36| Mi rosa
Los días cercanos a la víspera de Navidad transcurren con rapidez. Cuando menos reparo, los regalos que donaremos al hospital yacen envueltos, las chaquetas decoradas y el humo de las galletas recién horneadas de Diego proveniente de la cocina inunda nuestra casa. El día que subimos al auto de papá rumbo al lugar que me vio crecer y recaer, empaco el peluche de mono rosado en mi mochila. A veces dejo que Leo juegue con él porque, aunque al principio pensé que lo destrozaría, no le causó ningún rasguño.
Quizá suene inmaduro, pero las noches que extraño demasiado a mamá me duermo con ese peluche. Ella me lo regaló dos semanas antes de fallecer. Ahora entiendo por qué. Mamá sabía que moriría y esa fue su forma de despedirse de mí.
Pasamos frente a la puerta de entrada del hospital, decorada con un arco de globos verdes. Doblamos en la esquina para aparcar el carro en el estacionamiento. Sebastián desciende del vehículo y tomo su mano para asegurarme de que no se trate de un sueño. Ambos vencimos al cáncer. No retornamos para ninguna sesión de quimioterapia ni por una remisión. Las lágrimas se atascan en mis ojos y una vez más, me alegra equivocarme. Creía que si volvíamos sería para recibir hincones de las enfermeras, para contemplar a nuestro cabello escurrirse entre nuestras manos y para que nos ingresaran de nuevo al quirófano. Pero no, estamos sanos.
—Sabía que lo lograrían. —Papá se coloca en medio de nosotros—. No teman, la pesadilla ya terminó. Nada les impide volar ahora.
—Se me vienen demasiado recuerdos a la mente —confiesa Sebastián y levanto mi mirada hacia él, con una sonrisa—. El patio de juegos detrás del pabellón de oncología, los bizcochos de calabaza de la cafetería, Kiara arrastrándome a los talleres recreativos.
—¿Seguro que le permitirán el ingreso a Leo? —consulto, cuando siento su nariz en mis zapatos—. No lo disfracé de duende de Santa en vano.
—Lo cargaré a través de los pasillos para que no suelte un rastro de pelo por ahí. Tiene prohibido deambular por los pabellones, pero puede mantenerse en el patio. —Diego cierra la cajuela del auto apenas termina de sacar los juguetes—. Siempre con correa para que no provoque desastres.
—Hablas como si fuera capaz de arrancarle la mano a alguien.
—Eso casi hace con Ethan la vez que lo conoció.
—Buen chico. —Mi padre se agacha a rascarle la cabeza a Leo, quien le mueve la cola.
—Esa es la actitud, pulgoso —lo felicita Sebastián. Deposita un beso en mi sien y acerca sus labios a mi oído—. Me hace muy feliz volver aquí contigo, ya libres de cualquier enfermedad.
—Ahora solo quiero que el cabello me crezca hasta mi cintura para donarlo otra vez.
—Tienes un corazón maravilloso. No lo cambies nunca.
Entre todos trasladamos los juguetes directo al patio principal, donde se alza un árbol de Navidad con una estrella dorada en la cúspide. De niños, Sebastián contaba las esferas azules y yo las rojas. Quien contabilizara más bolas era el primero en correr a coger su regalo situado debajo del pino. Después nos retirábamos hacia los columpios para abrir los obsequios. Espero que repitamos dicha tradición este año. Planeo entregarle lo que le compré luego de la presentación navideña para los niños. Ojalá no se extienda, porque siete libros me pesan en la mochila.
Afuera se hallan algunas enfermeras, quienes ayudan a las animadoras del espectáculo a preparar el escenario. Sin embargo, nosotros cedemos ante el frío y nos refugiarnos adentro. Mi hermano y mi papá permanecen en la sala de esparcimiento, atentos a una película que encuentran pasando los canales de la televisión. Un médico permite a Leo recostarse a dormitar sobre la alfombra, así que le entrego el peluche de mono.
Intercambio una fugaz mirada con Sebastián y aquello basta para que se ponga de pie al mismo tiempo que yo. Nos adentramos en los pasillos y los recorremos a toda prisa. Segundo pabellón, tercer piso, un giro a la derecha y luego en línea recta. Ahí está la unidad de oncología del hospital.
