T r e i n t a y s i e t e
Guardé el muffin en mi mochila y partí corriendo a la sala de Biología, cogí el asiento de siempre y esperé a la profesora. Hasta allí todo estuvo normal, la costumbre de esperar a la gran profesora Stone, cuyo apellido le calza como anillo al dedo, ya la mantenía arraigada. Y no solo yo, también mis compañeros que aguardaban. Cuando la sala se estaba llenando, una cabellera rubia acompañada de los míticos ojos azules de Rust llenó la sala de comentarios pronunciados con incredulidad: ¿Qué hace aquí?, ¿por quién viene?, ¿de verdad ese es Siniester?, ¿lo habrán cambiando de clases?, ¿Qué hará ahora? Para todas aquellas preguntas yo conseguí sus respuestas.
Con un gesto de «sal o te mato» obligó a que mi compañero de asiento se fuera a sentar al otro lado de la sala, donde Rust no pudiese amenazarlo con sus intimidantes ojos. Luego, con el asiento a mi lado libre, se sentó cual rey en su trono.
—Hola —saludó con total normalidad.
La profesora llegó. Me escurrí en el asiento para que no me viese junto a Rust, mucho menos hablándole.
—¿Qué haces? —pregunté entonces, lo suficientemente bajo para que la profesora no me escuchara y lo suficientemente alto para que Rust sí. Dios, qué tragedia, y con toda la clase en silencio qué complicado fue.
—Saludarte —respondió haciendo una mueca burlesca.
—No, ¿qué haces aquí? —corregí de forma pausada—. Esta clase no te toca.
—Las clases no tocan.
—Me refiero a que...
—Vengo a estudiar —se apremió a decir con seriedad, una actuación que seguro heredó de su padre pues sus palabras eran mentiras.
—Bien. —No dije más y saqué mi cuaderno de Biología. A mi lado, Rust también sacó un cuaderno, lo abrió en una hoja cualquiera y justo dio con unos rayones hechos con su caligrafía terrible. Recordé su gesto del muffin; empecé a cuestionarme si debí echarlo en mi mochila o simplemente dejarlo en el casillero, no quería insinuarle nada y haberlo recibido podía decir mucho. Decidí hablarle—: Escucha, no creas que con un muffin vas a tenerme de tonta nuevamente.
Elevó una de sus castañas y pobladas cejas al escucharme. Sin disimularlo mucho, pero en un tono cuidadoso, respondió:
—No te lo di con esa intención, Pelusa.
«Ja, ¿cómo que no?», pensé repeliendo la falsedad en su respuesta.
—Y no lo quiero.
Lo último lo ofendió. El Rust altanero decayó en una derrota que no pudo disimular. Se agachó a cuestas de la mesa —como yo— y abrió sus labios buscando qué decir,con sus azulados ojos parpadeando con una frustración... Me sentí un poco mal por decírselo sin filtro ni cuidado.
—Bueno... —alargó un silencio innecesario tragando saliva— regrésamelo.
Asentí y busqué el muffin en mi mochila. Lo coloqué en su mano, la que esperaba obtener solo aire. Otra vez el ego de Rust Wilson cayó cuando su perfil enfiló el muffin. Mientras lo examinaba como un analista profesional, yo traté de prestarle atención a la clase.
—¿Tan malo está? —preguntó arrastrando las palaras por su garganta. Sonaba tan mal, como un enfermo en sus últimos días.
—¿Qué?
—Si tiene mal sabor y por eso no lo quisiste —explicó con tranquilidad lo obvio.
Prácticamente tiré mi bolígrafo sobre el cuaderno para responderle.
—Ni siquiera lo he probado.
—¿Ah, no? —insinuó— ¿Y esto?
Con su dedo señaló una parte del muffin que parecía una mordida enorme. Era la mordida perfecta, la que trajo de regreso al Rust altanero. Agarré el muffin y fruncí el ceño.
—No es una mordida, está raspado.
La sonrisa torcida de Rust apareció. Puso el muffin sobre la mesa y él apoyó su brazo en la misma, luego apoyó su cabeza en su mano como si estuviera recostado en su cama. Ignoré su lado arrogante, no necesitaba quebrajarme la cabeza tan pronto.
—Lo probaste, no tienes que negarlo —soltó en un canturreo que por poco me hace partir con mis manos en bolígrafo.
