Capítulo 19

Capítulo 19



Cúpula de Estrellas, Solaris – 1.836



—No sé qué has hecho, chaval, pero está muy cabreado —le advirtió Bek al cruzarse por las escaleras. Mientras que uno bajaba del despacho, el otro subía.

—¿De veras? —respondió Iván Elder con fingida sorpresa—. Que conste que yo no he hecho nada.

—Pues él no piensa lo mismo. Nunca le había visto así.

Se lo había imaginado. La noche anterior, mientras intentaba dormir en su habitación, demasiado inquieto ante la posibilidad de que Laurent pudiese descubrir lo ocurrido como para lograr conciliar el sueño, alguien había entrado en la sala.

O mejor dicho, algo.

Iván había preferido fingir que seguía durmiendo, pero lo había escuchado todo. Había escuchado cómo se colaba por la rendija de la puerta y cómo crecía frente a su cama hasta adoptar forma humanoide. El siseo de sus pies al rozar el suelo y el de sus manos al rebuscar entre los bolsillos de su ropa. Abrir cajones, vaciar la papelera...

De haber estado dormido, no se habría enterado de nada. La sombra era muy silenciosa, pero dadas las circunstancias lo oyó todo.

Y supo que estaba perdido.

Pero aunque aquella decisión le iba a costar muy cara, no se arrepentía de ello. Iván era un hombre de palabra y no iba a permitir que las decisiones de su maestro empañaran su moral. Las promesas se hacían para cumplirlas.

—Suerte —se despidió Bek, y siguió bajando.

Iván subió hasta alcanzar el rellano del despacho. Se asomó a una de las ventanas para asegurarse de que Valhir seguía cerca de allí, posado en lo alto de la estatua del puente que unía las torres, y avanzó hasta la puerta.

Cogió aire antes de llamar.

—Maestro...

Laurent le esperaba dentro, de pie junto a una de las estanterías. Entre manos tenía una de sus esferas de cristal, la cual brillaba con fuerza. Su aspecto era el habitual, con el cabello perfectamente peinado y la túnica negra anudada a la cintura. Del cuello le colgaba un amuleto diferente, en forma de media luna, y en la mano derecha lucía una especie de rosario del que pendía también el mismo emblema, detalle que llamó la atención de Iván. Como fiel siervo del Sol Invicto, resultaba extraño que llevase abiertamente la simbología propia de los hecatianos. Pero aquella era su casa, así que podía hacer lo que quisiera. Al fin y al cabo, aquellos que mejor le conocían sabían perfectamente que sus poderes no solo respondían a la llamada del Sol Invicto.

Cerró la puerta tras de sí y permaneció en silencio unos segundos, observándole. Estaba enfadado, era evidente. No lo reflejaba su rostro, pero sí la sombra que le rodeaba. Un pensamiento le envenenaba e Iván creía saber cuál era.

—Cuando llegaste tuve dudas sobre si debía acogerte —dijo Laurent de repente, con naturalidad—. Tu madre nunca fue una persona fácil. De hecho, era eso lo que me gustaba de ella: era puro fuego y determinación. No obedecía órdenes de nadie que no fuese ella misma, y mucho menos de aquellos que consideraba inferiores. Era... ¿cómo decirlo? —La sombra de sonrisa se dibujó en sus labios—. Un alma libre en un mundo demasiado ordenado. Supongo que fue esa personalidad la que tanto me llamó la atención. Había pocas mujeres con tanta fuerza como Karisha. Por desgracia, ese tipo de gente no dura demasiado. Para poder sobrevivir aquí hay que ser disciplinado y ella no lo era. No cumplía con los protocolos, ni tampoco escuchaba los consejos o advertencias. Es por ello por lo que no me sorprendió que me comunicasen su muerte. Lo raro fue que hubiese sobrevivido tanto tiempo, la verdad. A pesar de ello, lamenté su pérdida, y cuando años después viniste a mí, te di la oportunidad. Quise creer en ti, en que podrías ser el hijo que decías que serías, pero me equivoqué. Supongo que la sangre no es suficiente.

