Prólogo

La luna se hacía espacio entre las nubes oscurecidas de la noche. Las estrellas estaban ocultas, y el pequeño bosque de árboles viejos y troncos rectos cuyas ramas se alzaban ya en el cielo estaba sumido en el silencio.

Silencio casi completo de no ser por la ruidosa brisa que silbaba entre la nieve del suelo con furia y poco respeto.

Un cachorro, agazapado junto el vientre poco caliente y reconfortante de su madre se dejó caer, agotado en el claro. Mantener los ojos abiertos pesaba. Sentir lo helado de sus costados pesaba. Tener hambre pesaba. Una niebla se arremolinó a su alrededor y le empezó a cantar para que durmiera con una voz tranquilizadora y linda. ¿Por qué ignorar sus promesas de un lugar mejor?

Su hermana lo miró con expectación, esperando que se levantara. Pero no. El frío le había paralizado el corazón.

—Madre... —la gata negra se despertó aterrorizada al escuchar el triste llamado de su restante hija. Miró el cadáver aún caliente de su cachorro y soltó un aullido de dolor. Del dolor de perder a tres pequeños en menos de una luna.

Los demás gatos reunidos en el claro se mantuvieron callados, lamentando la muerte del cachorro en sus mentes y corazones. Todos estaban apiñados con su respectiva pareja, y si no tenían, se acomodanan con otros. Las costillas eran visibles en todos ellos, como ratones que se asomaban a investigar en el alba. Sus estómagos reclamaban comida, que solo pocos serían afortunados de devorar.

Justo cuando los gatos pensaron que no vendría nadie, una alta gata color crema con la cara, colas y patas de color marrón oscuro apareció en la entrada, escoltada por dos machos que cargaban con presas y cuyas expresiones no eran interpretables, pero se les notaba el orgullo. Los ojos de la felina eran de un azul muy oscuro, casi tanto como el cielo en esos momentos.

—Eco y Hualle —su mirada barrió el claro con malicia—, quiero presas para Horus, Ryu, Akane, Peumo e Iris.

Un gato de pelaje gris azulado gruñó con indignación. Si hubiera sido lo suficientemente valiente, se habría levantado y lanzado sobre la tan feliz cara de la guardiana, pero, como no lo era, se resignó a desenvainar sus garras.

—¿Algún comentario frente a mi decisión, Regen? —maulló indiferente la gata de patas marrones, a la vez que los gatos elegidos avanzaban a recoger la comida.

Regen sintió las miradas de los demás gatos en su pelaje, y muerto de vergüenza, bajó la vista.

—Bien —maulló la guardiana.

Los dos machos que la acompañaban se disponían a irse, pero la gata sacudió su cola para detenerlos.

—Ustedes, —dijo a los gatos que habían recibido las presas—. Coman las presas ahora.

Los elegidos del día quedaron boquiabiertos, la comida a sus patas completamente intacta.

—No crean que no sé que los últimos días han estado repartiendo las presas entre todos —dijo con calma—. Deben saber que la mejor manera de conseguir el éxito es sólos. Si sus compañeros no son capaces de cazar un mísero ratón, que se mueran de hambre.

La manera en la que hablaba de los "compañeros" prendió una llama en el corazón de Regen. ¿Los consideraba tan poco importantes que hablaba de ellos como si fueran árboles?

Corrompidos de miedo, los felinos devoraron las presas con rapidez, sin molestarse en ocultar su hambre, y bajo la mirada ardiente de la guardiana. Cuando el último en terminar comenzó a relamerse los bigotes, la gata de color crema sonrió. Regen nunca había tenido tantas ganas de saltar y destrozarle a alguien la cara a zarpazos. 

—Que duerman bien —se despidió la guardiana, para después retirarse junto a Eco y Hualle.

