Mensajería Instantánea
Es muy difícil explicar los motivos por los cuales dos personas se separan, cuando todavía existe amor, cuando los problemas o las circunstancias corroen la intimidad, pero no al sentimiento infinito que los une, y la cobardía y el temor al fracaso consiguen terminar aquello que no debería acabar.
Todavía recuerdo cada palabra, cada mirada, cada instante, de entre todos los instantes y momentos que pasamos juntos, y no puedo creer no estar más a su lado. No puedo creerlo.
Y si bien es difícil explicar los motivos de una separación, es más complicado aún describir el por qué ahora, aunque quisiéramos, no podemos estar juntos nuevamente, aunque los sentimientos clamen por otra cosa. Cuando cada uno construyó una vida, cuando otros dependen de nosotros, cuando los demás no entenderían, cuando acarrearíamos un sufrimiento inaudito a quienes nos rodean. Todo eso no se puede explicar, tan sólo quien ha vivido un amor así de profundo, y así de imposible, lo entendería... Y son muy pocos.
Es así como cada uno continuó con su vida vacía, incompleta, inaudita. Y por mucho tiempo eso estuvo bien. Hasta habíamos logrado que una fina capa de polvo de olvido cubriera el pasado y lo tornara gris, añejo, haciéndolo parecer lejano. Y sin embargo estaba tan cerca...
El polvo se levantó con un sólo soplido imprevisto, con un encuentro inesperado, y volvimos a convertirnos en los jarros traslúcidos que siempre fuimos, donde nuestro contenido, nuestro líquido vital, nuestro amor, se veía y derramaba por doquier. Y el dolor nos atravesó como lanzas, y cruces, porque sabíamos y éramos conscientes que nuestra historia nunca se repetiría, aunque los dos estuviéramos allí frente a frente, aunque los dos deseáramos únicamente eso, con todo nuestro espíritu. Estábamos acorralados por las circunstancias, por vidas construidas, por situaciones insalvables.
Y, a pesar de todo eso, empezamos a vernos, unas pocas veces, algunas furtivas noches... Pero en vez de ser felices con nuestro reencuentro, estábamos juntos únicamente para llorar por lo perdido, por lo imposible. Por lo tanto, decidimos no encontrarnos más, alejarnos, y olvidar, lo cual claramente fue imposible.
El siguiente paso fue simplemente conversar por teléfono. Decirnos lo que sentíamos, y nuevamente llorar. Pero era algo tan desgarrador, la distancia y el sufrimiento, que también decidimos no hablar. Y con suma fuerza de voluntad nos fuimos alejando el uno del otro, espaciando cada vez más las llamadas entre sí, con lagunas cada vez más grandes de días sin hablar, sin saber del otro.
Pero las pocas veces que aún nos telefoneábamos, las palabras quemaban nuestros oídos y hervían nuestra sangre, por lo tanto decidimos no hacerlo más. El paso obvio en nuestro alejamiento fue el correo electrónico. El virtuoso sistema informático donde escribimos una carta y llega al destinatario en forma inmediata. Donde años de amor de la antigüedad, con meses de espera por el correo, podían acelerarse y resumirse en minutos; donde todo un diálogo de cartas de amor podía realizarse en una noche. Pero el e-mail es un compañero peligroso y difícil, puesto que sabemos que lo que se escribe queda y perdura, aunque luego nos arrepintiésemos de lo dicho, y la espera por la respuesta nos tiene noches enteras sin dormir, mientras pensamos en cada palabra que el otro podría estar tecleando. Es por eso que lo dejamos, para alejar a la angustia de la respuesta que muchas veces no llegaba, sino hasta que era muy tarde y nuestro cristalino corazón parecía quebrarse.
Y finalmente pasamos a la mensajería instantánea. Ya saben, esos programas donde uno tiene una lista de contactos y se puede saber si están conectados a Internet al mismo tiempo que nosotros lo estamos. Y si es así, con tan sólo seleccionar su nombre de la lista podemos iniciar una conversación escrita, similar al chat, pero privada. Los que han usado estas herramientas saben lo difícil que es, sobre todo en este tipo de situaciones, porque la intimidad que brinda y la aparente distancia, hacen que las palabras que utilizamos sean mucho más poderosas que las que normalmente saldrían de nuestra boca si estuviéramos frente a frente.
Y así se sucedieron varias noches de corazones abiertos frente al monitor, frente a frente, pero lejanos. Y las letras aparecían en la pantalla a la misma velocidad que las lágrimas en nuestros ojos ¡Que terrible es la tecnología, que nos desnuda, que nos muestra cómo somos, como no queremos que nos vean! A veces nos encubre, y a veces nos destroza.
Cuando el dolor fue máximo, decidimos que no deberíamos hablar nuevamente, ni siquiera mediante el mensajero. Y nos pusimos de acuerdo en ello. Así que poco a poco hicimos las charlas más cortas, luego meros saludos, y luego silencio. Lo único que nos reconfortaba era que muchas veces encendíamos el ordenador y veíamos que el otro estaba allí, presente, también conectado, probablemente pensando en ambos, aunque no lo dijera. Y esa presencia lejana, indefinida, era suficiente para continuar adelante.
Y así, sin hablarlo, sin haberlo acordado, empezamos a comunicarnos nuevamente. Tan importante era para cada uno que el otro supiera como estaba, o nuestro estado de ánimo, o que el amor aún perduraba, que comenzamos a utilizar claves para enviarnos mensajes sin hacerlo, de modo a no romper las estrictas reglas que habíamos forjado con tanto sufrimiento.
Y es así que en vez de poner nuestros nombres en la lista de contactos, poníamos títulos de canciones, o de libros en su reemplazo, de forma que quien los conociera supiera qué pasaba por nuestras mentes en ese instante. Y por lo tanto no hablábamos directamente, no intercambiábamos palabra alguna, pero sabíamos perfectamente lo que el otro sentía.
Si estaba melancólico, mi nick era "Fran - Tonight, Tonight" como dirían los Smashing Pumpkins, o "Fran - Sin tu latido" al ritmo de Luis Eduardo Auté. Y ella era "mAr - Eres" de Café Tacuba o "mAr - Bring me to life" de Evanescence.
Y si bien al principio todas eran canciones que indicaban pena, o extrañamiento, poco a poco los títulos fueron cambiando a otros más esperanzadores, y alegres. Y así es como fuimos estableciendo una terapia de no hablar, y de no comunicarnos, pero sabiendo que el otro estaba bien. Y poco a poco nuestros seudónimos fueron cambiando hasta volver a convertirse simplemente en "Fran" y "mAr" como en el principio, dos simples personas sin carga alguna, capaces de seguir adelante, y, por fin, separar sus caminos siendo independientes otra vez, y tal vez, ser felices también.
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