16| El recuerdo de nosotros

Una vez en casa, descubro que falta mi cuaderno de dibujo. Maldita sea, ¿por qué tenía que extraviar justo eso?

El sábado por la mañana, Thalia viene a mi casa para que la ayude a redactar su parte del ensayo y me esfuerzo por disimular mi desánimo. Ethan llega minutos después, pero luce tan contento que decido no arruinarle el día. Además, mi amiga parece más pendiente de su móvil que de recolectar la información requerida, así que al final, realizo yo la mayor parte del trabajo con algunos aportes de Ethan, quien me recomienda páginas en que puedo recaudar datos.

No quiero discutir, no me encuentro bien. Y lo que me contestan cuando les confieso qué ocurre, no ayuda en lo absoluto. Sabía que no era buena idea. Jamás lo entenderían. A no ser que conocieran aquella verdad que aún me atemoriza revelarles. Quizá si les contara mi historia no le restarían tanta importancia. Dentro de ese cuaderno conservaba una promesa que anhelaba cumplir: volver a unir los dibujos.

Allí se hallaba el retrato de Sebastián, a quien le aseguré que ganaríamos la batalla, que estaríamos juntos siempre y que la enfermedad nos liberaría más pronto que tarde. Que, si tomábamos caminos distintos tras derrotar al cáncer, nos reencontraríamos años después y uniríamos ambas mitades, pero le fallé. Y no puedo evitar sentirme ridícula, porque las mordaces palabras de Ethan y Thalia me provocan ese efecto.

«No seas dramática, compra otro».

Apenas se van, me encierro en mi habitación y abrazo con fuerza el peluche rosado de mono que mamá me regaló dos semanas antes de morir. Recuerdo que dormía con él las noches que me quedaba en el hospital, recuperándome de las quimioterapias. El colchón se hunde detrás de mí y un ladrido ahogado en mi oído me permite descubrir de quién se trata. Es como si Leo percibiera la tristeza que me embarga, porque lame mi mejilla y se acuesta junto a mí en mi cama. Intento enfriar mi mente y esclarecer mis recuerdos para esclarecer lo que hice estos últimos días.

El viernes regresé a casa rápido para revisar que Leo estuviera bien y luego llevé mi cuaderno a la cafetería cuando acudí a ayudar a Martha. Antes me pasé por la biblioteca en busca de libros que sirvieran para el ensayo. No me acuerdo si lo traía conmigo en la cafetería, pero por lo menos he reducido mis opciones a esos dos lugares. El lunes me dirijo a la librería e inspecciono las instalaciones sin éxito. Incluso retorno durante el primer receso para le preguntarle a la bibliotecaria si encontró un cuaderno el viernes, mas ella responde que no. Tacho ese sitio de mi lista y durante mi segunda clase, cuento los minutos para que termine y pueda correr a la cafetería.

—Tranquila, ya falta poco. Lo encontraremos.

La voz de Anthuanet ralentiza mi agitada respiración. Las manos me sudan frío, pues el miedo de perderlo sigue allí. Solo desaparecerá al tenerlo de vuelta. Aunque existen vacíos que nunca se llenan.

—¿Dónde crees que esté? Ya busqué en la biblioteca y lo único que hallé fue un chicle pegado debajo de una mesa.

¿Lo peor? Que venía con un diente incrustado en él.

—Me contaste que estuviste ayudando a Martha, quizá ella lo haya visto. También podríamos consultarle al conserje y buscar en las cosas extraviadas. Tú dime a dónde vamos primero.

El departamento de objetos perdidos suspende su servicio a las dos, pues los coordinadores se marchan a almorzar. Reabren a las tres, pero no me sobra paciencia para esperar, así que me decreto por esa opción.

—¿Por qué me ayudas tanto?

—Porque se nota que ese cuaderno es muy especial para ti. No estarías tan preocupada si fuera poca cosa. Tendrás tus motivos, no me los expliques si no deseas, pero permíteme ayudarte.

—Una amiga pasará por mí dentro de un par de minutos, ¿nos acompañas? Creo que será mejor dirigirnos primero a donde sugieres.