El silencio cayó como una hoja enorme en el claro. Los felinos que habían comido aquella noche se miraron las patas, o lamieron sus pechos, avergonzados de poder devorar algo que los demás podrían no hacer hasta dentro de bastantes días más. Todos los gatos se miraban en silencio, hambrientos y tristes. No había manera de escapar del ojo de águila de la guardiana.

—Eso es todo —gruñó Regen, levantándose—. Yo me voy.

—¿Qué se te ocurrió ahora? —preguntó una gata atigrada, cerca de él.

—Irme —respondió tranquilo—. Los ratones son los que se ocultan para no ser cazados. Yo soy un gato. ¿Ustedes se consideran gatos?

Nadie dijo nada.

—Qué más se puede esperar... —bufó a la tierra.

Recordó aquella vez que los habían mandado a atacar otro grupo de gatos salvajes, que vivían en un gran páramo. Se hacían llamar "Clan del Viento", o algo de ese estilo. Lo que más lo había sorprendido entonces era lo unidos que se veían. Si uno de sus miembros resultaba herido, los demás lo protegían hasta que podía arrastrarse a una guarida donde lo curaban. Regen jamás había visto algo tan sorprendente.

—Iré al Clan del Viento, o Clan de la Brisa, como se llame —maulló con emoción—.  Me uniré a ellos, y nunca más pasaré hambre.

—¿Qué clase de pulga se te metió en la cabeza? —gruñó la atigrada—. Estarás muerto antes de que te des cuenta. Y no creo que puedas llegar al prado antes que los gatos de rangos superiores te atrapen, tonto.

Regen no respondió. Simplemente, se giró y se internó en el bosque.

La nieve intentaba tragar sus patas cada vez que podía, pero el gato gris azulado ya la conocía bastante bien, después de todos los días enteros que lo habían mandado a cazar en climas incluso más extremos. Pisaba con maestría en los lugares donde la masa blanca estaba dura, y así no caer.

A esa hora de la noche la niebla había abandonado por completo el bosque, lo que había dificultado la caza en el día. Pero ahora, podía ver tan bien como si estuvieran en los tiempos calientes.

Su corazón se aceleró al ver que, bien lejos, los árboles se detenían para dar espacio al prado. Temió que los latidos fueran tan fuertes que incluso otros gatos pudieran escucharlo. Quizás fue por eso que un grito cruzó los troncos.

—¿Eres tú, Sheon? ¿No deberías haber vuelto de caza a esta hora?

Regen se agazapó lo más que pudo, mientras la adrenalina hacía que su pelaje ardiera de terror. Entrecerró los ojos, y pudo distinguir al lado de una gran roca, el cuerpo musculoso y fornido de un gato blanco. En una pata delantera, tenía una cicatriz que le llegaba hasta una almohadilla. ¡La marca de un cazador de rango uno! Pensó, alarmado.

—... ¿O será que eres uno de esos carroñeros del rango cinco? —ronroneó, caminando peligrosamente en su dirección.

Entonces, Regen se lanzó a correr. Escuchó un bufido proveniente de sus espaldas, aunque estaba muy lejos. Eso lo incitó a acelerar más, hasta que por fín apareció en el prado que tanto había añorado.

No tuvo tiempo para contemplar el paisaje, saltó hacia un arbusto solitario, y se internó en él. Sus respiraciones eran entrecortadas y frágiles, mientras esperaba que el gato de rango uno apareciera de la nada y lo matara. No fue consciente del tiempo que pasó hasta que por fín se decidió a salir.

Una dulce brisa lo recibió afuera. El bosque estaba en completo silencio. El felino blanco se había ido.

—¡Lo hice! —ronroneó en voz baja.

Se giró hacia las casas de los Pelajes Claros, con sus extraños techos de formas extrañas, al final del prado. No se demoraría más de tres amaneceres en llegar al bosque, donde después, encontraría a los amables gatos de clan con los que podría tener una vida digna, una vida que anhelaba junto a otros que lo apreciaran.

Y se dirigió a las viviendas de los Pelajes Claros, sin sospechar del destino que lo aguardaba en silencio.

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