—¡Jo, jo, jo! ¡Feliz Navidad! —Volteamos al reconocer esa voz y descubrimos a Santa Claus caminando en nuestra dirección—. ¡Emily! Ya sabía que no podías faltar, ¿trajiste a un amigo?
Por cómo mi acompañante sonríe, denoto lo mucho que le entusiasma reencontrarse con el oncólogo pediatra que nos atendió. La persona que nos ayudó a ganar la batalla. Siempre amé su trato con los pacientes.
—Doctor Mayer, él es Sebastián, ¿lo recuerda? El niño que perdió un diente en el tobogán.
—Te agradezco la tan explícita presentación —murmura el aludido.
—¿Sebas? Oh, perdona, creciste tanto que casi no te reconozco. No me has olvidado, ¿o sí? —Ladea la cabeza y el pompón de su sombrero se mueve—. Mi sobrino se disfrazaría del barrigón este año, pero hace dos días amaneció con un resfriado y tuvo que cancelar. Así que no me quedó más que meterme en este oloroso disfraz.
—Vinimos a dejar algunas donaciones para los niños —le explica Sebastián y clava sus ojos en su apretado cinturón negro—. ¿De qué está hecha su panza? ¿Algodón?
—Fibra de almohadas.
—¿A qué hora empezará el espectáculo? —inquiero.
—A las once o diez de la mañana. Las enfermeras están recepción, por si desean acercarse. Los pacientes despertaron hace dos horas. No necesitan guardar silencio.
Gira para dirigirse de seguro al patio donde lo espera el mismo trineo de madera que el año anterior. Los niños adoran sacarse fotos con Santa Claus. Antes de enterarme de que no era real, le regalé una caja de galletas al panzón.
—Doctor —lo llama Sebastián y vuelve hacia nosotros—. Gracias por salvarnos a ambos y sumarse a nuestra lucha. Usted prueba que los superhéroes sí existen en la vida real. Espero que pase una linda Navidad y poder encontrarlo aquí el año entrante. Estuve ausente mucho tiempo, pero prometo venir más seguido.
—Se merece todo lo bueno del mundo. Le deseo unas felices fiestas. —No sé cuántos pacientes posea a su cargo, pero sin duda han llegado a buenas manos—. Gracias por ser médico y tratarnos siempre con una sonrisa.
—Ustedes se salvaron a sí mismos, chicos. —Se aproxima para envolvernos en un abrazo—. Me alegró el día volver a ver a mis pacientes favoritos. Estoy orgulloso de los dos.
Se marcha por el pasillo dando zancadas, producto de las grandes botas negras que calza. Sebastián toma mi mano y me conduce a la oficina de recepción del piso. Le prometí presentarle a Elián, un niño de nueve años que conocí la Navidad anterior. Se recuperaba con éxito de una cirugía en la que le extirparon un tumor cerebral y me contó la ilusión que le hacía bailar de nuevo. Al llegar al mostrador, nos saluda la señorita Berry, la única enfermera de quien no escapábamos, ya que solía obsequiarnos un caramelo luego de pincharnos.
—¿Ya vieron a Santa Claus? Me pregunto quién será la víctima el próximo año.
—¿Cómo están los niños? ¿Se han incorporado nuevos a la unidad? —interrogo, pese a que me asusta su respuesta.
—Ahora la conforman siete. —Aplano los labios. Esperaba encontrar menos pacientes y que varios se hubieran recuperado—. Amy abandonó el hospital tras recuperarse de la leucemia mientras que April permanece en tratamiento con una notable mejoría. Amber recayó en el sarcoma y la operarán de la cadera en dos semanas. Adam todavía continúa tratando su carcinoma gástrico y si la salud de Christian sigue mejorando, superará el cáncer a los huesos.
Ojalá reciba noticias más alentadoras el año entrante. Me encantaría escuchar que la unidad de oncología les otorgó el alta a todos sus pacientes. Aun así, un amargo presentimiento me revuelve el estómago. No oigo las risas del niño que conocí la Navidad previa a esta, quien se acercaba a agradecerle a las personas que venían a dejar sus donaciones.
