Capítulo 3
¡Hola! Hoy os traigo el tercer capítulo de Dioses del Tiempo.
Animaros un poco a comentar qué cosas os gustan más, y cuáles menos. Sin saber vuestras opiniones, resulta un poco aburrido esto de las redes sociales... :) En fin, ¡espero que os guste!
Capítulo 3
Ciudad de Solaris, Nuevo Imperio – 1.836
—Iris, despierta, está sonando tu alarma...
—Apágala tú, anda.
—Yo la apago si quieres, pero se supone que es para algo, ¿no?
Silencio.
—¿Iris? ¿Te has vuelto a dormir, Iris?
Darren siempre escuchaba la alarma antes que ella. Su formación estricta militar le había preparado para estar atento ante cualquier posible peligro, y el sonido de la alarma se le clavaba en los oídos como si disparos se tratasen.
La alarma del despertador de Iris.
—¿Por qué no despiertas tú a los niños?
—Si lo hago, sabrán que estoy aquí.
—¿Y qué?
—Que no debería, ya lo sabes. La directora es muy estricta con las normas.
—Oh, vamos, somos mayores de edad...
—Pero residentes de la Hermandad, y espero seguir siéndolo durante muchos años, así que, sintiéndolo mucho...
—De acuerdo, de acuerdo, tú ganas... me levantaré... pero quédate un rato más.
Las normas de la Hermandad del Nuevo Amanecer prohibían que chicos y chicas compartiesen habitación. Era un intento por mantenerlos separados y evitar sorpresas desagradables en gente demasiado joven como para aceptar según qué responsabilidades. En definitiva, era una regla lógica, al menos durante los primeros años de vida. Cumplidos los veinte cuatro años, a Iris le molestaba tener que ocultar su relación con Darren. Llevaban ocho años haciéndolo, y mientras siguiesen viviendo bajo el mismo techo que la directora Liona Wesler, no les quedaría otro remedio que seguir escondiéndose.
Darren e Iris se conocían desde que eran niños. Ambos eran huérfanos, y aunque durante los primeros años de convivencia apenas se habían prestado atención, con la llegada de la adolescencia ambos habían sentido un gran interés por el otro. Se divertían juntos y se gustaban, por lo que no tardaron en dejar de ser solo amigos. Pasaban el máximo de tiempo posible juntos, y así habían seguido haciendo incluso después de que Darren abandonase la institución para unirse a la Legio IV. A partir de aquel punto dejaron de verse a diario, pero el soldado acudía a la Hermandad en todos sus permisos.
Y en gran parte lo hacía por ella.
Los años habían ido pasando, y aunque el plazo entre un encuentro y otro cada vez eran más amplios, no les importaba. Siempre se tenían muy presentes. Celebraban sus reencuentros, pero nunca lamentaban sus separaciones, pues sabían que eran temporales. Que aunque tardasen en volver a verse, siempre habría una noche más.
Hasta que dejó de haberlas.
Darren desapareció en el año treinta y cuatro, durante una operación en Throndall. Previamente, antes de iniciar la campaña, el legionario le había confesado a Iris que tenía un mal presentimiento; que tenía la sensación de que la operación era mucho más peligrosa de lo que a simple vista parecía, con la guerra civil más recrudecida que nunca. Pero tenía que ir, era su deber, así que viajó hasta los límites del país fronterizo y no volvió.
Tardaron varios meses en notificarles su desaparición, y cuando lo hicieron fue en mitad de la noche y solo a la directora Wesler, quien nunca había dejado de ser la tutora legal de Darren. Le transmitieron la triste noticia y le entregaron su distintivo militar a modo de recuerdo.
Un distintivo que horas después acabaría en manos de Iris.
La pérdida de Darren fue un duro golpe para ella, pero por desgracia no era el primer miembro de la Hermandad que perdía la vida. Vivían tiempos complicados en un mundo lleno de violencia y los niños no eran ajenos a ella. Muchos de ellos se unían a las legiones, mientras que otros intentaban suerte en el castra Praetoria. Algún afortunado era reclamado por la Academia gracias a su potencial mágico, pero todos, de una forma u otra, intentaban aportar algo al Imperio. Y en algunas de las ocasiones era la vida lo único que lograban entregar.
