿Que yo...?
Ja, sí, ya entendía. ¡Ya lo entendía! Quería montarme el mismo número de la otra vez y pillarme desprevenido con alguna información desafortunada para hacerme confesar cualquier cosa y que no pudiera salir de prisión, ¿verdad? Sí, claro que sí. Sabía que yo era su rival, el único que realmente podía sobrepasarle, y temía por ello. Temía perder.
—Que te den, Min Yoon Gi. —Me inflé de orgullo y aparté las fotos—. Que te ayudara aquella vez no significa que puedas presentarte aquí a enseñarme otra de tus mierdas de pirado coleccionista. —Me levanté—. Nada de esto es mi problema así que recoge tus masacres y lárgate antes de que me cabree.
Rompió a reír. ¡A reír!
—Ay, mi narcisete amigo, me parece que tanto tiempo meando en hoyos te ha hecho confundir el orden de las cosas. —Una mirada oscura, profunda como el fondo de un pozo, me analizó—. Lo importante aquí es que no me cabree yo.
Me quedé muy quieto. Había cambiado y el que me hablaba ahora era esa macabra disociación que tanto me había negado a creer. ¡Mierda! Reparé el lápiz que tenía entre las manos. Podía clavármelo en un segundo en la yugular. Lo había visto. Maldita sea, había visto a ese puto loco cargarse a los policías a sangre fría y sin parpadear.
—Lo que quiero decir es que no me importa que la gente muera porque eso no tiene nada que ver conmigo y me molesta perder el tiempo con asuntos ajenos. —Siempre había tenido presente el estilo de sus discursos, de modo que lo imité. Así bajaría la guardia, se relajaría y ganarle sería coser y cantar—. Alguien como tu tiene que entenderlo, ¿verdad?
—Faltaría más, muchachote.
Torció una sonrisa que me devolvió el aire al pecho; mira por dónde, iba de súper inteligente pero engañarle estaba siendo muy senci...
—A mí también me frustra que me hagan perder el tiempo como, por ejemplo, estás haciendo tu ahora.
Mierda.
—Pero no te preocupes, mi presuntuoso amigo —continuó—. Puedo entender que tu mediocre mente se acobarde tanto ante el esplendor del rojo del ocaso que solo anheles huir y esconderte tras los barrotes de la cómoda celdita sin retrete que ahora tienes por casa, fingiendo no saber nada para salvar tu miserable existencia.
Cerré el puño. Con que "mediocre" y "miserable" ¿eh? Malnacido. Maldito psicópata malnacido.
—A mí nadie me llama mediocre.
La ira me hizo olvidar por completo la precaución y terminé dando un golpe sobre la mesa.
—¡Pero quien te piensas que soy yo! —bufé—. ¡Yo estoy por encima de tus putos descuartizamientos y también de los putos individuos que se creen Dios para decidir quién vive y quién muere! —Di otro golpe y la madera crujió—. ¡Entérate de una vez de que no se puede jugar conmigo! ¡Y no, no tengo miedo!
—¿Quieres ganarte el respeto de Yoon Gi y, por ende, mi reconocimiento, psiquiatra?
Se me revolvieron las tripas. ¿Qué?
—Deseas que te valore y Yoon Gi necesita tu testimonio. —Sus dedos acariciaron la solapa de uno de los libros. —Es muy sencillito.
Lo abrió por la mitad. Era un anuario. El anuario de reportajes del instituto de mi hermana
—Solo localízalo y confirma que es quien yo creo que es para que que pueda cazarlo por atreverse a usar la muerte como un fin vacuo y tal vez entonces lo que tanto deseas se haga realidad.
Me intentaba manipular, me daba cuenta, y, sin embargo, la idea de ser tenido por fin en consideración logró despertar una punzada de interés. Tenía narices. Tenía narices que alguien como yo necesitara validación de alguien como él. Realmente tenía muchas narices pero, por otro lado, si me admitía como su igual, sería cuestión de tiempo quedar por encima.
—Que quede claro que no te trago. —Me dejé caer en la silla y agarré el libro, con altivez—. Y que quede claro también que no necesito tu visto bueno para saber lo valioso que soy así que te puedes meter tu reconocimiento por dónde te quepa.
Pensé que me replicaría pero no lo hizo y me centré en el anuario, perdido con respecto a lo que tenía que encontrar pero con la idea de usar mi brillantez y descubrirlo sobre la marcha. Según él, yo lo sabía quién era.
