XXII
Theo abrió los ojos para encontrarse en una habitación. Es decir, era su habitación. La misma habitación de paredes azules, cama individual, muebles marrones y lámpara de techo que conocía, pero había algo extrañamente ajeno en ella. Quizá era el ángulo por el que entraba la luz, o por lo entumecido que se sentía. Lentamente se sentó y estiró los brazos. Probablemente se sentía así por el largo, muy largo sueño del que acababa de despertar.
Se frotó los ojos con las manos y se acercó a la ventana para abrir las persianas. Las cálidas e iluminadas calles de la Cúpula lo saludaron al mismo tiempo que la puerta repentinamente se abrió detrás de él.
—Theo, despierta, es hora de-... Oh, quién lo diría —su mamá pasó de estar seria a gratamente sorprendida a media frase, cosa que a Theo no le sorprendió en lo absoluto —. ¿Los cerdos vuelan, o mi hijo se ha levantado temprano por sí solo?
—¿De qué hablas? —aunque rió, la objeción salió de él antes de pensarlo —. Siempre me levanto solo.
—Hm... —pero su mamá cantó y puso las manos en las caderas, su cabello castaño cuidadosamente acomodado a un lado de su cuello con un lazo rosa —. Entonces alístate pronto. Tu papá ya está abajo esperando para desayunar.
Él asintió y se dirigió a su escritorio, en donde su uniforme estaba doblado, antes de fruncir el ceño.
—¿Papá está esperando? —preguntó de pronto, justo cuando su mamá estaba por cerrar la puerta —. ¿Solo papá?
Ella inclinó la cabeza, divertida por la pregunta.
—Claro, ¿quién más estaría tan temprano aquí? —contestó como si fuera lo más obvio del mundo. Theo se quedó en blanco. El lazo rosa bailó sobre su hombro, muy largo para la corta longitud de su cabello —. Parece que sigues medio dormido.
Ella soltó una risilla y dejó su habitación.
Theo parpadeó y también se rió de sí mismo antes de empezar a vestirse. Cierto, pensó. ¿Quién más, aparte de su padre, lo estaría esperando tan temprano? Qué tonto. Agitó la cabeza y se obligó a quitarse esa sensación de que algo se le estaba olvidando para tomar su mochila e ir al comedor.
Ese día, de regreso de la escuela, Myah casi intenta abrir la puerta de la casa de sus vecinas por error.
No dió ese giro por equivocación sino porque se le había hecho natural, lo cual se le hizo raro, mas no lo cuestionó y solo se rió de sí misma. Qué torpe. Seguro estaba agotada, sus padres también reirían cuando se los contara.
Fue su mamá la que le abrió la puerta, con una gran sonrisa de bienvenida, pero antes de que Myah pudiera devolverle el saludo pues se había distraído con un mechón de cabello enredado en la cremallera de su casaca, ya había volteado de nuevo, siendo su largo cabello rizado, como el suyo mismo, pero en un moño apretado, lo que vió en lugar de su rostro.
Su papá la saludó desde la sala. Su voz dulce y grave hizo eco en el pasillo que los conectaba. Myah estaba por ir a verlo ella misma, pero antes de desviarse de su camino, su mamá le habló:
—Myah, querida, por favor guarda tu ropa —le indicó con cariño.
Myah se detuvo a medio paso y asintió, dejando su mochila en el perchero de la entrada para tomar el cesto de ropa que su mamá había dejado para ella en la lavandería.
El olor del suavizante casi logró que hundiera su nariz en las telas, pero la camiseta con el raro conejo marrón de orejas caídas la detuvo. Había olvidado ese pijama.
—¡No tardes, iremos a cenar! —le dijo su padre, por fin asomándose desde la sala. Quizá era por la curiosa iluminación del pasillo, o su miopía había empeorado y ya necesitaba lentes, pero aparte de su cabello dorado oscuro y su silueta, alta y en forma, sólo pudo distinguir que en sus manos había un periódico y un lapicero.
Ella sonrió. Él y sus sudokus. Su madre siempre le contaba lo mucho que le gustaba hacerlos.
—¿Hay algo en especial hoy? —quiso saber.
Su papá se encogió de hombros y oyó la risa de su mamá desde donde estaba.
—No necesitamos que sea un día especial para salir todos juntos, ¿o sí? —ella contestó.