—Claro —me sonríe y no entreveo ningún ápice de molestia.

Ivet es puntual. La observo parada afuera del salón apenas mi clase culmina. Agita la mano derecha para captar mi atención y tomo a Anthuanet del brazo. La guío hacia mi amiga, quien me abraza en cuanto me ve. Acaricia mi espalda y contengo las ganas de derrumbarme otra vez. Le comenté por teléfono lo sucedido y prometió sumarse a la búsqueda. Se aparta de mí al percatarse de que no estamos solas y me dispongo a presentarlas, pero ella se adelanta.

—¡Hola! ¿Vienes con nosotras? Buscaremos algo que perdió Emily. Imagino que te habrá contado —la saluda con una sonrisa—. No sabe dónde lo dejó. Olvida muchas cosas, ahora que me doy cuenta, hasta olvidó mi cumpleaños una vez.

Facebook no me avisó y sabes que tengo mala memoria.

Ocurrió hace dos años. Lo recordé ese mismo día a las siete de la noche y corrí hasta su casa con flores, chocolates y una pizza americana que compré de camino. Desde entonces programé en mi celular cinco alarmas que me avisan cuando la fecha se acerca.

—¿Mala? ¡Eres pésima! Pero así te quiero.

—Intento dar una buena imagen por si no te has percatado. Gracias por hacerme quedar bien. —Me aclaro la garganta y señalo a Anthuanet, quien nos escudriña con diversión—. Vamos a secretaría antes de que cierre. Después revisaré el comedor.

—¿Y si nos demorarnos a propósito? Así la encargada amargada no podrá irse a almorzar —propone Anthuanet e Ivet le sonríe.

—Me gusta esa actitud. Andando, malogremos un poco su día.

Avanzamos por el pasillo directo al departamento de pertenencias extraviadas y durante el camino me atormenta el temor a no volver a ver mi cuaderno. Llegamos a nuestro destino, el cual consta de un largo escritorio en que se localizan cuatro portátiles, formando pequeñas oficinas separadas del público únicamente por un delgado vidrio. Entre las encargadas hay pelirroja de anteojos con pésimo trato y humor. Reconozco que nuestra presencia le disgusta por sus notables ganas de arrancarse los cabellos.

—¿Podrían darse prisa? Debo cerrar este lugar. Reabriremos a las tres.

Sus demás compañeras se han marchado, dejándola sola. Ella teclea en su móvil, exasperada, y me aguanto las ganas de rechistar.

—Si nos ayudaras terminaríamos más rápido —puntualiza Ivet.

—No voy a ayudarlas a buscar un estúpido cuaderno de garabatos.

Detengo mis movimientos producto de su diatriba, pese a que no me sorprende. Mi mandíbula se tensa y lucho por mantener la boca cerrada. Prefiero ignorarla.

—¿Cómo lo llamaste? —replica Anthuanet y se voltea hacia la encargada.

—Dejen de comportarse como si tuvieran tres años —rezonga con los labios apretados—. Ya revisaron todas las cajas, ¿esperan que aparezca por arte de magia? Ustedes mismas han visto no está aquí.

—Deberías bajarle un cambio a esa actitud. No conseguirás que nos vayamos así. Buscamos algo en verdad importante.

En ese momento vislumbro la frase escrita con letras de colores detrás de la camiseta negra de Anthuanet: «Treat people with kindness». Aquellas palabras me recuerdan a Martha, quien siempre se muestra amable. Por el contrario, la pelirroja refunfuña y vuelve a concentrarse en su teléfono móvil mientras nosotras hurgamos entre las cajas del despacho durante media hora y me fuerzo a preservar las esperanzas. No puede haberse esfumado de la faz de la Tierra con un simple chasquido de dedos.

Mis ojos se abren con asombro al vislumbrar un preservativo usado en el fondo de la caja. No quiero saber cómo ha terminado eso ahí. Lo cubro con el resto de objetos perdidos y levanto la vista para encontrarme a Ivet, quien se tapa la nariz al elevar un calcetín y examina su peculiar diseño.

—¡Tiene dibujos de gatitos! Me lo quedaría si encontrase el otro par.