Iris despertó con el amargo recuerdo de los fríos dedos de la muerte hundiéndose en su pecho. Visualizó las siluetas de los cirujanos alzándose sobre ella como espectros blancos, y en sus manos vio las agujas doradas con las que habían sellado su pecho abierto. Visualizó la sangre, la olió y saboreó... y tal fue la amargura en su garganta que sintió que se ahogaba.
Abrió los ojos y se llevó las manos al pecho instintivamente, allí donde la cicatriz palpitaba con fuerza. Le costaba respirar, pero no era por la herida. La opresión tenía otra procedencia, y como pronto descubriría, respondía a los controles que un grupo de magi estaban realizando al tren. Iris se asomó a la ventana disimuladamente y comprobó que se habían detenido en el puesto de control fronterizo. Estaban a punto de cruzar al Nuevo Imperio de Solaris.
Les observó durante unos segundos, preguntándose qué tipo de información conseguirían con aquellos hechizos, pero el sueño no tardó en devolverla de regreso a la cama. Iris se tumbó y, confiando ciegamente en su nueva acreditación, se quedó profundamente dormida.
El tren alcanzó la estación de Solaris tres días después de partir de Hésperos, en plena madrugada. Era un día frío, con el cielo cubierto de nubes negras que no tardarían en liberar una fuerte tormenta de invierno. Iris se apeó del vagón con paso rápido, sintiendo el frío clavarse en sus músculos como las agujas de los cirujanos con los que llevaba días soñando, y se apresuró a entrar en el edificio principal de la estación. Su interior, tenuemente iluminado por una luminiscencia blanquecina, estaba prácticamente vacío, con la cafetería y el quiosco cerrados, pero con un importante reguero de viajeros cruzándolo recién llegados de Albia. Iris se situó en la cola para cruzar las máquinas de control, allí donde en las pantallas debían apoyar sus acreditaciones mientras miraban fijamente a la cámara, y aguardó su turno. Treinta minutos después, atravesó el torno y salió a las ya lluviosas calles de Solaris.
El recuerdo de su llegada a Hésperos la acompañó hasta una boca de metro. Iris descendió la escalinata y tomó asiento en el último peldaño al ver que una verja impedía el acceso a la estación subterránea. Según los carteles informativos el servicio de transporte público no abría hasta media hora después, por lo que decidió esperar. Sacó el mapa de la ciudad que había comprado durante el viaje y comprobó dónde se encontraba. De haber hecho mejor tiempo, habría aprovechado el tiempo para acercarse un poco a pie, pero aquel día llovía demasiado. Así pues, dándose por vencida, esperó pacientemente junto a otros tantos viajeros a que el tiempo pasara y, una vez cumplida la espera, se internó en el complejo entramado subterráneo que conectaba Solaris.
La capital del Nuevo Imperio se parecía mucho más a Herrengarde que a Hésperos, por lo que no tardó en sentirse cómoda en ella al salir de nuevo a sus calles. Las avenidas de piedra y los edificios algo más bajos otorgaban una calidez a la capital sureña que le traía buenos recuerdos. Además, le gustaba poder vislumbrar el océano en la lejanía. No era una visión a la que estuviese acostumbrada, pero Darren le había hablado en tantas ocasiones sobre ello que había aguardado con ansia aquel momento.
Pero no era la playa lo que había ido a buscar al Nuevo Imperio de Solaris. Iris sabía que su hermano había pasado la mayor parte de su vida en aquella ciudad, luchando por convertirse en alguien dentro de las filas del ejército de Lucian Auren, y quería descubrir más sobre ello. Quería saber qué había sido de él, cómo había vivido y muerto, y la mejor forma de hacerlo era empezando por el principio.
La estación de metro la dejó a varias calles de distancia del barrio donde su hermano había residido, por lo que se vio obligada a recorrer los últimos metros bajo la intensa lluvia. Avanzó con paso ligero, tratando de esquivar los charcos que se formaban bajo sus botas, hasta alcanzar el gran arco de piedra a través del cual se accedía a la zona conocida como "la Colina Roja". A partir de aquel punto, los edificios bajos quedaban atrás para dar paso a un conjunto de villas ajardinadas en cuyo interior vivían las grandes personalidades de Solaris.
Descubrió que las primeras eran de menor tamaño y estaban más juntas, pero cuanto más se internaba en la zona, mayor era el terreno y más imponente la vivienda.
Y mayores eran las medidas de seguridad, claro.