La sonrisa de Myah creció mientras un sentimiento cálido se instauró en su corazón, así que asintió con efusividad y corrió a su habitación para ponerse manos a la obra para dejar su cuarto impecable y poder salir lo antes posible.
Los podía haber visto el día anterior y los vería a la mañana siguiente, pero su mamá tenía razón: no necesitaban una razón especial para salir a comer todos juntos. Eran familia, después de todo.
Myah se detuvo un instante, extrañada de pronto, como si el sonido de la palabra en su mente tuviera un significado y un significante distintos a los que recordaba.
—¡Myah!
—¡Voy!
Pero no importó y dejó el pijama con el conejo último sobre su silla para doblarlos después.
El cielo estaba de un azul tan hermoso que con solo mirarlo dejaba a uno embelesado, el día estaba especialmente fresco y el viento le revolvía su cabello con frenesí. Ren alzó su brazo, teniendo la impresión de que si lo hacía lo suficiente, alcanzaría la inmensidad con su mano.
Suspiró con pereza y lo volvió a dejar caer, acomodándose mejor en el césped de aquel parque. La ciudad parecía un lejano recuerdo ante la paz que le traía estar metido ahí.
—¡Ren! —aunque la voz de su madre no tardó en perturbar dicha paz —. ¡Hijo, ven!
La comida estaba lista, podía olerla, los picnic de los domingos eran una tradición infaltable, y si no se los saltaba, era porque podía ir a ese lugar a mirar esa tonalidad cerúlea que tanto lo hipnotizaba.
—Ya voy —respondió parcialmente, pensando en que la sola idea de ponerse de pie ya lo hacía fruncir el entrecejo.
Antes de hacerlo, sin embargo, un pequeño pajarito se vino a posar a su lado. Era de un color celeste grisáceo, salvo en las alas y cola, donde el color se intensificaba hasta casi llegar al azul.
Se llamaba violinista, un Thraupis episcopus, o al menos eso le había dicho su padre en algún momento. Y como era de esperarse, a solo un par de metros de distancia estaba su siempre leal pareja acompañándolo —aunque Ren no tenía ni idea de cuál era el macho o la hembra.
Sonrió al pensar que era realmente muy lindo y se quedó quieto un rato más para no perturbarlo. El violinista lo observó también con curiosidad antes de picotear el suelo por lo que parecía ser una lombriz y volar al árbol más cercano.
Su azul destacó rápidamente de entre lo verde y marrón, y Ren lo admiró unos segundos más. Siempre había sido uno de sus colores favoritos, tan único y poco común en la naturaleza. Era afortunado de poder disfrutarlo últimamente.
Frunció el ceño. ¿Qué estaba pensando de pronto? Si el cielo siempre estaba ahí.
—¡Ren, por segunda vez! —llamó su madre, esta vez más cansada de pensar que la comida se enfriaría. Era una mujer en extremo dulce, pero con su comida no se jugaba.
Ren se levantó se levantó de un salto entonces, observó a su madre con las manos en las caderas y a su papá aguantando la risa. Tanta paz, tanta normalidad... era una escena que no veía seguido y que atesoraba con todo su ser, pero para cuando volvió a alzar la miraa, los pajaritos ya habían desaparecido entre los árboles.
Volar realmente era una habilidad asombrosa.
Nesta amaba ir a la escuela, lástima que era un día libre.
Bueno, se dijo mientras apoyaba su rostro contra su antebrazo y cerraba los ojos, inhalando el olor del cedro que usaba de soporte. Nunca estaba de más pasar un rato en casa.
Empezó a contar hasta quince. Pausadamente y en voz alta para que la escucharan.
Oyó las risitas de sus hermanos y una sonrisa partió su rostro.
—¡Listos o no, ahí voy!
El patio detrás de donde vivían se expandía y extendía hasta mezclarse con el bosque. Siempre que podía jugaba con sus hermanos a las escondidas, aunque normalmente eran sus padres los que se encargaban de entretenerlos.
Había un límite, sin embargo, del que no debían pasar y Nesta ya lo había dejado claro muchas veces: la cabaña de los vecinos.
Encontró a Set entre unos arbustos. Luego visualizó a Gabe al lado de un árbol y atrapó a Merrick justo cuando estaba por "salvarse". Los cuatro rieron y se acusaron de delatarse, como si no estuvieran usando los mismos escondites desde que tenían memoria.