Revisé las primeras páginas, en donde un puñado de gordos con necesidad de validar la obesidad como opción social, posaban con sus enormes caras redondas y los trajes de yudo. Yudo. ¡Bah! Cambié a los de Taekondo y me entretuve un rato con los de natación, baloncesto y hockey hasta que terminé en el Club de periodismo, ardido en asco, ante la foto del hijo de puta de Hoseok que, con una cámara colgada del cuello, saludaba al objetivo con el signo de la victoria.
Hoseok. Cabrón. Cómo me alegraba de que estuviera muerto.
—Hay alguien que fue amigo de Shin Hye y también de Hoseok. —Min Yoon Gi dio por sentado que yo era un imbécil incapaz de averiguar nada por mi cuenta porque me brindó la explicación que no le había pedido—. Alguien que hablaba de flores y de amor puro y que mantiene contacto contigo en la actualidad. Por ti descubrió que Mei se disociaba. —Y añadió—: Trató de culparla de sus crímenes porque ella le siguió la pista y estuvo a punto de detenerle.
Flores. Amor puro. Pero qué cojones. No conocía a nadie así y no recordaba haber...
No, un momento.
"—¿Dices que vas a ir a hablar con él? —El dulce timbre de mi hermana resonó entre mis recuerdos procedente el piso de arriba, en donde estaba su habitación—. ¡Eso es genial! ¡Fighting!
La exclamación me hizo cerrar el libro de medicina y mirar al techo, con hastío. Ya estábamos otra vez de reunión social.
—¡Voy a ir con todo! —escuché que le respondían—. ¡Voy a ser valiente y enseñarle lo que puede tener si me acepta!
—¡Genial! —La estridencia de mi hermana me dio dolor de cabeza—. ¡Qué emocionante!
Niñas tontas. Siempre lo mismo. Cartitas, miraditas, confesiones... Idioteces.
—Pues yo no quiero ser aguafiestas e ir en contra del entusiasmo general pero si yo fuera tu me lo pensaría dos veces.
La voz del pegachicles de Hoseok me sentó como una patada en el estómago. Otra vez estaba ahí, metido en el cuarto, haciéndose el inocente.
—Me da miedo que te lleves una decepción porque ayer estuve hablando con él y resulta que le gusta otra.
Agarré el bate de béisbol que colgaba en la pared.
—Woo Young está confundido, solo eso —replicó la amiga—. Lo sé porque me mira cada vez que nos encontramos por el pasillo y el otro día me cedió el asiento en el comedor. Está claro que es amor puro, del bueno, pero la timidez le hace desviar el foco a otra florecilla.
Florecillas. Ñoñeces.
—¡Eh, ya vale! —Golpeé el techo; ya estaba bien—. ¡Silencio! —exigí—. ¡Y tu, toca huevos! —Me dirigí a Hoseok—. ¿Es que no tienes casa?"
Eso era. ¡Eso era! Mi cabeza valía oro.
—Alguien que estaba interesada en el mocoso de pelo oxigenado mencionó algo de eso —concluí, exultante.
Min Yoon Gi se quedó en silencio, seguramente abrumado ante mis dotes, mientras yo, hinchado en satisfacción, buscaba en el libro el Club Social, una estupidez épica cuya sede había estado en el piso de arriba de mi casa.
Volví a ver a Hoseok. A mi hermana con una sonrisa preciosa agarrada del brazo de la niña de las trenzas y, al otro lado, a ella. Pelo rubio recogido en una coleta. Cara de niña buena. Ropa desenfadada y amplia. ¿Era...? Me pegué la foto a los ojos.
¡Joder! Estaba irreconocible.
Era Yoo Hyeon.
La fiscal.
—¡Y. G!
De pronto un chaval que parecía haber abrazado la parte chunga de la vida, a juzgar por la enorme cantidad de perforaciones que tenía en las orejas y su indumentaria de cuero, entró como una exhalación sin llamar y, por supuesto, sin ni un ápice de modales.
—¡No he podido pararlo!
Iba a protestar pero entonces distinguí al viejo detrás de él, pálido como una pared. Algo gordo había pasado.
—Y. G, perdón...
Volví sobre al recién llegado. Una brecha enorme le marcaba la sien derecha y las salpicaduras de sangre en la ropa parecían ríos de tinta roja
—Tu hermano... —balbuceó—. Tu hermano ha usado el turno.
Pang Eo ha sabido mover muy bien sus fichas y la identidad tras los crímenes ya está sobre la mesa.
Pero, ¿y Jimin? ¿Por qué WooYo está ahí?
¿Qué es lo que ha sucedido?
Todo esto y mucho más en la próxima actualización.
No te lo pierdas.
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