Seguí ignorándolo, una estrategia que mamá me enseñó cuando de pequeña me molestaban por mi cabello. Pues sí, aunque me duela un poco decirlo, de pequeña me molestaban por mi cabello; decían mis compañeros de clase que mi cabeza se estaba quemando porque pues... mi cabello es rojo. Es estúpido que me sintiera tan mal por eso, pero todos somos en un punto voluble. Ahora, claro, estoy orgullosa de mi cabello, y con todos los apodos de Rust no tengo tiempo de ofenderme. Es irónico si lo piensas: antes me ofendía por el color de mi cabello y terminé enganchada a un chico que me molesta con él.
Me estaba cuestionando aquello cuando escuché la voz de Rust queda, ahogada y triste.
—Extraño a mis hijos.
Dejé de escribir los garabatos que estuviera escribiendo de la pizarra, su agónico comentario fue como flecha impactando en mi corazón. No podía evitar compadecerme de ese lado de Rust, mucho menos cuando llamaba «hijos» a los mininos que él mismo rescató. La Yionne O'Haggan sensible apareció para entonar un alargado «aw» mental, pero la Yionne O'Haggan determinada no lo podía dejar pasar.
—¿Tus hijos? —amonesté, golpeando el cuaderno con el bolígrafo—. Rust, eres como esos "padres" —hice comillas— que solo aportan dinero.
—¿Qué dices? Iba a verlos cuanto podía y ahora... pues tú no me dejas verlos.
—Eso no los hace tus hijos. Siempre fuiste así, partiendo por el hecho de que me encomendaras cuidarlos.
—Yo no soy como esos padres —se defendió—, yo les di el cariño que pude darles.
Ninguno de los dos se percató que la profesora Stone dejó de dar la clase para caminar, con pasos sonoros contra el piso de la sala, a nuestro lugar. Su rostro frío nos miraba desde las alturas, con su nariz aguilada en alto y sus ojos avistándose tras sus enormes pómulos tensos.
—Fuera —ordenó a ambos y su quijada se endureció.
Iba levantándome de mi asiento con la resignación que una estudiante a la que echan puede portar, pero Rust, sin quitarle los ojos a la profesora, me tomó del hombro para que no lo hiciera. Quedé con el movimiento de levantarme interrumpido y allí permanecí.
—Pregúntenos lo que quiera, profesora —dijo pretendiendo ser el estudiante ejemplar que no era. Sí, a Rust le podía ir de maravilla en el colegio, sacar las mejores notas y estar dentro de top en la lista de mejores estudiantes, no obstante, su actitud altanera y el afán de meterse en problemas le daba la mala reputación que a ningún profesor gusta—. Le estamos prestando atención.
La profesora Stone emitió una carcajada corta y seca el momento en que renegó con la cabeza.
—Le está prestando atención a O'Haggan —le corrigió.
—¿Qué se le puede hacer?, ella me gusta más que sus clases.
Hubo silencio, un largo silencio. Stone le hizo una mueca de disgusto que pronto me dio a mí.
—Fuera —repitió.
Fui la primera que se levantó. Me colgué la mochila al hombro con los ojos puestos sobre Rust, lo culpaba en silencio por su testarudez. Pronto se levantó él y salió de la sala seguido por mí. En el pasillo principal del campus de ciencias, me adelanté a sus pasos para dirigirme al patio principal del colegio, donde me senté frente a la pileta con la figura del fundador de Sandberg. Allí fue a dar Rust, siguiéndome como una molesta paloma cortejando a su pareja. Cuando sentí su brazo rozando el mío, me aparté abriendo una brecha entre ambos: yo agachada, con mis brazos sobre los muslos, apoyando mi cabeza en las manos; Rust encorvado, con su peso sostenido sobre ambas piernas donde apoyaba sus codos.
La calma en plena mañana me gustó, quizás es lo único que no podía reprocharle, porque el colegio es fantástico en estructura, y sin estudiantes que transitaran a esa hora por fin podía sentirme cómoda. Incluso teniendo a la persona con quien no quería intercambiar palabras.
Pero como nada es para siempre, la tranquilidad acabó.
—¡Qué... porquería! —exclamó Rust a mi lado, con la boca llena del enorme mordisco que le había dado al muffin y el cual escupía al otro lado de la banca—. Con razón no lo comiste —dijo tras limpiarse la boca—, sabe a mierda.
—La repostería no se te da —le dije—, nunca se te ha dado.
—No podía traerte uno de mis magníficos sushis al colegio.
