De Literatura y Bebés
Ignacio golpeó la puerta con fuerza en un arranque de ira. Del oro lado, Lucía lloraba desconsoladamente. Hacía ya cuatro meses que el ambiente se había tornado tenso, y cada vez más difícil de manejar para ambos. Su hija, Josefina, había venido al mundo, y sus vidas cambiado para siempre.
—Y mis amigos me decían "Cásate y verás" —pensó Ignacio—. Pero yo sabía que estaban equivocados... Este matrimonio de tres años ha sido lo más maravilloso que cualquiera pudiera vivir... Aunque, es cierto, la mayoría de ellos se casaron a las apuradas porque el niño ya venía... Deberían haberme dicho "Ten hijos y verás" en todo caso... Ese sí es otro cantar.
Lucía abrió la puerta nuevamente.
—Por favor, ayúdame a bañarla, en menos de media hora habremos terminado...
—Es que... —se disculpó él—. Recién llegué del trabajo, quiero descansar un momento, y escribir... Hace seis meses que no escribo una sola línea de mi novela, ni un cuento, ni un poema... Yo amo escribir, quisiera poder vivir de ello en el futuro... Pero hay que trabajar, traer dinero a la casa, y llego cansado, y además tengo que encargarme de la nena.
—Claro ¡Porque yo no estoy cansada! —le espetó ella—. ¡Porque me encanta hacer esto! ¡Haber dejado de tener vida! —siguió reclamando—. ¡Ya no aguanto más! ¡Yo también quiero mi vida de antes! Pero esto es algo en lo que estamos metidos juntos, y que es para siempre.
—Lo que pasa es que no medimos las consecuencias de lo que significa tener un bebé. No lo entiendo... Todos a nuestro alrededor tienen hijos, y sin embargo nunca nadie me dijo que fuera tan difícil. Sí, sabíamos que íbamos a dormir poco, a estar siempre para ella, a trabajar más que antes... Pero nunca pensé que nuestra relación se erosionaría de esta forma... Nos estamos convirtiendo en una pareja normal, como todas las otras... Donde cada uno está en lo suyo, se preocupa por sus tareas, comparte una cama, y sin embargo se siente solo...
—Y, parece que así es la vida, o tal vez somos muy inmaduros para haber traído una niña al mundo.
—Puede ser... —pensó Ignacio—. Pero te pido por favor que me des un rato de paz. En el auto, mientras volvía de la oficina, se me ocurrió una historia genial. Es como si me la hubieran dictado... Y justamente se trata de eso, de dos dioses que dialogan entre sí y lanzan ideas a la tierra, que son recibidas por los humanos.
—Sabes qué. Me parece muy interesante —le respondió ella—. Pero no sé si te acuerdas que yo no dormí anoche, porque la nena se pasó llorando. No, claro que no, porque me fui al living para no molestarte. Además de no haber dormido, tampoco almorcé, porque la empleada se fue a la mañana porque la llamaron de su pueblo, se le murió algún pariente por tercera vez en el mes, y no pude cocinar. Me duelen los brazos de tanto cargarla, y me explota la cabeza. Entonces, si te pido que simplemente me ayudes a bañarla, un ratito, vienes sin decir nada, me ayudas, y después haces lo que se te antoje ¿Sí?
—¡Pero tengo que escribirlo ahora! —exclamó Ignacio.
—¡Y yo tengo que bañarla ahora! —le respondió Lucía—. Hace una hora y media que tomó su leche, y si se alarga este tema ya no me va a dar el tiempo antes que arme un escándalo de hambre otra vez.
—Pero es que tengo las frases grabadas en la mente. Si no las escribo ahora, las voy a olvidar. Te dije, es como si me las hubieran dictado... Si te pierdes algo en un dictado, ya no hay como recuperarlo, y no tengo quien me lo repita.
—¡Tu dictado me importa un carajo! —le reclamó Lucía con la paciencia agotada, dirigiéndose a la salida y con el bebé en brazos—. ¡Está bien! ¡Quédate acá con tus cuentos ridículos! ¡Yo me voy a lo de mi mamá!
Como la situación estaba en el límite, al final Ignacio recapacitó y la siguió, pidiéndole perdón y ofreciéndose a ayudarla en todo lo que necesitara. Bañaron a la nena, la cambiaron, le dieron la mamadera, y la hicieron dormir, luego él se quedó con ella para calmar la culpa, cenaron, y posteriormente Lucía se acostó rendida, sabiendo que en un rato probablemente Josefina despertaría de nuevo y reclamaría atención.
Finalmente, a la medianoche, Ignacio logró estar en paz, encender el ordenador, y cargar el procesador de textos, dispuesto a escribir el relato que desde la tarde deseaba plasmar en papel.
Y su mente estaba en blanco.
Ya no recordaba la historia que quería escribir, el final que tendría, los personajes, los diálogos, ni lo que en ella pasaba. La idea se había desvanecido de su mente.
—La puta. Aunque sea debería haber anotado algo en un papel para acordarme —se dijo—. El mundo acaba de perder una idea fantástica, para siempre. Una idea que nunca verá la luz... Quien sabe cuántas ideas como esta fueron devoradas por las urgencias de la vida antes de llegar a existir, a lo largo de la historia...
Resignado, apagó su computadora y se fue a dormir.
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