30| Dona tus trenzas
Me aferro a mi chaqueta producto de la gélida ventisca que impacta contra mi rostro. Casi todas las personas que transitan a nuestro costado van abrigadas. Sebastián voltea a ambos lados para asegurarse de que sigamos la dirección correcta y se fija en los letreros que indican la avenida por la que circulamos. Nuestras manos yacen entrelazadas desde que descendimos del autobús. Adoro cómo se ven.
Me propuso ir a otro lugar antes del mirador, a lo cual accedí para distraerme. Ojalá que así mi mente deje de reproducir la escena del domingo que no hace más que causarme repulsión. Ahora me asusta cruzarme con Ethan por los pasillos. Cuando lo encuentro, mis temores se activan y escapo tan rápido como puedo. Ayer él entró al comedor a la hora de salida y Martha notó mi comportamiento, por lo que le conté todo. Necesitaba soltarlo, hablarlo con alguien. Y sabía que ella me entendería.
Aunque Sebastián no quiso brindarme más información al abandonar la universidad, conozco perfectamente a dónde nos dirigimos. Sin embargo, finjo que no me doy cuenta para no arruinar su sorpresa. Nos detenemos frente al cartel azul de la entrada, en el cual se lee el nombre del parque.
—Bienvenida a Firenze Winter Park —anuncia, de pie junto a mí—. El lugar perfecto para patinar sobre hielo y practicar esquí.
Cuando cruzamos la puerta de ingreso, inspecciono el panorama. Los alrededores están rodeados de altos pinos de cuyas hojas cuelgan pequeñas cajas de regalos. El área más próxima a nosotros consiste en una cabaña de madera de la cual brota un aroma a café y panecillos recién horneados. Escuché acerca del parque miles de veces, puesto que se vuelve una locación muy concurrida en fiestas navideñas. Siempre quise visitarlo, pero en estas fechas siempre me hallo atareada con la preparación de los donativos para el hospital.
—Veo que revisaste páginas para turistas ayer.
—Apenas conozco la ciudad. Me hacían falta ideas —argumenta con una sonrisa—. Mi otra opción era llevarte a un paintball, pero lo descarté porque te creo capaz de lanzarme una pelota al ojo y dejarme tuerto.
—¿Y tú qué buscas trayéndome a este sitio? ¿Sepultarme bajo toneladas de nieve tras simular un accidente?
—Eso no lo había pensado. Acabas de darme una buena idea.
—Suerte con ello. Traigo gas pimienta en mi mochila y no temo utilizarlo, primer aviso.
—¿Sigues sufriendo vértigo? No es por nada, pero no me gustaría que vomitaras sobre mis bastones de esquí. Si lo haces encima de algún instructor, diré que no te conozco.
Tuve suficiente con lo sucedido en mi fiesta de cumpleaños. Le advertí a papá que celebrarlo en una feria terminaría mal, aunque nada traumático habría sucedido si no me hubiese aventado tres rebanadas de pastel de chocolate antes de montarme en los juegos. También invité a Sebastián, pero sus padres se negaron. Aunque Diego le relató el penoso episodio.
—No vomito en público desde que me subí a la montaña rusa del parque de diversiones al que me llevaron cuando cumplí diez. No volverá a suceder.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque no hay manera de que me suba a esos esquís. Iremos a la pista de hielo —concluyo y él asiente con la cabeza, obediente.
—¿La de principiantes o la profesional?
—No lo sé, ¿la más grande? Publicaré fotos en Instagram. Deben ser decentes.
—Podrías sacar una fotografía épica en la cima de esa rampa. —Señala una que distingo a lo lejos, debido a su altura. Trago saliva al vislumbrar como dos personas descienden a gran velocidad.
—La próxima vez, lo prometo. No me preparé mentalmente para que mi vida pase frente a mis ojos.
—Sin presiones. Cuando te sientas lista, me deslizaré desde allí arriba contigo.
Me acerco para abrazarlo y sus brazos rodean mi cintura en seguida, mientras que yo le despeino cabello. Me separo un poco para presionar mis labios contra los suyos y sonrío en su boca cuando tira de mí para incrementar nuestra cercanía. El corazón me late con fuerza y se reactiva conforme el contacto se intensifica, hasta que nos separamos cuando el oxígeno escasea en nuestros pulmones.