Iván no pudo evitar que la tristeza se reflejara en su mirada. A pesar de todo, con sus rarezas y su extraña personalidad, respetaba y admiraba a Laurent no solo como su maestro, sino también como su padre. Le había costado enormemente ganarse su confianza y cariño, y que ahora le dedicase aquellas palabras era muy doloroso.

Lo había destruido todo.

—Maestro...

—Me advirtieron sobre tu traición —prosiguió, ignorándole—. Hacía tiempo que las voces me decían que tarde o temprano me fallarías, pero me resistía a creerlo. Confiaba en ti, Iván, creía que juntos podríamos construir un mundo nuevo, pero... —Laurent desvió su mirada hacia su aprendiz—. Me equivoqué. ¿De veras creías que no lo iba a descubrir? ¿Tanto me menosprecias?

Iván quiso responder. Había traicionado la confianza de Laurent, sí, pero no le menospreciaba. Al contrario, siempre le había considerado el hombre más poderoso que conocía, y aquella idea no había variado. Sin embargo, sí que era cierto que su plan no había sido lo suficientemente consistente como para evitar aquel desenlace. Era evidente que tarde o temprano Laurent le iba a descubrir, lo había sabido desde el principio, pero incluso así no le había importado. Sencillamente había creído que le perdonaría o que no le daría tanta importancia, que en el fondo Nessa no había sido más que otro pasatiempo. Por desgracia, se había equivocado. Nessa era diferente.

—No te menosprecio, Laurent, y lo sabes —respondió al fin, adelantándose unos pasos—. No necesitas más que asomarte a mi mente para saber cuánto te admiro. Sin embargo, le prometí a esa chica que la liberaría.

—Y a mí que no me traicionarías —replicó el maestro—, y sin embargo, es a mí a quien has fallado. Y yo me pregunto... ¿por qué? —Laurent se acercó a él, quedando a tan solo un par de metros—. ¿Por qué, Iván? Después de tanto tiempo trabajando juntos para conseguirlo, ¿por qué tirarlo todo por la borda de esta forma? ¿¡Por qué!?

La voz de Laurent resonó como un trueno en el despacho, sumiéndolo en la oscuridad total a excepción de la luz de las esferas y sus ojos. Iván sintió su mirada clavarse en él como dos bolas de fuego azul, y tuvo miedo. Había una fuerza sobrenatural en ella que no era capaz de controlar. Una fuerza que lo había paralizado, convirtiéndolo en poco más que un cervatillo herido frente a su depredador.

Quiso retroceder, pero sus piernas no respondieron.

Quiso hablar, pero sus labios no se movieron.

Quiso escapar, pero Laurent no se lo permitió.

—No sabes lo que has hecho, muchacho. ¡No tienes la más mínima idea de quién es esa mujer! ¿Pero sabes qué? —El magus se acercó a él hasta pegar su frente en la suya—. Que no importa, porque jamás podrás detenerme. Ni tú ni nadie. Albia, el Nuevo Imperio, Volkovia: ¡nadie! Ningún hombre podrá detener jamás a un habitante de Nymbus... ni tan siquiera tú.

Laurent acompañó a aquellas palabras de un simple gesto. El magus apoyó la mano sobre el hombro de su hijo y lo estrechó con suavidad en un gesto lleno de cariño y cercanía que Iván no supo interpretar. Por un instante creyó que le iba a perdonar, que más allá de su enfado, podría olvidar su traición...

Pero no. Laurent acompañó aquel sencillo gesto de unas palabras de poder y su mano empezó a brillar. Primero con un tono violáceo, pero después con una potente luz dorada que abrasó la piel de Iván, arrancándole un grito de dolor. El aprendiz trató de liberarse, pero Laurent no se lo permitió. Permaneció totalmente estático con la mano apoyada sobre su hombro, devorando su carne con su poder, hasta que el joven se derrumbó en el suelo, desfallecido por el dolor y con la ropa empapada en sangre.