Aunque en ningún momento llegaron a detenerla, Iris no tardó en darse cuenta de que estaba siendo vigilada por los agentes de seguridad que custodiaban las villas. Era lógico: no era lo habitual ver a una chica empapada deambular por un barrio como aquel poco antes del amanecer. No obstante, no le preocupaba. Le incomodaba, sí, pero no temía que pudiesen increparla. Al fin y al cabo, pronto se convertiría en una habitante más de "la Colina Roja", así que cuanto antes la conocieran, mucho mejor.
La avenida principal que conectaba un extremo y otro del barrio empezó a empinarse al alcanzar la zona más lujosa del barrio. Iris la recorrió paulatinamente, deteniéndose para contemplar los imponentes caserones que se alzaban tras los muros de piedra, y siguió hasta alcanzar el otro extremo de la colina, allí donde la calzada iniciaba el camino de bajada. Descendió durante unos cuantos minutos, agradeciendo que al fin la lluvia hubiese aflojado un poco, y torció por una de las calles para adentrarse en una de las avenidas perpendiculares. En ella, al final de un largo paseo donde un muro blanco protegía una vivienda de varias plantas, aguardaba la gran verja negra que era su destino. Iris la recorrió con paso rápido hasta el final, hasta la puerta de entrada, y comprobó que el dígito dorado que colgaba de uno de los barrotes se correspondiese con el que buscaba.
—El número siete —murmuró con desconcierto al ver un bonito jardín de piedra perfectamente cuidado más allá de la cerca.
Iris sacó el llavero del perro en su bolsillo y buscó entre las llaves la de la entrada. Probó varias, dejándose llevar por su aspecto, hasta finalmente dar con la correcta. Tres giros después, logró entrar. Y fue entonces, al escuchar el quejido de los goznes al girar sobre sí mismos, cuando sintió la gran sombra de la mansión de su hermano proyectarse sobre ella. Iris se adentró unos pasos, impresionada ante la imponente estructura de piedra gris que se alzaba ante ella, y sonrió cuando un recuerdo lejano despertó en su mente. En él, Frédric le mostraba la fotografía de la que había sido la casa familiar de los Sertorian antes de la guerra civil: una preciosa mansión similar a un palacio pequeño cuyas cinco torres acabadas en aguja formaban un círculo perfecto alrededor del edificio principal.
Una casa que, años después, había logrado replicar en el corazón de Solaris.
—Es aquí, sí —comprendió de inmediato.
Iris cerró la puerta tras de sí y se adentró en el cuidado jardín. En él, rodeado por bonitos sauces procedentes del norte del país, había un estanque lleno de peces rojos.
Peces que, incluso después de la muerte de su hermano, seguían viviendo plácidamente.
Alguien estaba cuidando de la casa. Iris lo había sospechado al ver el estado del jardín, pero la visión del agua cristalina lo confirmó. Contempló el ir y venir de los peces durante unos segundos, deleitándose en la belleza de sus movimientos, y siguió caminando hasta alcanzar el pórtico de entrada del palacete. Iris buscó nuevamente la llave, esta vez acertando a la primera, y accedió a la vivienda.
Y tal y como puso pie en la alfombra negra que cubría el vestíbulo de entrada, toda la sala se iluminó, revelando un impresionante tapiz en la pared oriental. Iris se volvió hacia él, sintiéndose repentinamente intimidada por su inmensidad y fuerza, y en él vio un grupo de ocho halcones posados sobre los restos de lo que parecía ser un edificio derruido.
Ocho imponentes ejemplares cuyo ojos miraban al frente con determinación.
Tardó unos segundos en lograr apartar la mirada de las hipnóticas aves. Iris comprobó su al alrededor, deleitándose de la bella y elegante decoración de la vivienda, hasta localizar en las paredes laterales dos puertas cerradas. Eligió la derecha al azar y salió a un corredor que, nuevamente, se iluminó con su llegada. Iris avanzó por él, descubriendo más cuadros paisajísticos en los que un mismo halcón marrón era el protagonista, hasta dar con un salón de grandes dimensiones. En su interior, además de una mesa central de cristal, había otras tantas obras de arte, varias armaduras uniformadas con los colores del Nuevo Imperio y una chimenea.
Se acercó para ver si se encendía automáticamente con su presencia. Se agachó frente a ella y al ver que los listones de madera no prendían, se dio por vencida. Una lástima. Iris se incorporó, sintiendo que todo cuanto había a su alrededor parecía surgido de un ensueño, y se acercó a la mesa para dejar su mochila aún mojada. La temperatura de la casa era fría, propia de la región, pero su estado era tan pulcro que nuevamente comprendió que alguien estaba encargándose de su cuidado. La gran duda era: ¿quién? ¿Sería posible que su hermano hubiese dejado alguien del servicio?