Acto seguido, lo regresa a la caja y quita sus dedos del puente de su nariz para respirar con normalidad, una vez lejos de la olorosa prenda.

—Parece que llega de todo, menos mi cuaderno. —El estómago se me revuelve, hambriento. No he probado bocado desde que salí de casa esta mañana—. Quizá debamos irnos.

—Hey, no te rindas así de fácil —me alienta Ivet. Posa una mano sobre mi hombro y masajea la zona con el fin de tranquilizarme—. Todavía no vamos a la cafetería ni le preguntamos a los conserjes.

—Sí, vayan. Dense prisa. No querrán que termine en la basura.

De pronto, dejo de considerar el silencio como opción. Cojo su celular para deslizarlo hacia abajo y obligarla a observarme a los ojos. Cuando nuestras miradas se cruzan, le sonrío sin cubrir mi mejilla.

—Desconozco tus motivos para tratarnos así. No sé si tengas algún problema en casa o si algo de lo que hicimos te molestó. Pero te recomiendo que muestres una cara más amigable, apuesto a que detrás de ese ceño fruncido se esconde una muy linda sonrisa. Ojalá tu día sea mejor que el mío. Suerte con el trabajo, que pases una bonita tarde.

Salimos del departamento después de que, para nuestra sorpresa, la pelirroja se ofreciera regresar las cajas a su lugar. Recorremos las instalaciones en busca de los conserjes, quienes —por desgracia— niegan haber encontrado un cuaderno. El receso culmina, por lo que me despido de ellas y me encamino al salón en que recibiré mi próxima clase. Un vacío se apodera de mi pecho conforme transcurre el día. Tampoco logro librarme del sentimiento de culpabilidad que invade cada mísero espacio de mi mente. Temo perder para siempre el retrato de la persona que sostuvo mi mano en los momentos más difíciles de mi vida.

A Sebastián no le importaba que no me quedase cabello ni cejas, mucho menos la palidez que presentaba mi rostro y los moretones en mis brazos. Aunque nunca se lo confesé, adoraba la manera en que cuidaba de mí a pesar de que él se hallara afrontando lo mismo. Si volviésemos a coincidir, quizás en otra vida, sin duda le devolvería todas las sonrisas que me sacó. Me gusta creer que, tal vez en una realidad alternativa, seguimos juntos.

Ese dibujo era nuestra promesa y me duele no poder cumplirla. Hoy lo perdí de nuevo.

A la hora de salida, camino rumbo a la cafetería con la mirada gacha. Allí se sitúa mi última esperanza, pues he agotado todas las opciones anteriores. Tomo una bocanada de aire y me distraigo acariciando la perilla de la puerta antes de ingresar. No sé si el frío de mis manos se debe a que esta es de metal o a los nervios que destrozan mi interior. Martha me sonríe, como de costumbre, mas cambia de expresión al verme tan desganada. Me acerco a donde se ubica con la garganta ardiendo.

—¿Has visto mi cuaderno de dibujo? El de tapa verde decorada —articulo con dificultad. Varias lágrimas intentan deslizarse otra vez por mis pómulos—. Debí dejarlo aquí el viernes. No lo encuentro por ningún lado, ¿sabes dónde...?

Mi voz se quiebra. Ahogo un sollozo y me cubro la boca, echándome hacia atrás. Ella rodea el mostrador para acercarse a mí al percatarse de mi estado y aunque sus brazos me rodean, siento que me rompo. Respiro de forma entrecortada y un aire helado me estremece.

—¿No te lo dio Sebastián?

La miro con la vista borrosa y niego, sin comprender qué sucede.

—¿Qué? ¿Lo tiene él?

—Se lo llevó porque lo olvidaste en la cocina el viernes. Me aseguró que te lo entregaría apenas te encontrara.

—No lo vi en todo el día.

—Estuvo acá temprano, esperándote. —Habla despacio, lo cual me ayuda a digerir mejor la información—. Después regresó a buscarte durante el almuerzo, pero no viniste y tuvo que irse. Le sugerí que fuera a tu facultad luego de clases.

