El reloj dorado

Joannes Hansen oía claramente el rugido del agua. Un rugido apagado, pero cercano. Cortó con un golpe de machete los arbustos que le impedían el paso, y repentinamente se halló frente al precipicio.

El agua del río Bogotá caía con fuerza, pero al mismo tiempo sin el empuje de otras cataratas. Este era el salto de Tequendama, el destino de su búsqueda. El salto, desde allí arriba, al costado del río, era impresionante. No se alcanzaba a ver el fondo del abismo, debido a la niebla que permanentemente cubre la zona baja de la caída, junto con el agua que se esparce en todas las direcciones. El ambiente era casi místico, un lugar escondido y recóndito, reservado sólo para quien sabe buscar. Al menos en la época en que nos encontrábamos, 1930, el acceso era difícil, y se había construido un hotel en una saliente cercana, con una vista panorámica de todo el lugar, que quitaba el aliento. Posteriormente el hotel quedó abandonado y se decía embrujado, pero eso ya es parte de otra historia.

El salto mencionado se encuentra apenas a treinta kilómetros al sur de la ciudad de Bogotá, en un camino accesible por tren, y tiene una profundidad de 130 metros. Si bien es uno de los saltos más altos del mundo, no es tan espectacular como las cataratas del Iguazú (que Joannes conoció un año atrás), las cuales tienen apenas 80 metros como máximo de caída. Pero el río Bogotá tiene un cauce tan inferior que el ruido de la caída no produce ese estruendo magnificente de las del Iguazú con sus millones de litros por segundo.

El aventurero observó que la caída se encontraba bloqueada por una gigantesca saliente de roca bastante arriba, que creaba un efecto sonoro y visual muy extraño. Un arcoíris se formó por unos instantes, y enseguida desapareció frente a sus ojos. El agua flotaba y se mezclaba con la neblina, creando un espectáculo soñado, aunque la garganta parecía quedarle grande al río, que se veía como un hilo de agua cayendo que apenas podía ocupar un pequeño espacio de toda la anchura del precipicio.

Joannes descansó por un instante, observando el magnífico panorama. Estaba acompañado por un guía local y dos amigos, Timmo y Jorg. Los tres pálidos hombres, provenientes de Suecia, contrarrestaban al guía, de facciones indígenas y piel oscura.

Enseguida empezaron los preparativos del descenso. Su objetivo era llegar a la mitad de la caída, donde, según el antiguo diario que un ancestro holandés de Joannes había traído de las Indias, indicaba se hallaba una pequeña grieta que "permitía acceder a un mundo escondido del mundo"...

Joannes y sus amigos iniciaron el viaje convencidos de que encontrarían el legendario "El Dorado", la ciudad de oro, que siempre fue esquiva a los aventureros que recorrieron dichas tierras. El Dorado es actualmente considerado como un mito creado por los propios españoles, sedientos de oro y riquezas, estímulo primordial del espíritu de conquista y descubrimiento de esa zona del mundo. Los científicos actuales indican como el origen de la leyenda del Dorado a la laguna de Guatavita, en cuyas profundidades yacían, y siguen aún depositadas, numerosas ofrendas de oro que eran realizadas por los indígenas locales. Dicha supuesta ciudad, hecha de oro, nunca pudo hallarse ni corroborarse que realmente haya existido.

Pero ahora el grupo tenía una supuesta pista de su existencia, en el manuscrito que relataba las peripecias de un grupo de valientes holandeses que se internaron en territorio enemigo en la búsqueda de esos tesoros, y que debieron huir posteriormente, asediados por enfermedades, indígenas y españoles que los fueron acorralando hasta casi acabar con ellos. Según relataba el documento histórico que traían consigo, durante su escape, y para esconderse de sus persecutores, se internaron en la caída de agua y encontraron un pasaje a una tierra misteriosa, donde fueron asistidos por los habitantes del lugar, reabastecidos de provisiones y donde el oro brillaba por todas partes. La descripción de su trayecto y del lugar, luego de algunas investigaciones posteriores, indicaban claramente como única posibilidad el salto de Tequendama, así que allí se dirigieron los tres, en búsqueda de un tesoro perdido, o, por lo menos, de una vacación diferente y emocionante.