Siguió paseando por la mansión con la sensación de que aquel lugar estaba mucho más vivo de lo que a simple vista parecía. Según el recorte de periódico que había encontrado en la caja, su hermano había muerto hacía ya tres años, pero era evidente que posteriormente alguien había habitado aquel lugar. Alguien que había cuidado todos los detalle, arreglando todo cuanto el tiempo deterioraba y manteniendo en perfecto estado una vivienda que incluso vacía irradiaba vida.
Una a una, Iris fue visitando todas las habitaciones del edificio principal, descubriendo en ellas las de dos niños pequeños. La de la niña estaba llena de muñecas y de libros; la del niño, en cambio, solo tenía globos pintados en las paredes y una cuna con dosel.
Iris lo contempló con inquietud. En ningún momento se había planteado la posibilidad de que su hermano hubiese tenido familia. En su mente se veía a sí misma como la única superviviente de los Sertorian, pero tras aquel descubrimiento las cosas cambiaban completamente. Todo indicaba que su hermano había tenido al menos dos hijos; dos tesoros a los que quería conocer y gracias a los cuales, quizás, su vida volvería a cobrar sentido.
Regresó al salón principal con una mezcla de sensaciones en el corazón. Se sentía aturdida. Tan aturdida que no escuchó los silenciosos pasos que atravesaban la mansión hasta que su dueño se abalanzó sobre ella y la derribó de un fuerte empujón. Iris cayó sobre el suelo de rodillas, raspándose las manos al intentar frenar el golpe, y al intentar volver la vista atrás recibió un fuerte puñetazo en la cara. La parte trasera de su cabeza se estrelló contra la piedra, y por un instante Iris quedó aturdida. Parpadeó lentamente, sin comprender lo que sus ojos veían, hasta que un fuerte pisotón en el estómago la hizo volver en sí de inmediato. Le faltaba el aire... se ahogaba. Iris se llevó las manos al pecho, y entonces al fin vio a su agresor. O al menos divisó su silueta abalanzándose sobre ella. Acercó algo a su rostro...
Y la oscuridad se cernió sobre ella.
—¿Respira?
—¡Por supuesto que respira! ¿Quién te crees que soy? ¿Un asesino?
—Ni lo sé, ni me importa, la verdad, pero tiene mal aspecto. ¿Toda esa sangre es suya?
—La sangre siempre es escandalosa, ya lo sabes.
Guardaron unos segundos de tenso silencio.
—Sobre todo cuando hay tanta... ¿has intentado despertarla?
—Precisamente te estaba esperando para ello. Tú tienes mejor mano que yo.
—Vaya, que no te atreves a despertarla no sea que te la hayas cargado, ¿no? Teniendo en cuenta la paliza que le has dado, no me sorprendería.
A Oliver Septimar, legionario desde hacía ya dos décadas, no le sorprendió la llamada en mitad de la noche. Hacía una semana que cubría las guardias nocturnas en el cuartel del Norte de Solaris, por lo que estaba despierto cuando Tristan Eris dio la voz de alarma. Lo que sí que le sorprendió, sin embargo, era lo que descubrió en la parte trasera de su coche cuando acudió al aparcamiento a socorrerle. La conversación por teléfono había sido muy breve, y en ella Eris se había mostrado muy nervioso. Lo suficiente como para saber que era mejor que guardase el secreto. Tristan era de los que se metía en líos con facilidad y sospechaba que aquella noche había pasado algo. A pesar de ello, en ningún momento había esperado que fuese algo de aquellas dimensiones. El legionario había traído consigo a una mujer joven, la cual yacía inconsciente en el asiento trasero del coche, maniatada y empapada de sangre. E inconsciente, claro, que aquel punto era importante. Pero sin duda, lo más importante era que era una civil. Una maldita civil a la que por alguna razón había decidido atacar.
Eris había dicho que era una ladrona, o algo parecido, no lo recordaba, pero tan solo había necesitado ver sus ropas, un largo vestido azul anudado al cuello y un abrigo largo blanco, para llegar a la conclusión de que su acusación era improbable. El aspecto de aquella joven era bueno, quizás no tanto como el de los habitantes de "la Colina Roja", pero sí lo suficiente como para considerarla de clase media o alta. Y aquel tipo de gente no robaba...