—¿Y Elián? —le increpa Sebastián—. Kiara planea presentármelo hoy.
—Así que el doctor Mayer no se los contó.
—¿Ya no viene aquí? ¿Le dieron de alta?
—Kiara, Elián falleció hace cuatro meses después de que le detectaran otro tumor en el cerebro. Lo lamento. Sus amigos lo extrañan bastante.
Instantáneamente, me envuelve la escena del día en que los padres de Sebastián llamaron a casa para comunicarnos que su hijo había fallecido. Aquello era mentira, pero mi dolor fue real. Un nudo en la garganta me impide hablar, mas le sostengo la mirada a la enfermera, suplicando que se trate de algún error.
—Pero solo tenía nueve años —masculla Sebastián—. ¿Por qué desarrolló algo así? ¿Por qué no pudo despertar de esa pesadilla como lo hicimos nosotros?
—Él soñaba con convertirse en bailarín profesional, Berry. El año anterior se presentó en el show de Navidad y aunque le costaba mantener el equilibrio, seguía sonriendo.
—Elián fue uno de los tantos pacientes de aquí que me cedieron una pizca de su fortaleza. Aprendí mucho de ese pequeño.
Apoyo mi cabeza en el hombro de Sebastián, quien me limpia una lágrima. El corazón se me estruja al imaginarme el calvario que vivió hasta el final de sus días y me invade el pánico, el miedo porque los demás niños posean el mismo destino que él. No pertenecen a este lugar. Ni siquiera deberían estar acá, sino en la escuela, gozando de una infancia dorada donde nada los aflige y descubriendo el mundo. Sin embargo, se encuentran atravesando una pesadilla, una que Sebastián y yo comprendemos a la perfección. Por eso sus ojos lucen igual de brillosos que los míos. No obstante, cuando amenaza con absorbernos por completo, unas pisadas por el pasillo captan nuestra atención. Una chica de cabello castaño, suéter beige y botines negros a juego con sus jeans, se dirige hacia nosotros. No lleva puesto ningún uniforme, por tanto, asumo que forma parte de los voluntarios del hospital.
—¡Berry! Estuve buscándote por todos lados. —Apoya los codos sobre el escritorio y deposita encima el pequeño cuaderno que trae en mano. Su voz me resulta familiar—. ¿Crees que puedas agregar un número a la función navideña? Cantaré una canción. Yo me encargaré de la pista.
—Sí, claro que sí —farfulla la enfermera, reventando la burbuja de melancolía—. Sofía, ellos son Sebastián y Emily, antiguos pacientes del hospital. Quizá la recuerdes a ella, vino el año pasado.
La reconozco en ese momento, pese a que luce completamente diferente que la Navidad anterior, pues ya no posee el cabello rubio. Me acuerdo de la canción que cantó durante el espectáculo y la forma en que los niños la miraban mientras les transmitía todo lo que decía letra. Me habría encantado escucharla a los ocho años. Necesitaba que me hicieran creer en mí. Ella se vuelve hacia nosotros y, aunque desearía que nos hubiésemos reencontrado con una sonrisa, no logro esbozar ninguna.
—¿Emily? ¿Regresaste para dejar donaciones? —La señorita Berry le susurra algo al oído y su expresión jovial se esfuma—. Así que ya lo saben. Yo también me enteré esta mañana. Lo siento muchísimo. Una vez más la vida abandona a quien no debe. Ya me gustaría que las cosas fuesen diferentes. Varios merecían quedarse para esta Navidad.
La figura de mi madre resurge entre mis memorias. No transcurre un día sin que piense en ella. La arrastro conmigo a donde quiera que voy. Se ha transformado en el latido favorito de mi corazón.
—Suele mostrarse muy injusta con las mejores personas. Ellas parten primero que nadie —se lamenta Sebastián, quien voltea y les echa un vistazo a las habitaciones de los pacientes. Intento no seguir la dirección trazada por sus ojos, pues no deseo que la tristeza me venza.
—Desearía poder sanarlos a todos para que vayan a perseguir sus sueños.
A pesar de todo, Sofía esboza una sonrisa levanta la mirada, como si no le cupiese duda alguna. No vislumbro ápices de dolor en ella, sino rasgos marcados de esperanza.