—Gracias por invitarme aquí. Era justo lo que necesitaba. —Le recoloco el flequillo y acuno su rostro para depositar un beso en su mejilla—. No quiero que sean malos recuerdos los únicos que marquen este día. Quiero crear mejores hoy.
Seguimos una flecha negra y doblamos a la izquierda en la siguiente esquina, en busca de la boletería, trayecto en que nos acompaña el sonido de las aguas del río Arno corriendo a la espalda del parque y el rumor de los pinos agitados por el viento. Una vez allí conseguimos y pagamos por los tiquetes de acceso a la pista para después dirigirnos hacia la pista de patinaje. Seguimos las flechas que indican el camino y llegamos al lugar casi de inmediato. Este no se encuentra abarrotado, quizá debido a que estamos en día de semana y la mayoría lo frecuenta los sábados y domingos.
Una vez que el guardia de seguridad revisa nuestros boletos, ingresamos y nos calzamos los patines que nos proporciona la encargada del mostrador, dispuestos a divertirnos sobre el hielo. Sebastián guarda mejor el equilibrio que yo cuando pisa el hielo, así que me sujeta para no caer. Me agarro de la baranda que nos separa del exterior para estabilizarme y, aun así, mis piernas tambalean.
—Me voy a caer.
—No dejaré que eso suceda. —Toma mi mano libre, invitándome a soltar el barandal—. Ven, confía en mí.
—Pero no sé patinar.
—Yo tampoco.
Se encoge de hombros y cojo su mano con suspicacia, segura de que trastabillaré en menos de diez minutos. Algo me decía que debíamos comprar entradas para la pista de principiantes y no para la de expertos. No importa que esta sea más grande, pues no me tomaré buenas fotografías si apenas logro mantenerme de pie.
—No me sueltes.
—Descuida, tengo buenos reflejos y con suerte te atraparé antes de que vayas a abrazar el suelo. —Baja a vista para observar el hielo y estira su labio inferior—. Luce bastante triste esta tarde. Pobre, está cansado de que lo pisoteen.
—No me gustaría ser el próximo trasero que se estrelle contra él.
—Intenta permanecer erguida, postura recta. —Me estremezco cuando coloca sus dedos en mi espalda, pero me las ingenio para sonreírle—. Separa un poco los pies y deslízate hacia donde quieras ir.
Tomo una bocanada de aire y me animo a desplazarme hacia la derecha, impulsándome del barandal. Volteo hacia Sebastián, quien me alcanza al instante y me rodea por detrás tras besar mi sien.
—¿Dónde aprendiste esto?
—Mi tercera historia trata sobre dos patinadores de hielo. Me informé mucho acerca de este deporte —comenta y me prometo pasarme por ella luego—. Quería invitarte aquí desde que me apareció una publicidad en YouTube. Averigüé los precios y la dirección que tomaríamos en caso de que me dijeras que sí.
—¿Por qué te habría rechazado?
Me desplazo hacia la derecha, ahora sin ayuda, y me sujeto del barandal para estacionarme. Un grupo de cuatro chicos que ingresa a la pista capta mi atención, puesto que parecen conocer a la encargada del mostrador. Una chica se les adelanta, ya que se coloca los patines e ingresa a la pista de hielo antes que sus amigos. Sin embargo, cuando estos la llaman, se detiene poniendo contra el hielo el freno de la parte delantera del patín e imito el movimiento, aunque me tambaleo un poco.
—No siempre soy buena compañía. A veces discuto con mis padres y mis ánimos decaen.
—No me importa si estás feliz o triste. Siempre estaré contigo.
Sebastián levanta la mirada y me planto frente a él, bloqueándole el paso.
—¿Qué tan cerca?
—Más cerca de lo que estás ahora.
Se aproxima unos centímetros y llevo mi mano libre a su mejilla, a lo que ladea la cabeza para recostarse en ella.
—¿Así est...?
Un extraño sonido lo interrumpe. Tambalea tan de repente que pienso que caerá de espaldas al piso, mas lo tomo del brazo y lo ayudo a coger la baranda. Hurga en el bolsillo posterior de sus vaqueros y frunzo el ceño.
—¿Qué pasa? ¿Se te metió una ardilla al pantalón?
—Lo siento —se disculpa. Saca su móvil y lo traslada a su chaqueta—. Olvidé silenciar mi teléfono y mis notificaciones de Wattpad llegan en cualquier momento.