Entonces la voz de su mamá se escuchó desde la cabaña.
—¡Nesta, llegarás tarde!
Ella parpadeó.
—¿Eh? ¿No tenía que cuidarlos? —preguntó, confundida.
Su mamá se asomó por una ventana.
—No, no, ya me encargo yo, ¿no habías quedado con tus amigos? Aprovecha tu tiempo libre.
Nesta se rascó la nuca con una risa nerviosa.
—Verdad, lo había olvidado.
Con una sonrisa se despidió de los tres niños, no sin antes prometerles que volvería a jugar con ellos cuando quisieran. Entró a la casa para tomar sus cosas y volteó hacia su mamá.
—No te olvides que Gabe es alérgico a-...
—Las nueces, sí.
—Set no puede dormir sin su-...
—Peluche de tapir, lo sé.
—Y Merrick-...
—Nesta, ya —su mamá volteó con el ceño fruncido, pero con una sonrisa divertida —. ¿Desde cuándo hay tanto interés? ¿Acaso no confías en mí? Soy su mamá, por supuesto que sé todas esas cosas.
Nesta abrió la boca para objetar, pero nada salió. Otra risa nerviosa se le escapó en cambio. Claro, su mamá se encargaría de esas cosas, siempre lo hacía.
Ahora, ¿con quiénes debía encontrarse?
Aina solo se dió cuenta que estaba en la entrada de la escuela cuando el viento frío, distintivo de la Cúpula V, le agitó el cabello violentamente. Con sus manos —las cuáles esta vez no eran traslúcidas —sobre las correas de su mochila, observó recelosa los alrededores: sus compañeros animados, los profesores saludando, algunos vecinos sonriendo... Era un día normal. Un día de clases normal.
—Aina Nymeria, es bueno tenerte de regreso —le dijo alguien de pasada, una chica de su clase quizás, pero para cuando Aina volteó en automático, lista para agradecer con una sonrisa improvisada, esta ya había continuado su camino, enganchándose en otra conversación con alguien más.
Ella frunció el ceño. ¿De regreso? Si estaba de regreso, ¿en dónde estaba...? No, para empezar, ¿cómo es que estaba de regreso? ¿Cómo había llegado ahí, si ella...?
¡Plap!
Detrás de ella, un ruido sordo la asustó, cortando el hilo de sus pensamientos. Fue extraño, como si tuviera que oírlo, pues el sonido resaltó de entre todo el barullo de las calles ocupadas y nadie más pareció prestarle atención.
—Estás... aquí...
Mas no fue hasta que escuchó su voz que volteó de un solo impulso.
Sus ojos avellana denotaban una mezcla entre felicidad y sorpresa. Su mochila era lo que había caído al suelo, apoyando a la impresión.
—Th-... —pero antes de que pudiera decir algo, cualquier cosa, él la interrumpió, rodeándola con sus brazos como si solo ellos dos existieran en el mundo.
—¡Estás aquí! —él repitió cerca de su oído, sin dejar de abrazarla. El corazón de Aina saltó de emoción —. Pensé que-... ¿Cómo es que...? Te extrañé tanto... Creí que jamás volvería a verte...
Y la chispa de felicidad que empezaba a sentir fue súbitamente apagada por el flechazo de culpa que atravesó su pecho. Aina tragó saliva y lentamente devolvió el abrazo, aferrando sus dedos al blazer de su uniforme.
Sonaba tan solo, tan desesperado... Aina tomó aire y se separó un poco de Theo para juntar sus frentes en un delicado toque.
—Te lo dije antes, ¿o no? Siempre que quieras, voy a estar a tu lado.
Él pareció confundido, un segundo de pausa, como si algo no cuadrara, solo para después sonreír como si eso no hubiera pasado.
—Sí, sí lo hiciste.
Ella le devolvió la sonrisa y lo tomó de la mano para juntos entrar a clases. Algunos murmuraron, entre ojos críticos y comentarios insensibles, Theo miró al suelo —como antes.
Aina los silenció con una mirada directa. Los rostros de los demás apareciendo y desapareciendo de su mente como estrellas fugaces.
Todo a su alrededor se distorsionó por medio segundo. Ella exhaló.
Conque eso era...
T exhaló y observó alrededor, a sus compañeros y a los digimon que revoloteaban confundidos junto a ellos, sin saber qué hacer.
¿Y ahora qué estaba pasando?
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