—Pronto descubrirán que son más fuertes de lo que ellos mismos creen. Hallarán la manera de desterrarlo de cada célula de su cuerpo.
—Esa es la actitud que deben mantener. —Berry se repone para sacar de una de las gavetas del mostrador una bolsa de regalos, la cual le entrega a la recién llegada—. Si vas al patio, llévale esto a Santa Claus. Si no lo ves, deposítalos bajo el árbol. Van de mi parte.
Sofía los recibe antes de alejarse por el pasadizo. Sebastián me besa la mejilla y tira de mi mano para arrastrarme a la sala de juegos del hospital. En algunas ocasiones, hace demasiado frío afuera como para que los niños salgan a jugar, así que instalaron una piscina de pelotas y un tobogán dentro del pabellón. Aquellos juegos no estaban aquí cuando Sebastián y yo veníamos casi a diario, por lo cual escapábamos al exterior, ganándonos regaños de nuestros padres por saltar en los charcos de lluvia.
Saludo a dos madres de familia que conocí el año pasado, las de Amber y April. No me disgusta toparme con ellas, pero desearía no encontrar a sus hijas como pacientes la próxima Navidad. Conversando un rato con ellas nos enteramos de los nuevos miembros de la unidad de oncología infantil: Marcia y Azael. La primera llegó a raíz de un linfoma y el segundo debido a un cáncer de riñón.
No sé si sea por lo abrumador que le resulta ambiente, pero Sebastián se marcha alegando que Diego necesita ayuda con los regalos tras recibir un mensaje. Insiste en que me quede cuando le propongo acompañarlo y me asegura que no tardará, mas transcurridos veinte minutos no regresa y bajo las escaleras, dispuesta a buscarlo en el patio. Sin embargo, mi extrañeza aumenta al hallar allí a mi hermano.
—¿No se supone que estarías con Sebas?
Diego voltea, sorprendido de verme, y Leo se levanta, moviéndome la cola. Mi padre apaga el televisor y recoge el peluche de mono que el cachorro deja en la alfombra.
—Ya terminamos con los obsequios y les entregamos las chaquetas a las enfermeras para que las repartan junto con mis galletas.
—Quizá no fue buena idea traerlo aquí.
—¿Por qué piensas eso? Esta mañana lucía igual de emocionado que tú —me recuerda papá—. No creo que le disguste este lugar. Los buenos recuerdos que tienen aquí pesan más que los malos.
—Porque prometió que regresaría pronto y no ha vuelto. Tampoco me atiende el teléfono. Hace un rato la enfermera Berry nos contó que Elián falleció cuatro meses atrás. Temo que contemple este sitio como sinónimo de muerte. Suele aislarse cuando se siente triste y no quiero que ande por ahí solo.
—Pero Elián estaba recuperándose el año pasado, no puede...
—Lo mismo pensé, papá —lo interrumpo—. Pero si fuese mentira, nos lo habríamos cruzado en el patio al depositar los regalos en el árbol. Quería presentárselo a Sebastián, a quien no ubico por ningún lado, lo cual comienza a preocuparme, para serte sincera.
—Ya me parecía extraño que ese niño no estuviera recibiendo a las personas. —Diego entrecierra los ojos con fuerza y se aclara la garganta—. Pero de repente Sebas fue a la cafetería, ¿no les gustaban los bizcochos que vendían en ese sitio?
—O tal vez se encuentra en la sala de quimioterapias. —Detestaría que estuviese deambulando por pasillos, percibiéndose cual carga negativa que arruina la alegría de los demás. Temo que sufra un ataque de ansiedad —. Iré para...
—¡No vayas ahí! —exclaman los dos al unísono.
—¿Ustedes saben algo que yo no?
—No hay nadie allí, Emily. Además, el show ya casi empieza. —Mi padre abandona el sofá para tomarme de los hombros y conducirme hasta la puerta que da hacia el patio—. Diego, ¿por qué no vas ayudarlo con los regalos? Tarda demasiado, ¿no crees?
Mi hermano asiente y me entrega la correa de Leo, para después voltearse con dirección a los pasadizos. Aquí sucede algo más.