Me encogí de hombros con indiferencia.
—No es que me interesen probarlos.
Rust arrastró su trasero por la banca para acercarse, aun así, mantuvo una distancia prudente, una donde nuestros brazos no volvieran a tocarse.
—No los quieres probar porque caerías rendida ante mí —compuso en un acto vomitivo de arrogancia con sutiles toques de broma, de cualquier forma me dieron ganas de echarme a reír, pero luego tuvo que agregar—: De nuevo. Ya sabes lo que dicen: primero se conquista el estómago.
Ese «de nuevo» lo sentí como un golpe.
—¿Y por eso abriste mi casillero (no tengo idea de cómo) para poner una nota y el muffin? No vas a conquistarme con eso, Rust.
Se quedó estático y pensativo. Por el rabillo del ojo lo noté suspirar y girar entre sus dedos el muffin mordido. Apoyó sus codos otra vez sobre sus piernas, con desgano.
—¿Sabes cuánto tarda una persona en enamorarse? —preguntó de pronto.
—No.
—Lo que demora un parpadeo.
En sincronía perfecta volteamos para vernos; él pestañó para enfatizar sus palabras. No tengo idea de dónde había sacado tal cosa, tampoco se lo cuestionaría pues siempre he creído que para cada persona enamorarse ocurre de forma diferente, y no podía juzgar ni defender su idea de enamoramiento. Por supuesto, un parpadeo me resultó exagerado y preguntarle si eso era correcto tendría como respuesta audaz sí, porque él era Rust y lo afirmaba como tal.
—¿Y cuánto demora una persona en desenamorarse? —Siguió con sus preguntas.
—Unos meses.
Asintió más animoso.
—Algo así: unos meses o puede que un año. Por eso estoy confiado, Pelusa, voy a conquistarte más rápido de lo que tardes en desenamorarte de mí.
Qué payaso del averno...
Lo peor de todo es que tenía razón: enamorarse de alguien —o en este caso conquistarlo— resultaba más sencillo que olvidarse de alguien, una ironía jodida de la vida que todos aprenderemos con la práctica. O al menos yo, porque por más que quisiera dejar atrás lo que sentí, el más mínimo detalle aceleraba mi corazón, y por Dios, en esa banca, en medio del silencio, lo que podía escuchar era eso: mi corazón agitándose por quien aspiraba en dejar de querer.
—No será hoy, no será mañana, no será dentro de una semana o un mes, pero sí..., lo haré —afirmé con una confianza que dolió en mi pecho, que quemó con fuerza. No trataba de convencerlo a él, lo decía para convencerme a mí, y eso era lo que dolía—. Lograré olvidarte de alguna forma y alguien más reemplazará los sentimientos que tengo por ti.
Se puso de pie en medio de unas carcajadas profundas. Frente a mí, con la más sincera expresión, apretó sus labios con sus comisuras levemente bajas y se encogió de hombros como quien debe asumir un error.
—La cruda realidad es que no vas a poder reemplazar una mierda. ¡Así son las cosas, Pelusa! —exclamó tras una mirada austera de mi parte—. Ninguna persona puede reemplazar a otra y ningún sentimiento será el mismo, todos son diferentes. Ya el que se sientan similares en otro tema. Lo siento, mi pelirroja compañera, pero así serán las cosas.
Me mordí la lengua pues mi orgullo no quería doblegarse aunque compartiese su opinión. ¿Qué más podía hacer? ¿Decirle que tenía razón? Ni de chiste.
—Suerte que no he llegado a tal extremo. —Me puse de pie y empecé a acomodarle la ropa, tal cual él lo hacía cuando explicaba algo—. No te confundas, Rust, dije que me gustas, te lo hice saber, pero llegar a un enamoramiento... Falta mucho para eso.
Vaya mentira.
—Tus palabras de ayer lo decían.
—Ayer estaba conmocionada, le di más importancia de lo que debo.
—Demuéstralo.
Recordé lo que Aldana me dijo sobre las mentiras, lo que me delataba. Mantuve la mirada fría y firme con la de Rust; nada de mirar hacia los lados o hacia abajo para responderle, nada de pestañeos nerviosos que revelaran la verdad.
—No así... —corrigió— Así.