Solo entonces, viéndolo a sus pies con los ojos entrecerrados, al borde de la inconsciencia, lo liberó. Laurent volvió a la estantería donde había dejado la esfera, la recogió y centró la mirada en ella.

—Terrible, ¿eh? En fin... Iván, recoge tus cosas y vete —sentenció el magus—. Quedas expulsado de la Cúpula de Estrellas.

—¿Cómo...? —Incluso aturdido por el intenso dolor, la gravedad de lo que aquella decisión implicaba obligó al aprendiz a incorporarse—. Pero... pero Laurent... Laurent, no tengo nada. ¡No puedes hacerme esto! ¡Yo...!

—La decisión está tomada —replicó Malestrom—. Vete.

—¡Pero Laurent! ¡No tengo donde ir! ¡Eres mi padre... no puedes hacerme esto! ¡No puedes dejarme en la calle!

—Por supuesto que puedo —finalizó con sencillez—. Hasta nunca, muchacho.




Bek ya había recogido sus cosas cuando Iván bajó del despacho y se encaminó hacia su habitación. El maestro Laurent le había informado previamente de su decisión, y aunque había confiado en que su buen amigo encontraría la forma de convencerlo, no lo había conseguido. El maestro estaba decidido a expulsarlo, y por mucho que le doliese su decisión, no le quedaba otra opción que aceptarla y obedecer.

Pero que Iván tuviese que abandonar la Cúpula de Estrellas no implicaba que no pudiese ayudarle. Bek aguardó pacientemente a que el magus finalizase su conversación con el maestro y se apresuró a acudir a su encuentro cuando le vio aparecer totalmente empapado en su propia sangre.

—¡Iván! —exclamó con horror, sujetándolo al ver que estaba a punto de desmayarse—. ¡Sol Invicto, Iván, ¿estás bien!?

Sin fuerzas ni tan siquiera para responder, el aprendiz se limitó a dedicarle una fugaz mirada a su hombro antes de derrumbarse en los brazos de su compañero. Bek apartó con suavidad los jirones de ropa, echó un rápido vistazo a la quemadura y se puso de inmediato en camino hacia el hospital.




Dos horas después, Iván despertó del profundo sopor al que el dolor le había arrastrado y descubrió que estaba en la cama de un hospital, anestesiado y con el hombro vendado. Previamente una de las doctoras especialistas en quemaduras del hospital General de Solaris le había estado tratando, y aunque no había podido detener el avance de la quemadura, pues el daño era de origen mágico, sí que había conseguido estabilizarle.

—No te muevas—le advirtió Bek desde el fondo de la sala, desde donde llevaba desde su llegada al hospital, vigilando todos sus movimientos.

A sus pies tenía las dos mochilas donde había metido toda su ropa y sus pocas posesiones, incluidos los libros de estudio y sus cuadernos.

—Bek... —respondió Iván, dedicándole una sonrisa de sincero agradecimiento. Se miró de reojo el vendaje del hombro. No necesitaba ver más para imaginar lo que le esperaba—. ¿Dónde estamos?

—En un bar, no te jode. —El agente se acercó a los pies de la cama—. ¿A ti qué te parece, Iván? En el hospital, es evidente.

Una carcajada estúpida escapó de su garganta ante la estupidez de la pregunta. Tan solo tenía que mirar a su alrededor para constatar dónde estaba.

—Sí, perdona, estoy un poco atontado aún.

—¿Más de lo habitual? Sol Invicto, protégenos —dijo Bek en tono algo más relajado. Le tendió la mano y estrechó la suya con suavidad cuando Iván se la tendió—. ¿Cómo estás? ¿Te duele?

—No me noto de cuello para abajo apenas —contestó—. Supongo que cuando se me pasen los efectos de lo que sea que me hayan pinchado, veré las estrellas.

Bek sonrió.

