U n o



¿Sabes qué es lo más complicado de contar una historia? Cómo empezarla.

Al menos para mí así es.

Mi historia no tiene un inicio, tampoco tiene un final. No comienza cuando nací y no acaba con mi muerte.

Con esa creencia y su concepto, puedo creer y afirmar que algo de mí todavía queda en este mundo, pero... ¿dónde?

Eso necesitas averiguarlo tú.

Conserva esto, puede ser de ayuda para más adelante. Según mis cálculos, lo debes haber encontrado en el parque Freig Russell, tirado en el basurero junto a la banca que no tiene respaldo. Si necesitas más detalles, la banca tiene un corazón rayado así:


De no es suficiente para convencerte, podría describirte el día exacto en que tengo previsto para que lo encuentres: será el último día de lluvia en la ciudad, después de ese día está pronosticado que no lloverá en casi un año.

Si confías en mis palabras y pretendes conservar esto, por favor, cumple con ello y no lo pierdas. Aquí te revelaré algo que por mucho tiempo oculté solo para mi disgusto, hasta ese peculiar día en que decidí confesarlo todo. Y ya que mencioné la palabra «decidí», tengo la necesidad de advertirte que el mundo está lleno de ellas. De decisiones.

A muchos la consecuencia de nuestros actos les aterra, a mí me asusta tener que decidir. Las elecciones forman nuestros caminos y mis elecciones desencadenaría una magnitud de problemas. Pero oye, no te asustes, eso no ocurrirá contigo... espero.

No si me tomas como ejemplo de lo que no tienes que hacer.

Mi amiga Rowin me dijo una vez que hay cinco cosas de las que no podemos escapar:

1. Las obligaciones.

2. Los pensamientos.

3. Las canciones que se inmiscuyen en la cabeza y tarareamos sin percatarnos.

4. Las llamadas de la compañía telefónica.

5. El amor.

Claro, hay muchas cosas más, pero esas cinco, según ella, son las más importantes que envuelven a un adolescente común y corriente.

Lamentablemente, yo no soy una adolescente como Rowin los describe, pertenezco a esa minoría de chicos diferentes que ves en la televisión, que destacan por sus habilidades, que son chicos prodigios. Soy la clase de adolescente que fue maldita por no decidir correctamente.

Teniendo que contarte esto seguro que creerás que perdí un tornillo, o bien, te estás preguntando qué quiero decir con tantas palabras sin sentido.

Sé paciente, por favor...

Mi historia comienza a inicios de agosto. Volvimos a Los Ángeles por una cuestión familiar, como ocurre la mayor parte del tiempo. Mamá necesitaba un respiro de su aglomerada familia, los Reedus, y así retomar su trabajo tras el largo verano porque no podíamos mantenernos consumiendo solo aire.

La situación era complicada por muchas razones, una de ellas era el permanente recuerdo que nos ataba a la casa que, mientras no estábamos, la vecina Hutchings tenía como propósito arrendarla a los turistas más osados que iban de paso. No obstante, el sector no nos favoreció mucho, por lo que la casa se mantuvo sin ocupantes durante un tiempo. O eso creí yo. De igual forma, el regreso a casa mitigó el desenfreno de emociones y recuerdos, mismos que me formaron a lo que soy. Cada sector de nuestra casa tenía retazos llenos de melancolía, nostalgia, amor y dolor. No podíamos escapar de ello, pero tampoco queríamos hacerlo. Intentábamos almacenar los buenos momentos, no quedarnos con esos espacios vacíos que delataban la ausencia de papá desde ya años.

Mi habitación seguía siendo igual, se sentía tan bien estar de regreso.

¿Te ha pasado que vives situaciones repetidas y dices: «esto ya lo viví»? Esa sensación tan peculiar que todos hemos padecido alguna vez.

Bueno, yo ya había estado allí, en mi habitación, con el cuerpo cansado por el reciente traslado, con unos fervientes deseos de dormir hasta que el mundo acabe. Todo mi ser estaba al tanto de la situación una vez más.

Sin embargo, siempre nuestro encuentro ocurría diferente. Cada vez que yo cambiaba algo, también lo hacía nuestro primer encuentro.