—El árbol de Navidad está afuera.
—Vi que dejaron unos en la recepción. Debe estar por allá —expone Diego antes de salir corriendo.
Con una enorme confusión, me dirijo al patio junto a papá. El espectáculo inicia con un villancico navideño cantado por una animadora y un payaso. Nos posicionamos en la parte trasera del tumulto que forman los niños, lo que me permite girar en busca de Sebastián. No obstante, consigo escapar de mi padre con la excusa de encaminarme al comedor para comprarle buñuelos y el muy ingenuo acepta. Iluso. Diego y él me esconden algo y no soy lo suficientemente tonta como para no darme cuenta.
Me alejo hasta el patio trasero, donde dos columpios me roban una sonrisa. Ahí solíamos sentarnos Sebastián y yo, pero este no aparece por ningún lado ni me atiende el teléfono. La única persona a la que veo es Sofía, a quien un chico de cabello negro y chaqueta azul abraza por detrás. No parece querer librarse de él, pues apenas se aparta para mirarme cuando llego hacia ellos.
—¿Ya comenzó el espectáculo?
—Aún no. Estoy buscando a Sebastián, ¿lo has visto? Iba conmigo esta mañana.
—Me temo que no. No hay casi nadie adentro. La mayoría de personas solo está aquí para presenciar cómo el doctor Mayer mueve su panza inflable al compás de la música.
—Pues yo viajé hasta aquí porque me intrigaba conocer este lugar después de todo lo bueno que me contaste. —Tras besarle la mejilla, su acompañante se voltea hacia mí—. Sofía me comentó que organizaban un espectáculo navideño todos los años y me muero de ganas por escucharla cantar.
—¿Sigue trabajando aquí como voluntaria?
—Nunca lo fui, en realidad me diagnosticaron cáncer y llevé el tratamiento en este hospital. Cuando nos conocimos el año pasado era una paciente más, solo que ahora ya estoy curada. Quería que Daniel conociera a la señorita Berry y al doctor Mayer, por eso lo invité a venir.
—Siento que hayas tenido que pasar por algo así. Comprendo cómo te sientes. Afronté lo mismo a los ocho años.
—¿Cuándo hallarán la cura? —interviene él, con una latente exasperación en la voz—. Porque ya perdí la cuenta de todos los niños con los que me he topado en la Unidad de Oncología y ninguno de ellos debería aquí estar sufriendo.
—Desde hace mucho me hago la misma pregunta. Me gustaría tener una respuesta.
—Nunca piensas que te puede ocurrir a ti, ¿sabes? Aquello ni siquiera se me pasaba por la cabeza —confiesa Sofía, en quien me veo reflejada. De niña, yo desconocía por completo el significado de la palabra cáncer—. Estaba atravesando el mejor momento de mi vida cuando mi mundo empezó a derrumbarse, uno de los bloques que me cayó encima fue el diagnóstico de leucemia.
—Pero hoy estás sana, ¿no? Eso es lo que cuenta. Intenta centrarte en ello —le recomiendo, aunque admito la dificultad de dicha tarea—. Sigues aquí. Has sobrevivido. La pesadilla ya terminó, puedes disfrutar el presente.
—Te mereces el mejor de los futuros y ninguna enfermedad impedirá que lo alcances. —Daniel se inclina hacia ella con una sonrisa, en tanto sus brazos descansan alrededor de su cintura—. Todas las personas que pasaron por este hospital se caracterizan por ser invencibles y tú no eres la excepción.
Antes de que responda, la animadora del espectáculo la llama por el micrófono y las miradas se posan en nosotros. Me apego a un árbol en un intento de esconderme de papá y ruego porque no me haya visto.
—Me parece que ya llegó la hora de que te adueñes del escenario —observo, ansiando oír su voz de nuevo.
—¿Lista para cautivar al público?
—Como siempre.
Me mantengo al margen durante su presentación y atisbo a mi padre discutiendo con Diego. Contengo la risa imaginando que le reclama por permitirme escapar, mas recuerdo el motivo: Sebastián. Aguardo a que aparezca a mi lado mientras me pierdo en la letra de la canción de Sofía, mas, aunque aquello no sucede, esta me devuelve la esperanza de un futuro cercano libre cáncer que me arrebató la noticia del fallecimiento de Elián.