—Las verás, sí. Por suerte para ti, las verás desde esta magnífica habitación de hospital. Al menos hoy, mañana ya tendrás que apañártelas. —El agente señaló las mochilas con el mentón—. ¿Tienes dónde quedarte?

Su nueva realidad le golpeó con tanta fuerza que Iván no supo qué responder. Por un momento había querido pensar que la discusión con Laurent había sido producto de una pesadilla, pero lo cierto era que, por desgracia, era real. Tan real como que estaba en la calle con toda su vida metida en un par de mochilas.

Era demoledor.

—No —confesó—, pero me las apañaré. Buscaré algún sitio donde meterme hasta que se le pase el cabreo.

—No quisiera estropearte la ilusión, pero dudo mucho que se le vaya a pasar a corto plazo —respondió Bek—. Sea como sea, si lo necesitas puedo echarte una mano a buscar alguna pensión barata. Te diría que te vinieras conmigo a casa, pero Malestrom me cortaría el cuello si se enterase. ¿No tienes ningún amigo que pueda acogerte?

—¿Amigo?

Una sonrisa amarga se dibujó en los labios de Iván. No le avergonzaba admitir que sus únicos amigos, muy pocos, por cierto, vivían en la Cúpula de Estrellas.

—Ya... tu cara lo dice todo. —Bek dejó escapar un suspiro—. Dabas por sentado que te ibas a pasar el resto de tu vida ahí metido, claro.

—Era la idea, sí.

—Pues ya ves. En fin, calma. Lo importante es que te recuperes de lo que sea que te ha hecho el jefe y después ya veremos. Eres su hijo, joder, no creo que esto sea para siempre. Pero vamos, que te va a tocar buscarte la vida una temporada. ¿Tienes dinero?

Lo bueno de vivir en la Cúpula de Estrellas era que apenas tenía gastos. De vez en cuando invertía en material de estudio y ropa, pero por lo demás sus ingresos no habían hecho más que subir desde que decidiese unirse a la hermandad de magia.

—Algo tengo, sí.

—Pues úsalo con cabeza, se gasta pronto. Te he metido el teléfono en la mochila, si necesitas algo dame un toque. Yo tengo que irme, Laurent se va a cabrear mucho cuando sepa que te he traído.

—Ya, bueno... gracias, Bek, te debo una.

El agente negó con la cabeza, restándole importancia. Le chocó la mano.

—Cuídate y sal pronto de aquí. Valhir anda revoloteando por los alrededores, ansioso por entrar. Te diría que abrieses la ventana, pero no creo que le haga demasiada gracia a la doctora que ande un halcón revoloteando por aquí.

—Lo tendré en cuenta. Nos vemos.

Una desagradable sensación de soledad se apoderó de Iván cuando Bek abandonó la sala. Estaba acostumbrado a pasar la mayor parte de su vida solo, estudiando en su habitación, pero en aquel entonces el sentimiento de abandono se apoderó de él. Quería pensar que tarde o temprano su padre le perdonaría, que aquella situación sería temporal, pero conociendo a Laurent sabía que iba a ser complicado que cambiase de opinión. Había arriesgado demasiado al ayudar a liberar a Nessa... y sin embargo, no se arrepentía de ello. Las consecuencias eran duras, pero al menos le animaba el saber que, a pesar de todo, había hecho lo correcto. La gran duda era, y a partir de aquel punto, ¿qué?

Se levantó con cuidado, con las rodillas aún temblorosas por la debilidad, y abrió la ventana. Tal y como le había advertido Bek, Valhir estaba al acecho, ansioso por verle. El ave se adentró en la habitación con rapidez, aterrizando en la cama, y se abalanzó sobre él para frotar su pico contra su cara en señal de cariño.

— Tranquilo, amigo, vamos a salir de esta —le dijo en apenas un susurro mientras le acariciaba la cabeza con los dedos, tratando de sonar lo más tranquilizador posible—. Esto es solo un bache en el camino.