Me encontraba recostada en mi cama mirando el calendario de mi celular, eliminando las alarmas que ya no servirían, rememorando fechas importantes mientras me consumía con el poder iracundo de recuerdos y más. Un viento tibio entraba desde la ventana, se paseaba por mi cuarto, mecía mis pelos rebeldes que saltaban desde mi cabeza, esos que no podía controlar ni con gel para el cabello.

Me detuve en el calendario viendo la fecha y conté los días que me quedaban antes de entrar en la prisión juvenil para adolescentes imaginativos, también conocida como «colegio». Entraría a último año en el mismo colegio privado y dictatorial al que había asistido ya tantas veces.

Con mi primer regreso a Sandberg, las preguntas se atropellaban unas contra otras sobre mis antiguas amistades, sobre los profesores, las reglas y artículos que debíamos acatar sin oposición, sobre la estructura, las clases en general, los talleres y clubes. Aquel día, en mi cuarto, podía hacerme una idea muy clara sobre qué pasaría, porque siempre terminaba pasando lo mismo solo que con mínimos cambios.

Qué ilusa fui por creerlo.

Dejé de lado el celular cuando la tentación se apoderó de mi interior por completo, trazando un recorrido casi turístico hacia mi cerebro. Era una idea sumamente capaz de realizarse. Casi necesaria. El regreso a casa la había capacitado y mi celular resultaba ser en extremo tentador. Me puse de pie para alejarme del aparato electrónico y así suprimir las agallas que cosquilleaban en mi nuca. Rodeé la cama hacia la caja sobre la butaca que se encontraba frente a esta. Ya estaba abierta, por error eché los audífonos dentro; obviamente viajar no tiene gracia si no lo haces escuchando música, ¿verdad?

Metí mis manos dentro de la caja y saqué lo primero que encontré: una hoja arrancada con mi dibujo de niña dentro de un sucio cuaderno.

La acerqué para olerla, quería impregnarme de ese aroma familiar.

Volví a meter mis manos en la caja y extraje el diario de dónde salió la hoja con mi dibujo, polvoriento, con la portada arrugada y sus hojas pegadas unas con otra hasta que di con una página más amarilla que reconocería fácilmente.

Suspiré cerrando mis ojos con fuerza conteniendo las lágrimas y apegué el diario a mi pecho y lo abracé.

Hubiera continuado haciendo durante unos minutos más, pero nuestro primer encuentro, ese inminente encuentro, tuvo su lugar reclamando atención.

Unas maldiciones y gruñidos llenos de cólera invadieron mi cuarto de golpe, avasallando la cordura, el emotivo momento en que una adolescente como yo transcurría en su dichosa libertad. Me giré con la duda taladrando mi sien, atontada por las palabras tan vulgares que mis pobres oídos debían escuchar, entonces di con la figura masculina entrando a la fuerza por mi ventana.

Era él.

—Mierda —rezongó entre dientes al verme pálida y tiesa como una estatua.

Lo siguiente fue su rápido movimiento estudiado como nadie. Dio un par de pasos hasta mi encuentro, me tomó con su zurda y con su diestra cubrió mi boca emitiendo un sonido con la suya para que guardara silencio. Fue un siseo muy prolongado que concluyó con sus ásperas palabras.

—Dices algo, alguna palabra, algún grito, quejido, gruñido... o todo intento por abrir la boca considérate muerta —advirtió, clavando sus ojos azules en los míos. Sus mejillas estaban teñidas de rojo y un rastro de sangre pretendía caer por sus fosas nasales.

Dentro de la perplejidad que sentía, mi cabeza contempló con felicidad su imagen.

Lo estaba viendo otra vez.

Una vez más.

Parecía una eternidad desde la última vez.

Volvió a reafirmar su diestra sobre mis labios bajando sus ojos en un momento oportuno para ver a qué intentaba aferrarme. Aprisioné el diario con fuerza temiendo que a cambio de mi silencio se lo llevase.

Suerte que no.

Subió su mirada hacia mis ojos colapsados por lágrimas.

—No importa quien seas —insistió—. No me importa. Si te atreves a hacer un gesto, mueca o pretendes escribir en tu libreta alguna cosa, considérate muerta. Te encontraré como sea y te haré callar, ¿entiendes?

Tragué saliva asintiendo con más ritmo y frecuencia.

—Perfecto.