—Ah, pensé que te retorcerías tocándote el trasero. Ya iba a empezar a cantar. —Aunque de seguro mi voz rayaría incluso al hielo—. Hasta tengo una tía que se llama Ester, la canción sentaba perfecta.
—No es para que te pongas celosa, pero mi amor platónico de Phineas y Ferb era Vanessa.
—El mío Jeremy.
—¿Así que te gustan los rubios? Bien, me teñiré el pelo de ese color cuando te aburras de mí, ¿alguna otra petición?
—Lo siguiente no va como requisito, sino como sugerencia, ¿de acuerdo? —Muerdo el interior de mi mejilla, sin saber cómo decírselo con delicadeza—. No vuelvas a usar tirantes. Solo a Harry Styles le quedan bien.
—¿Ivet te enseñó las fotos de mi época oscura? —Asiento mientras me esfuerzo por contener la risa—. Logan me prometió no compartirlas con nadie y ya las ha difundido con dos personas. Como siga así, no le regalaré nada por Navidad.
Se aleja en un santiamén, dándome la espalda. Extrae su celular y clava la vista en él, ignorándome por completo, posiblemente para revisar sus notificaciones. Sus seguidores nunca se cansan de sus historias y los entiendo en su totalidad. Son tan adictivas que uno no puede parar de leerlas. Suelto el barandal, dispuesta a seguirlo, pero pierdo el equilibrio y tropiezo, cayendo al hielo. Opto por no voltear cuando oigo carcajadas a mi alrededor, cohibida.
—¡Sebastián! —le grito al percatarme de que también se ríe por lo bajo. No obstante, viene hacia mí en seguida.
—¿Estás bien? Perdón, estaba buscando la cámara para sacarnos una fotografía y me distraje leyendo los comentarios de mis lectores.
—¡Dijiste que tenías buenos reflejos!
—También te dije que era escultor y apenas puedo amasar bolitas de plastilina. —Aprovecho que extiende sus manos para ayudarme a levantarme y tiro de él a fin de arrastrarlo conmigo, pero hace fuerza en los brazos y ni siquiera tambalea—. Buen intento.
Ruedo los ojos y sacudo el polvo de mis rodillas cuando abandono el hielo. Recuerdo mi caída hace unos segundos y de pronto, mi voz se escucha entrecortada a causa de las risas que ya no retengo. Siento como si después de tanto tiempo recuperase una parte de mi esencia que flotaba a la deriva y que creía perdida. Sé que el hoyuelo en mi mejilla se marca y no me apresuro a cubrirlo, sino que vuelvo a reírme de mí misma justo cuando había olvidado lo bien que se sentía. Y lo hago de nuevo hoy. Un día en que lo único que salía de mi boca eran sollozos. No pensé que volvería a reírme un veintiséis de noviembre.
Un pelirrojo perteneciente a la pequeña agrupación de amigos, la cual se halla a punto de retirarse, se despide de la pista con un salto en el que cambia la dirección en el aire. Presto atención a la forma en que flexiona las piernas, mas mi cintura me duele demasiado para intentarlo. Los observo salir, dejándonos el espacio a nosotros.
—¿Viste eso? —Sebastián lo señala y sonrío ante una repentina idea.
—Si logras hacerlo te invito lo que gustes de la cafetería, ¿hecho?
—Me prepararé para pagar la cuenta de ambos entonces.
—Qué poca fe te tienes, ¿dónde quedó la confianza en ti mismo?
—En el suelo, igual que tu trasero hace unos instantes. —Enarco una ceja. Qué bien que se fija en esa zona mientras no me percato—. Junto con la estabilidad emocional que perdí al leer libros en Wattpad.
—¿Listo para estamparte contra el hielo?
—Preparado. No intentes esto en casa.
Toma impulso, dobla las rodillas y salta. Trata de girar antes de aterrizar, pero se enreda con sus propios pies, cayéndose de espalda y golpeándose la cabeza. Aunque me mira con la frente arrugada, no disimulo la risa y camino hasta su dirección para ayudarlo a reincorporarse como hizo conmigo minutos atrás. Alguien comerá gratis y no será él.
—Se me antojan bizcochos de calabaza, una dona y chocolate caliente —ordeno, tendiéndole la mano. Me aseguro de asirme al barandal para que no me arrastre consigo—. Ve sacando tu billetera.
—Me dolió más cuando mataron a mi personaje favorito.
—No hubieras aceptado si sabías que ibas a terminar así.