Culminado el tema, recibo un mensaje de Sebastián, quien quiere verme en la sala de quimioterapias, lugar donde ya presentía que se encontraba. No me especifica el motivo, por lo que me asusta que le haya sucedido lo mismo que le ocurrió en la biblioteca de la universidad. Por ese motivo me dirijo hacia allí tan rápido como mis piernas me lo permiten, deseando hallarlo cuanto antes y alejarlo de los recuerdos que pueden estarlo abrumando. No obstante, conforme me adentro en los pasillos, una nueva melodía se cuela en mis oídos. Through the dark de One Direction me acompaña durante el trayecto, causando que mi corazón dance al compás de los acordes y se revolucione a sí mismo con cada verso. Parece estar viviendo un júbilo dentro de mi cavidad torácica cuando la canción llega a la segunda estrofa.
Desearía poder llevarte al comienzo
Jamás te dejaría caer o rompería tu corazón
Y si quieres llorar o desmoronarte, estaría allí para abrazarte
Me dices que te lastimaron, que todo es en vano
Pero yo puedo ver que tu corazón puede amar otra vez
Y cuando lo tengo parado frente a mí, todavía continúa sonando. Trae consigo una rosa multicolor, la cual me entrega. A nuestro lado descansa un ramillete con dos globos verdes y uno dorado con forma de estrella.
—Perdón por irme así y no contestar. Fue por una noble causa. Diego me ayudó, así que si algo de esto sale mal es culpa suya, no mía. Yo sí me esforcé y le eché ganas. Más vale que me des como mínimo dos estrellas por el esmero. No resultó fácil coordinar este momento. Tu hermano me ponía nervioso.
—¿Papá también estuvo detrás de esto? Porque quise buscarte aquí y me lo impidió, aunque me libré de él con la mentira de acudir a la cafetería por buñuelos. Supongo que seguirá esperándome.
—Diego me avisó que desapareciste y activé mi botón de pánico pensando que vendrías antes de tiempo —me revela. No debió ser agradable. A él le gusta apegarse a un plan—. Me faltaba instalar los parlantes y programar la canción. De los nervios casi me equivoco y configuro una cumbia por accidente. Eso habría arruinado el momento.
—¿A qué «momento» te refieres exactamente?
—No has olvidado este sitio, ¿verdad?
—Estamos justo en el lugar donde nuestros caminos se cruzaron por primera vez. Ahora ya no somos unos niños ni estamos enfermos, pero seguimos juntos. Por alguna razón, tú me has regalado una flor y el corazón no puede latirme más deprisa.
—¿Sabes por qué te la di? —Niego y levanto la mirada de los pétalos—. Porque el Principito no es el único que tiene una rosa. Yo encontré la mía aquí.
Entrelaza nuestras manos y, por un momento, siento que dejo de respirar. Mi corazón sonríe. Late con tanta fuerza que pienso que trata transmitirme un mensaje y creo conocerlo. Es aquí. Tengo que quedarme aquí. Sebastián supo cómo hacerme reír en mis peores momentos, me brindó un espacio seguro para mostrarme tal cual soy y me enseñó a priorizarme a mí misma.
Yo te llevaré a través del fuego y el agua por tu amor
Y te sostendré cerca
Espero que tu corazón sea lo suficientemente fuerte
Cuando la noche esté cayendo sobre ti
Encontraremos un camino a través de la oscuridad
Es él la clase de persona que debo mantener a mi lado. Porque no me cabe duda de que sostendría mi mano hasta en las mismísimas tinieblas. Me lo ha demostrado muchas veces. El viento nunca arrastrará sus palabras, ya que estas se solidifican con el tiempo.
—¿Intentas decirme que soy especial?
—Te considero mucho más que eso —confiesa y me atrae unos centímetros hacia sí—. No quiero venderte una historia de amor perfecta, pues ese maravilloso sentimiento es como una rosa, viene con espinas incluidas que te causarán heridas. Pero prometo acompañarte a través de la oscuridad y confío en que tú estarás ahí para mostrarme el camino una vez más. Ambos nos equivocaremos y cometeremos errores, mas hallaremos la manera de atravesar el fuego y el agua para apostar por un «nosotros».