Los tres eran reconocidos aventureros, y tenían sólidas bases de alpinismo, así como fondos familiares, por lo que no fue difícil para ellos disponer todos los elementos para el descenso y cubrir los costos de la expedición. Joannes descendió primero, hasta la altura que según sus cálculos sería la correcta, y luego fue internándose en la caída, buscando algún acceso al mundo perdido. Tardó cerca de una hora en divisar y lograr acercarse a una grieta suficientemente grande como para que un hombre pasara sin mucha dificultad. Encendió una linterna, y observó que luego de muchos metros la grieta se ensanchaba y se iba ampliando, así que decidió introducirse en ella. Los demás compañeros lo siguieron, pero bastante detrás, puesto que uno a uno fueron descendiendo hasta el lugar. El guía, extrañado, se limitó a esperarlos en el borde del abismo.

La grieta se fue expandiendo, hasta llegar a una abertura. La misma se hallaba en la zona más alta de una gran caverna, completamente iluminada en la parte inferior por unas lámparas sumamente extrañas que pendían de unos postes lisos y sin decoraciones. La luz, bastante intensa, permitía observar algunas construcciones muy rústicas pero de estilizadas formas, de colores pasteles, que desordenadamente estaban desperdigadas por el lugar. En el centro de la caverna se hallaba una estructura muy diferente a todas las demás, alta y delgada, con brazos móviles, de algún tipo de metal dorado brillante y muy pulido, que Joannes supuso sería oro.

No existía un camino que comunicara la grieta donde estaban con el resto de la estructura, por lo que los aventureros supusieron que ese no era el verdadero acceso al lugar, sino un accidente posterior, tal vez fruto de algún terremoto o de la erosión de milenios. Para descender requirieron algunas de sus herramientas y su mejor habilidad, saltando de una roca a otra y colgándose de rendijas en las paredes hasta lograr llegar al suelo. Durante todo el descenso, una paz sepulcral cubrió la caverna, y podía escucharse claramente el eco de sus propias respiraciones, tal era el silencio reinante. Pero en el momento de apoyar el primer pie en el piso, las luces aumentaron su intensidad (parecían faroles, al verlos de cerca, aunque no tenían focos o antorchas visibles dentro, sino simplemente eran esferas que emanaban luz).

Más adelante, se podía observar un estanque de cristalina agua, tan transparente que se visualizaba en el fondo una caverna, que probablemente llevaba al exterior. Tal vez ese fuera el verdadero acceso al lugar, al que se podía llegar nadando desde la pequeña y profunda laguna que se formaba debajo de la caída de agua, y que siempre estaba cubierta por la neblina.

Al momento varios seres se materializaron frente a ellos. Eran hombres, vestidos con pálidas túnicas, y de contextura nórdica, o similar. No tenían parecido alguno con los habitantes de esa zona geográfica. Joannes, sorprendido, los saludó, en un español bastante malo, asumiendo ese lenguaje como oficial en el país y por lo tanto de los seres. Ellos no pronunciaron palabra, pero sin embargo le respondieron, en su lengua natal. El grupo mostró signos de temor, puesto que claramente no eran humanos, y poseían cualidades sobrenaturales. Entonces se produjo un diálogo telepático entre todos, simultáneamente, y por un instante. Era una conversación quebrada, donde todas las ideas se escuchaban en a la vez, pero se entendían en forma individual, y donde las respuestas precedían en algunos casos a las propias preguntas. Todo sucedió en un sólo segundo temporal.

Básicamente los jóvenes, en ese instante, explicaron el motivo de su presencia, la búsqueda de un tesoro antiguo, y las ansias de descubrir un mundo nuevo. Los habitantes les dijeron que recordaban a los holandeses de los que ellos hablaban, los que descubrieron su secreto, y que debido a ellos, los verdaderos habitantes del lugar huyeron a otro punto recóndito del planeta, llevándose consigo todos sus brillantes tesoros. Todos, excepto el reloj del tiempo infinito, que se hallaba en el centro del lugar. El reloj era un artefacto demasiado poderoso, según ellos, y nadie podía tocarlo. La raza originaria de ese lugar tenía la obligación de cuidarlo, junto con otros miles de artefactos que daban forma al mundo tal cual lo conocemos. Ahora los "Esqüinus", como ellos llamaban a los guardianes, estaban lejos, cuidando todos los otros tesoros, y habían dejado a sus ancestros, a sus fantasmas, como únicos protectores del bien más sagrado, pero que no podían llevarse lejos.