Siniester fue el apodo que se puso para cumplir trabajos sucios de los deshuesados sin agallas que no se atrevían a dar la cara y solucionar los problemas por ellos mismos. Fraccionaba su tiempo entre los estudios, entrenar, ver series y dar golpizas pagadas por niños ricos de los colegios anglosajones. Aunque la palabra «seriedad» no siempre se hizo espacio en su vocablo, él entendía que el dinero es dinero, por eso nunca decepcionaba a sus clientes.

Pero todo trabajo sucio tiene una consecuencia garrafal, fatídica e inminente.

La consecuencia de tanta golpiza necesitaba dar a basto en su momento más oportuno, porque todos sabemos que esa fuerza tan peculiar que nos ata a unos con otros ocurrirá. No podemos escapar de ella.

¿Sabes cuál es la fuerza que perdura en el tiempo? El amor. Inevitablemente el amor viaja en el tiempo y permanece. La creencia de que todos estamos predestinados a alguien más, nuestra media naranja, es totalmente acertada. Puedo decirlo.

No; lo afirmo por seis.

«¿Ocurrirá otra vez?», me pregunté observando cómo recorría con total descaro mi cuarto una vez que quedé libre.

Si apareció en mi cuarto, atado a mí una vez más, la respuesta era clara: ocurría una vez más, porque como dije antes, algunas personas están predestinadas y su amor viaja más allá del tiempo.

—Basura, basura, basura... ¿Qué no tienes nada bueno en estas cajas?

El descaro y ese don por decir todo lo que se le cruzaba por la cabeza eran su sello personal, lo que formaba y acompañaba a Siniester. Timidez no es una palabra con la que lo definiría, tampoco prudencia. Siniester no conocía tales cosas, y el afecto hacia el prójimo... Eso era un cuento que no se atrevía a recitar.

Lo vi metiendo las manos en mis cosas, en la caja abierta, mirando los posters que apenas pude colgar para darle un poco de vida y espacio personal a mi vieja habitación.

—¿Qué haces aquí?

Mi pregunta salió disparada con cierta tonada familiar, como si le estuviera hablando a un amigo, a alguien de la familia. Afiancé la tensión del momento con aquella interrogación, pero no duró mucho, sus ojos volvieron a mí como los del gato mirando a su presa.

—Eso no te incumbe, niña. No molestes.

Emití un jadeo incrédulo sabiendo con el tipo de chico que trataba. Dejé el diario sobre mi escritorio y me acerqué para arrebatar de sus manos la fotografía de papá.

—Claro que me incumbe, estás en mi habitación.

—¿No te dije que estuvieras callada? No me gusta hacer callar a las niñas, prefiero...

—Hacerlas gritar —concluí por él—. Qué grosero.

Quedó estático, con sus palabras ahogadas dentro de sus labios entreabiertos. Una sonrisa se escondió en mi rostro al notar que la sangre de su nariz se abría paso deslizándose hacia su boca. Pasó el dorso de su mano bajo su nariz e impregnó de sangre su mejilla.

Deduje que estaba huyendo de una paliza.

Típico.

—Mierda —masculló.

Rebusqué en mis bolsillos papel higiénico sin dar con nada.

—¿Con quién peleabas esta vez, Rust?

El silencio fue el mejor complemento para la aguda mirada que me recriminó. Un atisbo entre la sorpresa, el miedo y el recelo se debatió en ese diminuto instante. Nadie, absolutamente nadie conocía su nombre real, siempre lo llamaban por su connotado e irónico apodo.

Siniester y Rust eran personas completamente diferentes.

Terminó por acorralarme.

—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién te dijo mi nombre? —interrogó.

No supe qué responder.

¿Cómo decirle que él mismo me dijo su nombre en una situación completamente diferente, que él y yo nos habíamos conocido antes, que alguna vez nos enamoramos y que conocía cada parte de él?



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Primer capítulo :'D Espero les haya gustado y parecido interesante. Y si les dejó preguntas entonces mejorsh 7u7

Esta historia está como "próximamente" y así permanecerá hasta que concluya su sucesora: "Un beso bajo la lluvia". Cuando esa historia concluya comenzaré con esta y resolveré sus preguntas capítulo tras capítulo. Mientras tanto, díganme en sus comentarios qué les pareció.

Recuerden ashudar a esta pobre criaturita con sus votos, comentarios y compartiendo la historia; se acepta de tooh menos insultos, eh.


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