Los últimos acordes de la canción resuenan a nuestro alrededor y recorro con la mirada la habitación. Ya no estará plagada de memorias amargas. Si mas este día no las elimine, conseguirá opacarlas lo suficiente como para que el pecho no se me cierre la próxima vez que pise este sitio.
No necesitas huir
Y verás que es fácil ser amada
Sé que quieres ser amada
Prefiero recordar esta sala no como el punto de inicio de una pesadilla y agonizante tortura, sino como el lugar donde se fortalecieron los latidos de dos corazones que quizá desde varias vidas atrás, estallaban el uno por el otro.
—Estaré para levantarte en cada caída. Aun cuando los cuatro vientos soplen en tu contra, el miedo cale tus huesos y las lágrimas te nublen la vista. Puedes tomar estas palabras como un juramento que nunca romperé —le aseguro, acariciando su mejilla. Sus ojos se vuelven brillosos otra vez, solo que producto de una emoción distinta.
—Gracias por pisar este mundo. Eres mi libro favorito. Volvería a leerte un millón de veces.
—Pensé que te habías arrepentido de regresar y que el ambiente te saturaba demasiado. Este sitio me trae muchos recuerdos y tú estás en casi todos. Por eso lo escogiste, ¿cierto? Estabas esperando este día.
—Quería que fuera en el lugar donde todo comenzó y no recordarlo solo como el sitio en que inició una pesadilla. Deseaba otorgarle un mejor significado. Bajo un muérdago, con una rosa multicolor y una canción que no fue lo suficientemente larga como para durar hasta el final. Pero, en fin, ¿puedo ser tu novio?
Aunque la melodía ya no resuena a nuestro alrededor, cada vez que la escuche, remembraré este instante.
—Claro que sí, Sebas.
Lo sujeto por las mejillas y presiono mis labios contra los suyos. Me rodea por la cintura para profundizar el contacto y le desordeno el cabello. Una sonrisa se me escapa a mitad del beso y tiro de su chaqueta para incrementar nuestra cercanía. Por desgracia, nos separamos cuando el oxígeno en nuestros pulmones se agota. Mis manos descienden hasta su pecho y mi sonrisa se ensancha cuando besa mi mejilla.
—Siempre quise besar a alguien debajo de un muérdago. Besarte a ti, para ser más específico.
—¿Nunca hiciste esto con otra persona?
—Con la poca experiencia que tengo, no. Así que perdón de antemano si meto la pata. Lo pensaré dos veces antes de matar a otro personaje ahora que sí puedes terminar conmigo.
—Tú eres mejor que un personaje de ficción. Eres real.
—A veces temo que todo esto se trate de un sueño.
—¿Soñaste conmigo durante estos años?
—Varias noches nos soñé a ambos aquí, jugando en los columpios, corriendo por los pasillos o comiendo los bizcochos de calabaza que venden en la cafetería.
—¿Por qué todavía no hemos regresado allí? Me quedé dormida esta mañana y apenas desayuné. No he probado bocado desde las ocho.
—Nada de ello habría sucedido si me hubieses dejado dormir contigo. Te hubiera sido muy útil como despertador.
—Si no roncas ni babeas puedes tocar la puerta de mi habitación. Aunque tendré que echar a Leo de mi cama y eso no le agradará.
—¿Me permites sobornarte con un regalo? Te compré algo por Navidad. Está en el auto de tu papá.
—Yo también traje un obsequio para ti, ¿vamos a donde siempre?
—Al estacionamiento por los regalos, a la cafetería por bizcochos y luego a los columpios.
Acomoda la rosa artificial en mi cabello y recojo el ramillete de globos antes de abandonar la sala. Cuando vine aquí el año anterior, no imaginé que el próximo Sebastián me acompañaría y volveríamos a degustar juntos los postres que venden allí. Una vez en el parqueo, saca del maletero del vehículo una caja mediana. Mi curiosidad estalla sin siquiera llegar al cafetín y lo abrumo con preguntas. No sé cómo me aguanta durante todo el camino, pero admiro su paciencia.