Se aproximaban a la costa de Puerto Azufre. De pie ante los controles del navío con el que había decidido enfrentarse a aquella operación, Garland permanecía en completo silencio, con la mirada fija en las luces nocturnas que era la ciudad isleña. Estaban a tan solo quince millas del puerto donde próximamente desembarcarían y quedaban aún dos horas para que la predicción de Aurora se cumpliese, pero incluso así el capitán tenía la sensación de que no iban a llegar a tiempo. De que todo iba a salir mal...

De que inocentes iban a morir por su culpa.

Pero no había motivo para pensar en ello. Tristan y la maga ya se encontraban en el pueblo, esperando su inminente llegada, por lo que la situación estaba controlada. Además, los feligreses aún no habían acudido a la llamada de la iglesia. Sencillamente era el nerviosismo el que le estaba poniendo a prueba.

—¿Cómo están los hombres? ¿Preparados?

A su lado, estudiando una vez más el plano de la iglesia, Lynette asintió con la cabeza. Ella misma había seleccionado a los mejores doce soldados de la compañía, y aunque seguía con las mismas dudas que horas atrás, cuando el capitán le había pedido que organizase la expedición a contra reloj, mantenía la cabeza fría.

—Tienen dudas, pero están preparados —aseguró—. ¿Va a darnos más detalle sobre la operación, capitán?

—Por supuesto —respondió él—. Reúnelos dentro de quince minutos en la cubierta, os explicaré el plan. Pero vaya, yo tampoco sé demasiado: tendremos que actuar sobre la marcha.

Lynette le miró de reojo, pero no dijo nada. Después de tanto tiempo de inactividad tenía tantas ganas de ponerse a prueba que aquella misión se le antojaba un reto de lo más interesante. Misterioso y probablemente peligroso: perfecto para desoxidarse.

—No suena mal —confesó la teniente—. Empezaban a salirme telarañas.

—No preguntaré dónde...

Garland y Lynette se miraron, él divertido y él fingiendo escandalizarse, y rieron a coro. En el fondo, ambos estaban emocionados de volver a estar en activo.




—¡Iris, venga, ven!

Judith ya la estaba esperando junto a la entrada de la galería de arte cuando al fin Iris entregó las llaves del vehículo al aparcacoches y se apeó. Acudió a su encuentro bajo el umbral de la puerta, donde cuatro legionarios montaban guardia, y juntas entraron en un amplio vestíbulo donde una gran pintura de arte abstracto les daba la bienvenida.

—La celebración es en el ático, pero todo el edificio pertenece a la galería de Nyse —explicó Judith mientras se encaminaban hacia los ascensores—. Recuerdo que cuando empezó tan solo tenía el sótano. Ahora, en cambio, es una pintora muy reconocida en todo Solaris. Sus obras se venden por auténticas millonadas.

Iris tuvo la tentación de comentar lo curioso que le resultaba que la esposa del general más destacado del Imperio fuese casualmente tan buena pintora, pero se mordió la lengua. Había cosas que era mejor no decir, y más cuando iba a asistir a su fiesta sin tan siquiera haber sido invitada.

—¿Conoces bien a Berenyse?

Las puertas del ascensor se abrieron y ambas entraron a una cabina totalmente acristalada. Judith marcó el botón del último piso y se pusieron en movimiento. La una junto a la otra resultaban una estampa singular. Mientras que Iris vestía totalmente de largo con su vestido negro de cuello alto y tirante ancho, Judith trataba de disimular su extrema delgadez bajo un traje de color azul oscuro que dibujaba formas extrañas en algunos puntos de su anatomía. Resultaba curioso, aunque ambas tenían la misma edad, una era el vivo reflejo de la debilidad y la fragilidad mientras que la segunda era pura juventud y vitalidad.