—Hey, te hice sonreír por enésima vez hoy. Alcancé mi objetivo después de todo. Mi cuello se llevó un golpe, pero valió la pena.
Un cosquilleo me retuerce el estómago y conecto mi mirada con la suya. Al acercarse, Sebastián deposita un beso en mi frente y entrelaza nuestras manos para empezar a caminar. Lo sigo, pese a que me mira a mí y patina en reversa. No quiero que se caiga de nuevo, podría golpearse la mejilla derecha.
—¿Cuántos minutos faltan para que culmine nuestro turno?
—Más de veinte, no te preocupes. Luego me encargaré de envenenar tu comida.
Nos sacamos varias fotografías juntos antes de que él se ofrezca a tomarme unas a mí sola en la pista. De esas veintiuno, posiblemente elimine quince, conserve cinco y publique una.
Apenas cojo mayor estabilidad, dejo de sujetarme del barandal y recorremos el área de par en par. Sin embargo, ninguno acelera por temor a no frenar a tiempo y llevarnos por delante al otro. Cuando atravesamos el centro de la pista, Sebastián me hace girar sobre mis talones y me sujeto de su camisa para no tropezar mientras volteo. Quizá sea mi imaginación, pero presiento que se pone nervioso al tenerme tan cerca. Aun así, aproxima sus labios a los míos y estos se rozan con suavidad, mas no llegan a tocarse.
—Disculpen, su tiempo ya terminó.
Volteamos al escuchar la voz de la encargada, aunque Sebastián no se separa de mí.
—Sí, ahora salimos. Perdone si nos pasamos algunos minutos.
La chica se marcha directo al mostrador y cuando Sebastián se vuelve hacia mí, tiro del cuello de su chaqueta para capturar sus labios. Reacciona uniendo nuestras frentes, lo cual provoca que perciba su respiración pausada, y me besa la nariz al separarnos de forma definitiva para abandonar el lugar.
Solventa los gastos de la comida que pedimos en la cafetería como prometió, por lo que procuro no excederme. Ordenamos una dona, dos tazas de chocolate caliente y compartimos los bizcochos de calabaza, aquellos que también comíamos en el hospital. Nos ubicamos en una mesa circular junto a la ventana, bajo las pequeñas farolas de luz amarilla que cuelgan de las paredes. Él jala su silla para sentarse a mi lado y muerde un bizcocho, sin reparar en la mancha de azúcar alrededor de su boca. Agarro la servilleta para limpiársela y la regreso a la mesa, pero su vista continúa clavada en mí.
—¿Estás mirando mis labios?
—Tu hoyuelo.
—Ya, claro. Admite que te pongo nervioso.
—¿Soy muy obvio? —Se me escapa una risa. La cual, lejos de incomodarlo, causa que se destense—. No lo estaría si anduviera con cualquier otra chica. Por tu culpa se me traban las palabras, me tiemblan las manos y me crece un nudo en el estómago que no sé manejar.
—Pensé que tenías más experiencia.
—Creo que no quise entregarle mi corazón a nadie que no fueras tú. Confío en que lo cuidarás bastante bien. Lamento haber callado mis sentimientos durante tanto tiempo. No me sentía listo para que las cosas entre nosotros cambiaran y temía perderte.
—¿Por qué me perderías?
—Porque podías no sentir lo mismo que yo. —Por cómo suspira, imagino que el tema debió resultarle agobiante—. Además, a veces sí que meto la pata. Si hago algo que te moleste, solo dímelo, ¿sí?
—Tú haz lo mismo si me equivoco. Suelo hacer chistes de humor negro inconscientemente.
—Nada justifica que te burlaras de mi época de tirantes, ¿también filtraron fotos de mi era de los sombreros?
—¿Cuántas transiciones tuviste?
—Varias, hasta traté de ser hippie. Pero me daba frío usar sandalias todo el tiempo y no duré ni una semana.
—¿No te importaba lo que pensaran de ti por cambiar de atuendos tan seguido? —Niega y sopla su bebida para tomar un poco. Yo hago lo mismo, solo que con una sonrisa ocupa mi rostro—. Me hubiese gustado atesorar el mismo valor que tú. Le di demasiada importancia a las opiniones ajenas y dejé de lado la mía. Recién entiendo que fingir es dañino. Si me muestro sin filtros, las personas que conozca me querrán por lo que soy, no por lo que aparento.