Me abrazó, se apegó a mí como un cachorro maltratado que busca el cariño de un humano, la clase de animalito que está buscando la aceptación y la pide a gritos con un gesto tan simple... Pasó sus brazos bajo los míos, luego reposó sus manos en mi espalda, acercándome en un torpe medio paso. Mis zapatos negros chocaron con los de él hasta que lograron acoplarse a ellos. Lo tenía tan cerca, pecho con pecho, y todo para demostrarle que estaba mintiendo.
Mi trabajo era simple: no podía responderle el abrazo. Tenía que mantenerme rígida como la estatuilla que veía a unos menos de nuestro lugar, quieta sin mover ninguno de mis brazos. Si lo lograba probablemente me dejaría en paz. Mas como todo lo simple se complica, también pasó en esta ocasión; mantenerme desligada a sus intenciones se complicó pues mi instinto, por inercia y por costumbre, me pedía tenerlo así. Me pregunté si él, teniéndome así de cerca, sentía la misma revolución interna que yo; si acaso también cerró los ojos concentrándose en el abrumar, pero muy exquisito, momento en que nuestras respiraciones se volvían cómplices. Él exhalando y yo inspirando y viceversa.
El temblor en mis manos indicaba que estaba cayendo en sus malignos planes. Pude haber aceptado y dejarme llevar de una buena vez, no obstante, mi raciocinio pudo más. Me esforcé para no ceder. Quizá demasiado.
Un nuevo viaje no planeado me llevó a perderme en los confines del tiempo, a la época en que mi aspiración por ser una heroína surgió, al día en que solo era una niña en medio de un grupo de niños y vi, para desgracia y trauma, a uno de los chicos alimentando a su araña con un pequeño pájaro. La ramificación llevó sin precedentes a ese día como si quisiera que esta vez salvara al pajarito, desperté por la mañana, con el grito de mis padres para que bajara a desayunar. Me sentí extraña, lo sentí algo especial. No estaba preparada para enfrentar ese día, fue pura sorpresa que despertara ese singular día. ¿Pero sabes? Siendo una pequeña niña puedo decir con orgullo que salvé a ese pequeño pájaro.
Es extraño que lo diga, no le tomé mucha importancia al corto viaje, pero el que haya salvado al pájaro de la araña significaba, tal vez, que por fin después de tanto viaje, haría las cosas bien. Quizás no salvaría más vidas, pero sí tomaría la decisión correcta. No lo supuse ese martes, sabía que debía hacer lo correcto, pero no había nada que me impulsara a hacerlo realmente. Entonces... entonces tuvo que llegar el día V.
Ya llegaré a ese día, ten paciencia.
Cuando abrí mis ojos estaba en la enfermería, con el enorme ventilador girando bajo un techo blanco. El dolor de cabeza lo describiría como horroroso, la sensación de estar girando todo el tiempo una tortura. No me encontraba bien y, para colmo, el hilo de sangre respectivo emergió de mis fosas nasales.
—¿Tan bueno estoy que te desmayas en mis brazos? —preguntó Rust, quien estaba a mi lado aguardado que despertara. Apretó mi tabique y limpió la sangre con un algodón.
—Me duele la cabeza como no tienes idea —le dije al aire.
—Estoy tratando de llamar a su madre pero no contesta —habló la enfermera apareciendo de pronto en mi campo visual. Su bata blanca dejó una estela que decoró el cuadro borroso que se formaba en mi cabeza de tantas vueltas.
—Mi madre está trabajando —pronuncié—. Por favor no la llamen, no quiero que se asuste por esto.
—¿Te pasa muy seguido? —La voz de la enfermera apenas la pude oír. Quise sentarme en la cama y tuvo que ayudarme junto a Rust—. Eh, ¿te pasa muy seguido? —insistió.
Responder que sí alertaría a mamá, iba a negarme pero...
—Sí, la he visto desmayarse antes.
Pero no conté con la impertinencia de Rust. Bocón.
—Sigue sin contestar...
Mamá no contestaba el celular, genial. Bien por mí.
—Llamaré al viejo —propuso Rust, buscando el celular en sus bolsillos.
—¿Tu padre?
No podía creerlo...
—¿Quién más puede ir a dejarte a tu casa?
—Me quedaré aquí hasta recuperarme, en casa estaré sola y...
—Voy a llamar a mi viejo —sentenció—. Lo quieras o no, Pelusa. —Se acercó a mí para que la enfermera no escuchara, luego dijo—: Si no tienes a ningún otro familiar no queda de otra, que te lleve al hospital y ya.
El papá de Rust llegó en menos tiempo del que deseaba. En lo que demora un maldito parpadeo.
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