9| Leucemia

Hace unos años, la vida no se mostraba tan dura conmigo, empezando porque mamá seguía en este mundo y ahuyentaba cualquier cosa que pudiera lastimarme. Luego el cáncer se la llevó y continué luchando junto a alguien que creía que siempre me sostendría para no caer. Hasta que él partió también.

Su nombre era Sebastián.

Lo conocí a los ocho años durante mi primera quimioterapia, apenas entré de la mano de mi madre. Me acerqué a hablarle después y nuestra conexión fue inmediata, pues descubrí que funcionaba mejor a su lado. Mis temores se reducían y todo pesaba menos, la idea de morir desaparecía de mi mente y el dolor se esfumaba siquiera por un momento. Éramos amigos, confidentes, consejeros y juro nunca compartí con nadie la misma complicidad que con él. Corríamos a escondernos al patio de juegos situado detrás del hospital cuando las enfermeras nos buscaban para sacarnos sangre, lo cual ocurría muy seguido. A ninguno le gustaba las inyecciones, aunque yo me acostumbré primero a los pinchazos.

Pese a que me encontraba estable, la salud de mi madre empeoraba. Por ello, papá nos dejó a mi hermano y a mí a cargo de nuestra tía Ester mientras viajaba con mamá a Berlín, en busca de mayor atención médica. Sin embargo, ella no resistió y falleció en Alemania. Lo que acompañó a mi padre en el camino de regreso a Londres, nuestra antigua ciudad, fue un ataúd.

No dudé en lanzarme a los brazos de Sebastián cuando la muerte tocó la puerta de mi familia. A partir de ese día me aferré a él más que nunca. No quería soltarlo. Incluso le permití llamarme Kiara. Él y mamá fueron los únicos en referirse a mí por mi segundo nombre. Hasta hoy, no he dejado que nadie más lo haga.

Tiempo después, ambos vencimos la enfermedad y disfrutamos de la libertad por casi dos años. Hasta que esta regresó, dispuesta a atormentarnos, y de nuevo, nos refugiamos el uno en el otro. Si detallara todo lo que significó para mí, jamás acabaría.

Por todo eso y más, me duele intensidades no haberme despedido de él. Yo llevaba meses esperando un donante de médula ósea y, asimismo, mi turno para ser intervenida. Pero los meses transcurrían y nadie aparecía. No obstante, un médico proveniente de Florencia llegó al hospital y nos ofreció practicarme la cirugía. Por desgracia, el doctor debía regresar a dicha ciudad, así que lo seguimos y abandonamos Londres.

Me fui tan rápido que no alcancé a explicarle mi repentina ausencia a Sebastián. Papá se lo contó a sus padres, con el fin de que ellos se lo explicaran todo. Pensé que regresaría pronto, mas me prohibieron viajar porque la operación se complicó y mi recuperación se tornó lenta. Justo cuando contaba cuántos días faltaban para volver, un frío día de marzo ellos nos contactaron para comunicarnos que su hijo había fallecido un mes atrás.

Aquella noticia me hizo trizas el corazón. La última vez que lo vi demostraba mejoría, pero la muerte fragmentó todas nuestras promesas. Aun así, su sola existencia fue de los mejores regalos que recibí.

Luego de perderlo, no quise retornar al hospital. Todo allí me recordaba a nosotros, a nuestra historia escrita en los pasillos que recién volví a pisar hace dos años, cuando acudí a realizar donaciones por Navidad. Por suerte, a papá no se le dificultó conseguir un trabajo aquí. Florencia nos acogió de maravilla y comencé a asistir a la escuela tras vencer a la leucemia. Reconstruí mi vida. O, aunque sea, lo intenté.

Porque volviendo a la realidad, recorro sola los pasadizos desérticos. Siento mis ojos llenos de lágrimas, las cuales amenazan con resbalar por mis mejillas. Y cuando creo haberlo perdido, hallo al chico de la pintura caminando a mis espaldas, cabizbajo y bastante pensativo.

—¿Me estás siguiendo? —le inquiero y se sobresalta.

—No, no, yo sólo... Puedo caminar por otro lado si te incomodo —farfulla, pero parece quedarse en blanco—. ¿Te sucede algo?

Palidezco al escucharlo. No creí que lo notaría, Ethan y Thalia suelen pasarlo por alto. Ocurre eso o de lo contrario, no les interesan mis problemas. Y no los culpo, cada quien yace demasiado ocupado cargando los suyos.

—No es nada.

—¿Entonces por qué lloras?

Me froto los ojos con la manga de mi suéter para limpiar las lágrimas atascadas en mis pestañas y deduzco que ello me habrá delatado. Él habla como si le importara mi bienestar y aquello me sorprende, porque apenas nos conocemos.

—Son asuntos míos. —Me fuerzo a sonreír—. No me hagas caso.

—Perdón si dije algo que te molestara, no lo hice con esa intención. Lo lamento.

—Basta de disculparte, no tienes la culpa de todo. No puedes responsabilizarte hasta del más mínimo e insignificante detalle.

—A veces siento que sí.