—¿Por eso has vuelto a vestirte con la ropa que personalizas?
Bajo la vista hacia las flores coloreadas en la pierna derecha de mis vaqueros. Las pinté en una ramificación que se extiende por la parte lateral y roza mi rodilla. Ya me extrañaba que no lo notase.
—Primero te fijas en mis labios, ahora en mis piernas, ¿hay algún tipo de mensaje subliminal en esto? ¿Qué escena erótica de qué libro te apetece recrear conmigo?
—¡Ninguna! —Abre en grande los ojos, sobresaltado, con tonos rojizos tiñendo sus mejillas. Casi escupe el chocolate caliente—. ¿Por quién me tomas?
—Lees en Wattpad. Asumí que eras todo un erudito en la materia. Pensé que esa plataforma te había enseñado la teoría y solo te faltaba la práctica.
—¿Educación sexual con Wattpad? ¿El lugar donde se muerden óvulos y penetran clítoris? No, gracias.
—Estaba dispuesta a ayudarte a practicar.
—¿Cómo dices?
—No te ilusiones tanto que no hablo en serio. —Me río y parece que respira con normalidad de nuevo—. Aún no me siento preparada para dar ese paso. Todavía me atacan ciertas inseguridades y quiero asegurarme de que lograré mantenerlas lejos cuando eso suceda.
—A mí me pasa lo mismo —confiesa y suspiro, pues me reconforta no ser la única. Me avergonzaba un poco admitirlo—. Temo arruinar ese momento, lastimarte y herir tus sentimientos. Quiero que sea con la chica indicada y en las condiciones adecuadas. Desearía que fuese contigo, cuando te sientas cómoda, claramente.
—Sin apuros, ¿de acuerdo? Ocurrirá en su debido momento.
Su celular emite otra notificación que procede a revisar y saco ventaja de su distracción para robarme el último bizcocho de calabaza que quedaba. Sebastián resopla al reparar en el plato vacío y se marcha a buscar a una mesera para pagar la cuenta. Termino mi dona con un último bocado y recojo mis pertenencias de la mesa para después colgarme la mochila al hombro. Me aproximo al mostrador, donde él le entrega unas cuantas monedas a la camarera y ella le devuelve el cambio.
—Perdona que me entrometa. Vi cómo hablabas hace un rato con esa chica, ¿ustedes son novios?
Su pregunta me descoloca y seguro que a él también lo ha tomado por sorpresa. Contengo el aliento para no delatarme y los observo a la distancia, expectante.
—Ya quisiera. Espero que pronto.
Sin detenerme a procesar sus palabras, retrocedo hasta la puerta del baño y cuando voltea, aparento cerrarla para brindarle la impresión de que salgo de allí. Me regresa la sonrisa, desconociendo que lo escuché todo, y juntos abandonamos el lugar. Transitamos por las calles directo a la estación de autobús para tomar uno que nos conduzca a la plaza. Aunque durante el camino, no para de revolverse entre mis pensamientos su breve conversación y como consecuencia, le sujeto la mano con fuerza. Jamás nos imaginé de ese modo, mas no me suena lejano. Nos acomodamos en los asientos del medio y compartimos mis audífonos hasta nuestro destino. Bajamos del transporte y caminamos hacia la plaza, pero apenas hemos recorrido tres calles cuando un cartel me hace frenar.
«Siéntate aquí si quieres donar tu cabello a una persona con cáncer».
Un joven con tijeras de peluquero yace al costado de una silla. En tanto su acompañante, una chica rubia, arregla el afiche pegado en un poste de luz. Al instante, le señalo la pancarta y toco mi cabellera, corroborando que alcance mi cintura.
—Hazlo —sonríe y me ayuda a quitarme la mochila—. Quizás ella puso esta oportunidad en tu camino.
Mis ojos se llenan de lágrimas al contemplar la silla vacía. Él besa mi sien, alentándome a dirigirme hacia allí. Levanto la mirada al cielo, matizado con tonos amarillos y rojizos. Busco entre las nubes un rostro, el cual hallo en la ráfaga de viento que mueve mi cabello. Decido recepcionarlo como una señal de cierto ángel que hoy reside en un mejor lugar.
—Tal vez sentir que le entrego un regalo a mamá me sirva para encontrar consuelo. Tal vez trata de comunicarme que ya es momento de avanzar por un sendero más iluminado. Pese a que ya no esté aquí, le llegará a otra persona y será como obsequiárselo a ella.