Cuando cada uno ya tiene un bizcocho envuelto en una servilleta, nos sentamos en los columpios y me como el mío a toda prisa para proceder con el intercambio de regalos. Me atoro al masticar y Sebastián se ríe cuando carraspeo. Pienso codear su brazo, pero de pronto también río por el bigote de azúcar que trae sobre sus labios.
—Aprende a comer —le regaño en broma. Hace unos segundos yo me atragantaba con la masa.
—Cuando tú aprendas a esperar.
—Solo quiero saber qué me compraste. —Tras acabar el bizcocho de calabaza, señalo la caja—. ¿Qué hay allí dentro? No es una de esas cajas de las que sale un payaso a estamparte una torta contra la cara, ¿o sí?
—Te prometo que no. —Sebastián termina el suyo y coge nuestras servilletas para desecharlas en el cesto de basura—. Son algunas cosas que te gustarán y necesitarás con la mente tan creativa que posees.
—Déjame abrirlo.
—Todo tuyo, impaciente.
Apenas me lo entrega, desgarro el papel para encontrarme con una caja de madera, la cual abro con un pequeño cerrojo. Las pinturas y los lápices de casi todos los colores que hallo en su interior me instalan una automática sonrisa. Alberga diversos compartimientos que resguardan acuarelas, carboncillos y pinceles de distintos grosores.
—Me encanta. No pudiste elegir un mejor regalo para mí.
—Con todo eso ya tienes suficientes materiales para dibujarme unas diez veces.
—A ti te pintaría hasta con lápiz labial en una servilleta. —Lo escucho reír y un cosquilleo revuelve mi estómago en tanto mi corazón se contrae—. También traje algo para ti. Cierra los ojos.
Deposito la caja de pinturas en el suelo y contemplo sus párpados cerrados antes de obligarlo a extender las manos, sentir su piel provoca que me estremezca una corriente eléctrica, pero intento no detenerme en ello para no hacerlo esperar. Beso sus labios y extraigo los libros de mi mochila, los cuales no envolví temiendo que se dañaran al usar cinta adhesiva. Los coloco uno sobre otro, formando una especie de torre que me atemoriza que se desplome al instante. Sin embargo, él abre los ojos antes de aquella desgracia y la mirada se le enciende.
—¿Libros?
—Y post its para que marques tus frases favoritas. —Le entrego dos paquetes en una pequeña bolsa—. Te ayudaré con los separadores.
—Me regalaste mi primer cuaderno de escritura y ahora siete libros que devoraré en menos de un mes. Es lo más lindo que alguien ha hecho por mí. —Con cuidado, los deja sobre el césped y tira de mi codo para que me siente en su regazo. Me acomodo sobre él y cuando el columpio se mece, me inclino para besar sus labios—. Gracias, te quiero.
—Yo también. Y espero que cuando tus libros salgan en físico me los regales para Navidad. Con pañuelos para las lágrimas si no te importa. Soy sensible.
—Cuando mi sueño se cumpla, te lo dedicaré a ti.
***
¡Hola!
Tuve muchos sentimientos encontrados mientras escribía el capítulo, lo edité unas cuantas veces hasta que finalmente quedé satisfecha con el resultado ❤️ ¿Escucharon la canción que Sebastián le dedicó a Kiara? ¿Qué les parece la letra?
¿Qué les dirían a los pacientes del hospital, especialmente a los niños? ¿Tienen algún mensaje para ellos?
Después de esta parte, sigue un flashback, que estaré subiendo aproximadamente el miércoles, como siempre, ambientado en el hospital. Sé que el cáncer rompe con la barrera entre la ficción y la realidad, porque no existe solo en los libros o películas. Por esa razón, este libro va dedicado a esas personas que se encuentran luchando contra aquella enfermedad, a las que lo hicieron y sobrevivieron y quienes partieron debido a ella 🎗️🕊️ Han sido y son más fuertes de lo que creen, estén ahora en el mundo terrenal o astral, espero que ya no sufran más y, si aún están batallando, deseo que su guerra termine con una pronta victoria.
Con esto me despido hasta la próxima semana, ¡adiós! 🤙🏻
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