—Pero te equivocas.

Cuando asiente, me cuesta descifrar los sentimientos que esconden sus ojos. Escucho cómo suspira con el semblante afligido y me resisto a increparle al respecto. Quizá no fui la única que reabrió grietas que creía cerradas. Porque han transcurrido años y el dolor en mí se ha intensificado.

—Eso espero.

—Si se muere un hada, ¿vas a culparte también?

—No existen las hadas.

—Retráctate ahora o morirá una y sí será tu culpa —lo amenazo, más con el fin de animarlo. Deja escapar una risa que, a diferencia de mí, no se toma la molestia de ocultar

Según Peter Pan, película que vi a los cinco años, si alguien niega su existencia, cae una muerta en cualquier lugar. La única manera de revertir tal efecto consiste en repetir tres veces que uno sí cree en ellas.

—¿No decías que...?

—¡Retráctate! —Me observa con diversión y sé que he conseguido alegrarlo un poco.

—Me retracto.

—Bien, te agradezco a nombre de todas.

Doy media vuelta, temiendo caer sumida en mis recuerdos ni bien me encamine a mi primera clase. Thalia me espera y seguro que ya se formula muchas preguntas respecto a mi paradero.

—¿Te puedo acompañar? —Su pregunta me descoloca un instante, pero termino asintiendo.

No me apetece circular sola por los pasillos con mil memorias asfixiándome. Además, si se dirige también al edificio de Artes Plásticas, resultará bastante incómodo que caminemos hasta allí uno al lado del otro en completo silencio.

—De todos modos, llegaré tarde hoy y no tendré ninguna justificación.

—¿Quedarte dormida no cuenta como justificación?

Al reír, cubro el hoyuelo en mi mejilla derecha. Desearía hallar la manera de desaparecerlo para así sonreír tranquila.

—Ojalá, pero no.

—Puedes culpar al tráfico.

Esa excusa deja de ser creíble a la tercera.

—Podrías decir que te intercepté en la entrada y traté de secuestrarte —sugiere y luego se señala con el índice—. Mi rostro de asesino serial ayudaría.

—Dije que parecías psicópata, no asesino —le aclaro.

—¿Qué no es lo mismo?

—No sé... ¿Todos los psicópatas son asesinos seriales?

—¿Por qué me preguntas a mí? No soy yo quien ve películas de terror.

—¿Entonces qué ves?

Seguimos con nuestro camino y llegamos a las escaleras. Descendemos hasta el patio y descubrimos que también se encuentra vacío, lo que me proporciona tranquilidad. Todo luce en calma, como si por un minuto los astros estuvieran en el orden correcto. Volteo a observarlo cuando noto el cómodo silencio formado entre nosotros y retengo una sonrisa.

—Por lo general, películas y series basadas en libros. Te recomiendo Anne with an E de Netflix, La ladrona de libros y Desde mi cielo. En lo personal, amé las tres.

—Creo que optaré por la segunda —respondo, ya que el titulo me llama la atención.

—Tú eres fanática de Peter Pan, ¿verdad? —Asiento en seguida, sorprendiéndome a mí misma. Normalmente, cuando me encuentro junto a Ethan y Thalia, me avergüenza admitirlo.

—De niña, cierta noche dejé la ventana de mi habitación abierta con la esperanza de que viniera a llevarme a Nunca jamás.

—¿Y sucedió?

—La única que entró por ahí fue una cucaracha voladora —niego, con las ilusiones hechas trizas—. Quedé traumatizada.

—Vaya, eso explica muchas cosas.

Codeo su brazo apenas lo escucho reírse de mí. Aunque contrario a lo que creí, no me molesta en lo absoluto.

—¿Qué película veías tú de niño?

Ambos salimos del pabellón y cruzamos el lugar en que hace dos días me lanzó la cubeta de pintura verde, mas no le recrimino al respecto. Ya se disculpó demasiadas veces. Él sube las gradas conmigo y me pregunto si casualmente se dirigía a esta misma facultad. Sin embargo, me abstengo de interrogarle para no desviar el tema. Estuvo aquí cuando me arrojó la pintura, así que debe pertenecer a la misma carrera que yo. Entramos al edificio correspondiente con una conversación que desearía prolongar, pero necesito entrar a clases cuanto antes.

Matilda me encantó.

Un puñado de nostalgia asalta mi estómago. Esa también era la película favorita de Sebastián. Me gustaba la escena del restaurante cuando la mamá de la niña intentaba quitarle el sombrero a su esposo, el cual Matilda había pegado a su cabeza.

—De pequeña envidiaba su inteligencia. Me habría servido mucho en la escuela.

—A mí igual. Me sentí identificado con ella porque amaba leer tanto como yo —confiesa con una sonrisa—. Y a propósito, gracias por el libro que me arrojaste ayer.

—¿Por qué? —interrogo, extrañada. Era de tapa dura. Sabía que podía lastimarlo, así que lo lancé a una considerable distancia de él.