Deposito un beso en sus labios y me aproximo a los jóvenes junto a la silla. Sebastián repara en la pequeña lata que yace en el suelo e introduce algunos centavos por el orificio de la parte superior.
—Buenas tardes, ¿podrían hacerme un corte?
—¡Sí, por supuesto! —exclama enérgicamente la chica y me invita a sentarme en el banquillo—. ¿Cuántos centímetros deseas donar? El cabello te llega hasta la cintura, así que lograremos extraer una cantidad considerable.
—¿A la altura de los hombros estaría bien? —inquiero, en lo que el peluquero alista las tijeras y asiente.
—¿Son voluntarios de algún centro de salud? —consulta Sebastián, quien se coloca a mi lado. Busco su mano para entrelazarla con la mía.
—Recolectamos fondos y donaciones para los pacientes de un hospital de la ciudad —informa el muchacho, tan sonriente como la chica—. Lo realizamos todos los años. Con el cabello obtenido elaboramos pelucas para pacientes que han perdido el suyo por los tratamientos.
—Me gustaría que las quimioterapias solo matasen a células cancerígenas, no a todas por igual —deseo con la esperanza de que aquello cambie en el futuro—. También sufrí cáncer. Me detectaron leucemia a los ocho años.
—A mí me diagnosticaron sarcoma cuando tenía siete —complementa Sebastián y esta vez no aparta la mirada como cada que el tema sale a flote—. Nos conocimos en un hospital de Londres, cuando atravesábamos el tratamiento.
—¿Y son novios ahora? —indaga la chica. Debe habernos visto hace un rato, así que no me extraña su pregunta. Mi acompañante abre la boca para contestar, pero la cierra con rapidez. Así que contesto yo.
—Eso quisiera. Ojalá que pronto.
La sonrisa de Sebastián se restaura y traza círculos imaginarios sobre mis nudillos en una suave caricia. El joven termina de trenzar mi cabello y me muestra el lazo lila con que la atará. Es cuando me lo cortan que descubro una nueva manera de convivir con el dolor. Arrastrarlo o rehuirlo no ayudará a que desaparezca. A veces resulta mejor abrazarlo. Paso que recién hoy me atreví a avanzar. Se necesita mucho valor para asimilar la ausencia física de quien partió, pero también amor para conservar intactos los recuerdos compartidos y materializarlos hasta formar la esencia que siempre te acompañará.
Nos despedimos de los muchachos al momento en que dos chicas se acercan a la silla. Ambas con largas cabelleras y un brillo en los ojos tras apreciar el cartel. La misma señorita que nos atendió las invita a sentarse para proceder con el corte y les sonríe con amplitud. Sebastián y yo continuamos nuestro trayecto hasta el mirador, unas calles más arriba, y subimos las escaleras para admirar una de las mejores vistas de la ciudad. Él mira a todos lados, maravillado, y yo detengo mis ojos unos segundos en el puesto de arte que exhibe pinturas al óleo. En la parte céntrica de la plaza se alza la estatua David del gran artista Miguel Ángel.
—¿Podemos sacarnos una fotografía? —Asiento y Sebastián saca su móvil de inmediato para después caminar hacia el borde, cercado con una baranda de metal—. Me encanta la panorámica.
—Ese de allá es el Ponte Vecchio. Si visitaste la galería Ufizzi debiste verlo de cerca. —Lo señalo y me sitúo junto a él. Recargo mi cabeza en su hombro y apunto los dos lugares adyacentes—. La cúpula le pertenece a la catedral y el otro edificio corresponde a la Biblioteca Nacional.
—Buenas opciones para una próxima cita.
—¿Esto es una cita?
—Lo es si tú quieres que lo sea.
—Claro que quiero.
Sebastián desvía la mirada hacia su teléfono para seleccionar la cámara, establece el temporizador y levanta el celular. Beso sus labios apenas el flash se dispara y me separo para despeinarle el cabello. Luego guarda su móvil en su bolsillo y ladea una sonrisa.
—Te gusta mucho hacer eso, ¿no?
—También me gusta dibujarte cuando no te das cuenta, pero ahora quiero hacerlo bajo tu consentimiento. —Me descuelgo la mochila de un hombro en busca de mi libreta.
—Más vale que me retrates sin mis poros.
—Haré lo que pueda, pero no te muevas ni pidas milagros.