Los muchachos se preguntaron qué tipo de tesoros podrían cuidar esos seres tan extraños, y ellos nuevamente afirmaron que eran artefactos, reliquias de poder, que hacían que el mundo fuera lo que es. Desde la caja de Pandora hasta el Santo Grial cristiano, todo era guardado y utilizado (en su léxico existía una única palabra que significaba ambas cosas, tanto "guardar" como "utilizar") por ellos para mantener al mundo en su lugar y moldear la realidad como debe ser. Estas eran reliquias que ningún hombre debe poseer, utilizar o conocer, porque ese simple hecho podría cambiar la forma del universo, y acabar con el mundo tal cual es, y convertirlo en un mundo que no debe ser.

Con toda esa descripción, los visitantes sintieron que algo de cierto había en las historias de los seres etéreos (notaron su carencia de esencia física únicamente cuando éstos mencionaron ser fantasmas), y caminaron hacia el gran reloj que se hallaba en el centro de la caverna. Mediría alrededor de doce metros de altura, con manecillas doradas de seis metros cada una, puesto que casi tocaban el suelo cuando alcanzaban su posición más baja. Poseía trece manecillas, y no indicaba las horas de la forma que estamos acostumbrados en occidente. Una suave brisa se sentía al pararse frente al reloj, lo que hizo suponer a Joannes que había una o más manecillas que giraban tan velozmente que eran invisibles al ojo humano en su rápido movimiento de rotación.

Los fantasmas les explicaron a los recién llegados que el reloj creaba el tiempo de todo el universo, del cual la tierra era el centro. Cada manecilla indicaba una unidad de tiempo diferente. La más gruesa, que se hallaba casi vertical, indicaba todo el tiempo total del universo, de su principio a su fin, y apenas se había movido un segmento de grado hasta ese momento desde su posición original, que fue completamente vertical. Las demás agujas, distribuidas en diferentes posiciones y que se movían a diferentes velocidades, indicaban segmentos de la unidad total del tiempo. Cuanto más finas eran, más rápido giraban. Además, explicaron que en el principio, no hubo inicio ni fin, sino simplemente todo existía en un universo inmóvil y sin cambios, en tres dimensiones finitas y estáticas. Y entonces el creador empezó a girar sobre sí mismo, dando el empuje inicial a la cuarta dimensión, al tiempo, y destruyendo el equilibrio estacionario de la materia inerte. Con eso se creó la vida, que de otra forma es imposible e impensable, puesto que es energía en movimiento. El universo, el todo, es estático por naturaleza. Este breve espacio temporal que vivimos es una irregularidad en el continuo, que de por sí es inalterable. Y esa energía creadora, el Uno, la volcó en ese reloj, de forma que el propio reloj fuera el origen del tiempo y lo mantuviera en constante movimiento. Como una fogata a la que se le hecha leña para que no se apague, el reloj es quien evita que el tiempo se detenga, y todo se convierta en la total quietud del origen y el final.

—¿Eso significa que si el reloj se detuviera, el tiempo en el mundo y en todo el universo también se detendría? —preguntó incrédulo Joannes, dentro del segundo de conversación que las mentes compartieron en simultáneo.

—Así es —le respondieron todos los guardianes al unísono.

—Pues no lo creo —dijo él en voz alta destruyendo el sacro silencio, soberbio como todo joven que aún conoce poco de la vida, creyendo que puede llevarse todo por delante—. Creo que lo único que ustedes están haciendo es proteger sus aspas doradas de la rapiña, unas aspas que deben valer millones de libras, y que pueden servir para construir nuevos imperios, o para dar de comer a niños huérfanos.

Sus compañeros asintieron. Joannes tomó uno de sus picos de escalar de la mochila y se acercó al reloj. Los fantasmas se interpusieron, pero al carecer de cuerpo físico, no podían detenerlo. Gritaron y aullaron de forma atronadora, intentando asustarlo, pero él hizo caso omiso a las advertencias, atravesándolos. Finalmente, interpuso el pico en el camino de las manecillas, clavándolo en el reloj. En ese preciso instante una manecilla tan fina como un hilo de seda, pero tan resistente como el más duro diamante, golpeó al pico y rebotó hacia atrás, haciendo temblar al universo en un retroceso infinitesimal, y luego quedó trabada nuevamente contra el pico metálico.

Y el tiempo se d e  t   u     v     o.

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