—Me huele a que te has metido en un buen lío —comentó Oliver mientras comprobaba las constantes vitales de la mujer. Al menos respiraba, algo era algo—. Está todo el mundo dormido, así que contrólate, ¿de acuerdo? No te interesa que vean nada hasta que no aclaramos las cosas.
—¡Te lo he dicho, Septimar! ¡Se había colado en la casa de Sertorian!
—¿Puedes bajar el tono de voz?
Oliver sacó a Iris con cuidado del coche y se la cargó a las espaldas. La mujer no pesaba demasiado y él pasaba muchas horas en el gimnasio, por lo que el traslado al interior del puesto de guardia no fue complicado. La llevaron hasta la sala de descanso, no sin antes hacer un alto en la de control para confirmar a su colega, Renald Viers, que todo iba bien, y allí la depositó cuidadosamente sobre el sillón.
A continuación, dedicándole una mirada llena de inquina a su compañero, señaló el botiquín.
—Anda, tráelo. Con un poco de suerte lograré que se despierte... pero vamos, que no puedo hacer nada para que no te denuncie —reflexionó de mal humor—. Se te va a caer el poco pelo que te queda, Eris.
—¿¡Pero es que no me has oído!? —replicó él mientras obedecía. Sacó el botiquín de emergencia de uno de los armarios y se lo acercó—. ¡Es una maldita ladrona! ¡O algo peor!
—¿Algo peor como qué? —Oliver lo dejó sobre la mesa y lo abrió en busca del instrumental necesario. Cogió un poco de algodón, uno de los frascos de ungüento y lo empapó—. ¿Estaba la cerradura forzada?
El rostro de Tristan palideció.
—No.
—Ya, claro, no estaba forzada —repitió Oliver en voz baja. Acercó el algodón a la nariz de la joven y lo dejó unos segundos, en busca de una reacción. Tal era la intensidad del olor que, con suerte, no tardaría demasiado en despertar—. ¿Te has planteado la posibilidad de que sea alguna amiga de la familia?
El legionario se llevó la mano a la nuca en un gesto lleno de inocencia. Lo cierto era que había actuado con tanta rapidez que ni tan siquiera se lo había planteado. Simplemente se había dejado llevar por el instinto, y...
Y...
Dejó escapar un largo suspiro al ver que no despertaba. Rodeó la mesa para arrodillarse al otro lado, junto a sus piernas, y le levantó los párpados en un intento desesperado por hacerla reaccionar.
—¡Oh, vamos, yo solo cumplía órdenes! —se quejó—. ¡Esto es cosa del legatus!
—¿El legatus te pidió que le pegases una paliza a cualquiera que vieses entrar en esa casa?
—Más o menos... bueno, no. ¡Pero es que no le he dado una paliza! ¡Han sido un par de empujones, nada más! ¡Lo juro!
—Ya... seguro. Pues malas noticias, amigo mío: de momento no despierta, así que me temo que no me va a quedar más remedio que despertar a los compañeros del personal médico. Te recomiendo que llames al general: si realmente esto es cosa de él, debe saberlo.
Tristan dedicó una mirada significativa a Iris, la cual seguía inmóvil en el sillón, y se incorporó. En su rostro se dibujó una expresión nerviosa, primero de rabia, después de miedo. Finalmente, dejando escapar a su paso un gruñido, abandonó la sala a la carrera, atormentado por la gran nube negra que rápidamente había emborronado su razón.
Oliver le siguió con la mirada, con la expresión neutra, y aguardó unos segundos a que sus pasos se alejasen por el edificio para volver la atención a Iris. Apartó el algodón de su rostro y cerró el maletín.
—Puedes abrir los ojos, ya se ha ido —anunció en un susurro—. Voy a poner el seguro a la puerta para que no pueda entrar, ¿de acuerdo?
—Ni yo salir —murmuró ella mientras se incorporaba en el sillón. Se llevó la mano a la cabeza, allí donde las punzadas de dolor apenas le dejaban abrir los ojos, y apoyó la espalda en el respaldo—. Sol Invicto, cómo duele... ¿dónde estoy?
—En el cuartel del Norte de la Malleus Solis, la XIV Legión Imperial, así que, visto lo visto, espero que tengas una buena explicación para haber entrado en la vivienda de la familia Sertorian. De lo contrario, me temo que te acabas de meter en un problema muy grave...
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