—Bastante. Es una mujer muy amable y cariñosa, aunque algo tímida. Personalmente me alegré mucho cuando empezó a salir con el legatus. Ha logrado que se calme un poco. ¿Sabes? Hubo una temporada en la que creíamos que le iba a dar un infarto. Demasiadas preocupaciones. Desde que están juntos, sin embargo, es otra persona. Hasta sonríe y todo. De hecho, seguramente hoy lo notes. Las esposas de la mayoría de oficiales de alto rango tienen un perfil bastante parecido: chicas alejadas del entorno militar que, de una forma u otra, logran aportar la dosis de paz que necesitan para relajarse. Somos el contrapunto. —Judith se encogió de hombros—. Yo misma soy así.

Iris pensó en Marine. Quizás aquella fuese la tendencia entre los grandes oficiales, pero su hermano había tenido un planteamiento de vida diferente. Marine tenía tantísima fuerza que probablemente hubiese acabado eclipsándolas a todas con su mera presencia.

Estilos diferentes de vida, se dijo.

—Pero tú no, claro —prosiguió Judith, sin perder la sonrisa—. Tú puedes parecerlo en apariencia, pero eres otro tipo de persona.

—¿Me encajas en algún sitio? —Iris se encogió de hombros—. Decía Garland que si alguien era capaz de ver dónde podría encajar, ese alguien eras tú. ¿Cómo lo ves? ¿Tengo algún tipo de futuro?

—¿Qué si tienes futuro? —Judith rio—. Por supuesto que lo tienes, y estoy segura de que muy va a ser brillante. Pero si lo que me preguntas es si encajas en los estereotipos propios de la sociedad de Solaris, la respuesta es fácil: no. Con tu experiencia y formación cualquiera te diría que deberías seguir en el campo de la educación, que en cuanto oficialices tus titulaciones podrías llegar a impartir clases en colegios, pero sería un error. No has nacido para educar a críos... aunque creo que eso tú ya lo sabes.

Iris asintió.

—Lo creí durante mucho tiempo, pero no, no es mi plan de futuro.

—En Solaris los educadores son como máquinas adiestradas para impartir disciplina y recitar las lecciones sin derecho a revelar sus opiniones ni poner en duda ninguna cuestión. ¡Son como máquinas sin cerebro! Tú, en cambio, eres diferente. Creo que si te obligasen a repetir una y otra vez algo en lo que no crees, no lo soportarías... ¡que tarde o temprano explotarías! ¿Me equivoco?

Logró arrancarle una carcajada: la había calado de pleno.

—Vaya, Garland tenía razón: tienes buen ojo.

—En realidad es mucho más fácil de lo que parece. Tan solo es cuestión de escuchar un poco a las personas... ¡y aquí llegamos!

Salieron a un pequeño recibidor que daba a la gran sala circular donde se estaba celebrando la exposición a la luz de la luna. Se trataba de un lugar agradable, con las paredes totalmente acristaladas por cuyo laberíntico interior de paneles móviles se movían decenas de personas elegantemente vestidas. La música sonaba suave, de fondo, y la luz era prácticamente inexistente. Tan solo el pequeño foco blanco que iluminaba cada uno de los cuadros ofrecía algo de luz. Todo lo demás estaba sumido en una agradable penumbra en la que las conversaciones fluían a media voz.

Nada más entrar, un camarero les ofreció un par de copas de vino blanco. Judith animó a Iris a brindar y juntas celebraron el inicio de lo que podría llegar a ser una bonita amistad.

—Me alegro mucho de haberte conocido, Iris —aseguró Judith—. Cuando Garland me habló de ti tuve miedo de que pudieses romper nuestra estabilidad. Frédric era muy importante para Garland, le costó mucho superar su muerte. Temí que pudieses reabrir la herida. Por suerte, me equivocaba.

—Parece un hombre muy fuerte —respondió ella—. Estoy convencida de que hay pocas cosas que le puedan desestabilizar.

Se adentraron un poco más en la exposición, alcanzando el centro de la sala, desde donde se accedía a las distintas secciones. En aquella zona había una importante cantidad de gente bebiendo y probando los canapés que servían los camareros, pero la ausencia de luz apenas permitía reconocerlos. No obstante, había algo evidente y era que, además de mucho traje de noche, había mucho uniforme militar.