—Dentro había un folleto que anunciaba la exposición de arte en la Galería degli Uffizi, lo descubrí cuando cayó al suelo —relata para ponerme en contexto—. Reservé unas entradas e iré esta tarde con unos amigos.

Es instantáneo, al oírlo mis ojos se iluminan y levanto los hombros con entusiasmo. No me arrepiento de lanzar ese libro, fue mi buena obra de ayer. He ido a esa exhibición la semana pasada, no quería perdérmela, pues poseía expectativas muy altas, que al final los cuadros superaron con creces.

—No puedes perderte su colección —afianzo, aún maravillada por los lienzos que aprecié en mi visita—. No tiene sólo pinturas increíbles, sino también esculturas en mármol y una vista al río Arno impresionante. La arquitectura de sus paredes data desde hace siglos y dentro encontrarás cuadros de...

Guardo silencio apenas creo haber hablado de más, pero él me sonríe.

—Sigue, te escucho.

Muerdo el interior de mi mejilla. Pensaba que se aburriría de mí y me pediría que me callara. Sin embargo, parece dispuesto a oírme durante horas. Aun así, prefiero resumir lo que planeaba comentarle.

—Hay lienzos verdaderamente alucinantes en el interior —comunico de forma breve y concisa—. Siempre puedes aprender un poco de los antiguos pintores, así que préstale atención a las obras que hallarás ahí.

—En realidad, soy pésimo dibujando —admite y frunzo el ceño. Temo que no estoy entendiendo.

—Pero si estudias Artes Plásticas.

—¿Qué? No. —Lo miro, dubitativa—. Quiero decir, sí, o sea...

Me consultó si podía acompañarme a clase, por lo que asumí que compartíamos el mismo destino, ¿por qué otra cosa vendría hasta aquí?

—¿Estudias algo en lo que no eres bueno porque quieres mejorar? —intento adivinar y me señala, como si le hubiera dado al blanco.

—Exacto.

Continuamos con el trayecto y llegamos al segundo piso del pabellón, por tanto, comienzo a buscar con la mirada el número del salón en que se dictará mi primera clase. Lo encuentro al final del pasillo y percibo los nervios revolverse en mi estómago. No sé si quiero ver a Thalia hoy, y ese sentimiento me hace sentir que soy mala persona. Es mi amiga, no debería ni siquiera pensarlo. Niego con la cabeza, decidida a distraerme unos segundos más, enfrascándome en nuestra plática.

—¿Eres escultor?

—Sí, eso mismo. Amo esculpir, es mi pasión. Esculpo todo el tiempo.

—En ese caso, avísame si requieres ayuda con las otras materias —le ofrezco, mas me confunde verlo negar y restarle importancia.

—No es necesario, ya estoy aprendiendo.

—Pero acabas de decir que no eres bueno.

—¿Eso dije?

Río por lo bajo, divertida, y muy a mi pesar, me dispongo de despedirme. Prometo que llegaré temprano a la próxima clase de Exploración Tridimensional. Me coloco de puntillas y así alcanzo a observar la pizarra a través de una pequeña ventana en la puerta y diviso un boceto muy bien trabajado de anatomía humana. El profesor ha dibujado un cráneo hiperrealista, que imagino que los alumnos plasmarán a la perfección.

—Ya debo ingresar a clase —le informo y posiciono mi mano sobre la manija de la puerta—. Tal vez nos veamos luego.

—¿Puedo decirte algo antes de que te vayas?

—Está todo bien entre nosotros, ¿de acuerdo? —Le extiendo mi mano, la cual estrecha de inmediato—. Sin rencores.

—No me refería a eso, pero me alegra que así sea. —Traga saliva y suspira antes de continuar—. Desconozco qué te haya puesto mal hace un rato, pero si quieres hablarlo con alguien, puedes hacerlo conmigo. No voy juzgarte —asegura. Bajo la mirada hacia nuestras manos entrelazadas, él me suelta y carraspea, nervioso, como si acabara de cometer un error—. Espero que pronto te sientas mejor. Sea lo que sea, estoy seguro de que podrás con ello y descubrirás que eres más fuerte de lo que creías.

—Gracias por preocuparte por mí.

Por algún motivo que todavía no comprendo, me asaltan unas ganas de llorar casi incontrolables. No esperaba oír esas palabras, ¿cómo puede una persona preocuparse tanto por alguien que acaba de conocer? No sé qué responderle y me siento mal por ello. Pero no estoy acostumbrada a tal grado de empatía.

Me arrepiento de no haberle preguntado su nombre cuando lo veo alejarse por el pasillo, mas me propongo hacerlo cuando volvamos a cruzarnos.

***
¡Hola!

Ahora que se conoce la versión de la historia de Emily, ¿qué piesan al respecto? ¿Cómo reaccionarán ella y Sebastián al descubrir la verdad?

¿Tardarán en darse cuenta? ¿Por qué los padres de él les mintieron a ambos? Esto último me da mucho coraje.

Anyways, por lo menos Sebastián y Emily ya se están llevando mejor. Nos leeremos la próxima semana en un nuevo capítulo ❤️ No olviden tomar agüita y dormir lo necesario 😌


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