Avanzo hasta las gradas a pie de la estatua y coloco mi cuaderno en mi regazo. Sebastián se sienta junto a mí y analizo cada arista de su rostro. Reparo en la firmeza de sus cejas arqueadas y lo perfilada de su nariz. El tono verdoso que atesoran sus iris, sus pómulos ligeramente hundidos y sus labios carnosos. Quizá demore en terminar el dibujo, pero con el boceto listo, lo culminaré en casa.
Siempre me pareció lindo. Lo que siento por él se aleja de las apariencias. Porque mientras todo su cabello desapareció y la palidez inundó sus facciones, mis sentimientos nacieron. Hoy sé que ese estado emocional significa entusiasmarme con su cercanía, disfrutar cada segundo a su lado y que mi corazón lata como si anhelara escaparse de mi pecho. Pero me enamoré de Sebastián mientras era desconocido para mí. O tal vez para ambos, pues los dos nos alejamos cuando estuvimos a punto de besarnos a los trece años, la noche de nuestro primer baile.
Termino el bosquejo al cabo de unos minutos y elevo mi vista de la hoja cuando suelta un profundo suspiro, justo como si un globo se desinflara.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, pero me cansé de contener la respiración.
—Te pedí que no te movieras, no que...
—Respirar involucra los movimientos del diafragma. —Tiene que ser una broma. Lo escudriño, apuntándolo con mi lápiz—. ¿Qué? ¿Te quedarás mirándome otra vez?
—Adoro cómo luces de perfil —le sonrío. Guardo mis materiales y me levanto de golpe—. Ya acabé el boceto. Creo que deberíamos regresar. No quiero que corras para llegar a la universidad antes de que cierre.
Abandona el cemento y se coloca detrás de mí para depositar un beso en mi cuello. Me revuelvo entre sus brazos al sentir sus labios contra mi piel y aspiro su perfume. La noche cayó sobre el mirador y lo que presenciamos desde allí son las luces de la ciudad. No importa qué tan fuerte sople el viento, me encanilla la calidez proveniente de sus latidos acelerados.
—Nunca dejaré de abrazarte así.
Fuerzo una sonrisa. Espero que no vuelva a alejarse de mí durante el almuerzo. Como ayer, que volteó a ambos lados al notar que nos observaban. Sin embargo, un cosquilleo me revuelve el estómago cuando siento su risa en mi oído.
—A este paso me matarás de diabetes.
—Y tú a mí de hipotermia con esa frialdad.
Me deshago del abrazo y lo tomo de la mano para dirigirme hacia las escaleras y juntos descendemos hasta la avenida. No traigo prisa, pero Sebastián sí. Por esa razón, tomamos un taxi y le entrego el dinero necesario para que le pague al conductor, ya que primero me dejará a mí en casa y él continuará hasta la universidad. Cubrió los gastos de la cafetería, así que ahora es mi turno.
Le envío un mensaje de texto a Diego, informándole que voy de regreso. Un impulso me tienta a sacar mi cuaderno para avanzar con el dibujo. Sin embargo, temo arruinarlo producto de los rompemuelles que salta el coche, el cual se estaciona frente mi casa minutos más tarde. Me despido de Sebastián, quien me acompaña hasta la puerta y al cerrarla, oigo el motor del vehículo alejarse. Me dirijo a la cocina por un vaso con agua, pero este cae al suelo y se rompe en pedazos apenas unas palabras estallan en mi cerebro. La voz de papá resuena dentro de mi mente y a causa del estruendo, aparece en escena. Por su sorpresa, conjeturo que no sabía que ya me encontraba aquí ni aguardaba que escuchara cada frase.
Mamá no murió de cáncer.
***
La última frase be like: 👁️👄👁️
¿Qué les ha parecido este capítulo? ¿Cómo estuvo su semana? Yo visité la Feria del libro de mi universidad y me encontré varios libros de Wattpad por ahí 🥺 me brillaron los ojos. Casi lloro brillitos. Me emocioné bastante porque pensé que solo habrían libros académicos.
Me gustó mucho escribir esta parte de la historia, sobre todo la escena donde Kiara dona su cabello. A mí me encantaría hacer lo mismo 💕 ¿ustedes se animarían?
¿Qué opinan de la relación que están construyendo Sebastián y Kiara? ✨
Esta semana toca actualizar a mitad de semana y lo más probable es que publique el flashback correspondiente el día miércoles, ¡hasta entonces!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top