Muchísimo.

Iris y Judith vaciaron sus copas, las depositaron sobre una de las mesas altas y se adentraron en una de las secciones al azar, encontrando en su interior una imponente colección de obras de corte militar en tonalidades grises y rojas en las que la artista había retratado a la perfección la crudeza la guerra.

El estilo de Berenyse era sorprendentemente realista. Más que pintura, sus obras parecían fotografías tomadas en los momentos de mayor heroísmo y crueldad de una guerra que aunque muchos no habían vivido, todos tenían muy presentes: la del Eclipse.

—Berenyse es la retratista oficial del ejército —desveló Judith—. De hecho, fue así como conoció a Gared. —Negó con la cabeza—. Hace unos años, cuando ascendieron a Garland a capitán, se presentó en casa con su maletín de pintura, su caballete y su lienzo, y se pasó dos días pintando. No nos lo dejó ver hasta que no acabó, y créeme, le quedó impresionante. Está en la galería de oficiales, si quieres luego podemos bajar a verlo. Además, también está el de Frédric.

—¿De veras?

Judith asintió suavemente, logrando arrancarle un escalofrío a Iris con ello. Tomó su mano con cariño, se la llevó a los labios y depositó un tierno beso en el dorso antes de tirar de ella suavemente hacia el siguiente cuadro.

—Tu hermano era un hombre muy guapo —aseguró—. Imagino que has visto fotografías de él.

—Algunas, aunque no demasiadas. Marine se llevó la mayoría.

—En casa tenemos muchas. Garland y él son amigos desde que eran adolescentes y las guarda todas. Si quieres, un día te puedes venir a cenar y...

—¡Judith! —interrumpió de repente una voz—. ¡Oh, Judith, cuánto me alegro de verte!

Recién llegada del fondo del pasadizo, una mujer de cabellera blanca vestida con un elegante traje de color rojo se acercó a Judith para saludarla. Iba muy maquillada, con las mejillas sonrojadas y los labios teñidos de rojo, y lucía un grueso cordón de oro al cuello que refulgía con la luz de los focos. En general tenía buen aspecto, era alta y delgada, con la nariz recta y los ojos de un llamativo color miel, pero los años habían hecho estragos en su rostro, llenándolo de arrugas.

Iris calculaba que debía rondar los setenta.

—¡Greta! —respondió Judith, correspondiendo a su saludo con un beso en la mejilla. Tomó sus manos cuando ella se las tendió y se abrazaron con cariño—. Me alegro mucho de verla, Greta. ¿Hace cuánto ya? ¿Un año?

—¡Año y medio que no nos vemos! Siempre que paso por delante de vuestra casa me planteo el parar y llamar, pero no quiero molestar. ¿Cómo te encuentras? Tienes buen aspecto.

—Usted no molesta, Greta, al contrario —aseguró Judith—. ¿Sabe? Decidí hacerle caso: desde que no le presto demasiada atención a los resultados médicos estoy mejor.

La mujer ensanchó la sonrisa con satisfacción.

—Te lo dije, esos matasanos solo buscan asustarnos. —Greta depositó un beso maternal sobre su cabello—. Me alegro de verte, de todo corazón.

Agradecida, Judith asintió con la cabeza. Sabía que las palabras de Greta eran sinceras, y daba gracias por ello.

—Lo mismo digo, Greta. Por cierto, me gustaría presentarle a Iris, la hermana de...

—De Frédric Sertorian—adivinó Greta, y aunque hasta entonces en su rostro había habido una sonrisa, esta desapareció. Su mirada se ensombreció—. Qué casualidad, precisamente contigo quería hablar... dime una cosa, jovencita, ¿por qué desentierras a los muertos a estas alturas? ¿Qué buscas? Porque si lo que querías era atormentar a Sebastian, enhorabuena: lo has conseguido.



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