—Debo ir para allá. —Reacciono y mis latidos se aceleran. Echo a andar tan pronto como puedo, mas me volteo antes de abandonar el comedor—. ¡Gracias, Martha!

Ella asiente, aunque mantiene su ceño fruncido en una evidente confusión. Me prometo explicárselo todo mañana y corro hasta la facultad de Artes Plásticas. Al adentrarme en los pasillos, imagino que se trata de un laberinto del cual necesito escapar en tiempo récord. Lo único que llega a mis oídos son mis pisadas presurosas en un silencio cada vez mayor, puesto que los alrededores se vacían pasadas las cuatro.

Subo las escaleras que conducen a la segunda planta y, tras visualizar el sitio desolado, me animo a ascender al tercer nivel del edificio. Doy vueltas por doquier con la fe colocada en que esté aquí. Mi vista escruta todos los rincones posibles y me desespero al no divisar a nadie. Retrocedo para doblar en una esquina y mi espalda choca contra la de alguien. Me giro por inercia, topándome con él. Sostiene mi cuaderno en manos y sus ojos se abren en grande al observarme.

—Por fin te encuentro. Martha me contó que lo hallaste el viernes. No recordaba dónde lo había dejado. Pensé que no volvería a verlo otra vez. Incluso fui a buscarlo al departamento de objetos perdidos. Gracias por cuidarlo, en serio agradezco que... —Me detengo al notar que algo no anda bien. Sus ojos lucen como si contemplara a un fantasma y desanda sobre sus pasos—. ¿Por qué me miras así?

—¿Te acuerdas de mí? —consulta en un susurro.

—Eh, ¿sí? Nos vimos hace tres días —contesto, extrañada. Me acerco a él sin entender y ladeo la cabeza, desconcertada.

Su mirada parece admirar un espejismo. Permanece inmóvil y no articula palabra alguna.

—Una hoja cayó de tu cuaderno y vi el dibujo —titubea, perplejo. Le tiemblan las manos y batalla por sonar firme—. Ese que hiciste hace seis años en el hospital, cuando sostuviste mi mano y me prometiste que jamás te olvidarías de mí. Yo tampoco te he olvidado, nunca podría borrar de mi mente a la persona que me hizo sonreír antes de entrar al quirófano, que me aseguró que todo estaría bien y que estuvo a mi lado cuando desperté. La que me regaló mi primer diario de escritura, me alentó a cumplir mis sueños y enfrentar a mis padres. Quien me enseñó a no darme por vencido y a pelear por mi felicidad. A sonreírle a la vida, aunque esta parezca en mi contra. Aquí tengo la otra mitad, la he guardado justo como te prometí.

El alma se me cae a los pies. Un nudo obstruye mi garganta cuando intento hablar y pestañeo, atónita. La realidad me sobrecoge a contrarreloj.

Saca de detrás de su espalda una hoja, conservada a la perfección. Esta encaja con el retrato de su rostro que extrae del interior del cuaderno, ambas se complementan. Reconozco mis trazos, los dibujos y las líneas. Somos nosotros. Mis piernas se tambalean y me cuesta mantenerme de pie. Estoy soñando. Seguro es eso. Porque es imposible. Sebastián murió de sarcoma hace unos años. Entrecierro los ojos con fuerza. Pero no despierto. Sigue aquí. No se ha ido.

—¿Sebas? —mascullo, con la voz pendiendo de un hilo.

Las lágrimas ruedan por mis mejillas fuera de control. Él también llora y no aparta su mirada de mí ni un segundo.

—Sí. Soy yo, Kiara.

***
¡Hola!

¿Qué opiniones tienen sobre el capítulo? ¿Creen que las cosas entre Sebastián y Kiara cambien ahora que saben la verdad?

Los dibujos por fin se unieron de nuevo 🥺❤️ Este es uno de mis capítulos favoritos de la historia :")

Ojalá hayan tenido una linda semana. Yo no estoy de vacaciones, pero oficialmente he terminado mis exámenes parciales. Solo falta que publiquen las calificaciones (#miedo #terror #ozuna).

Subí más contenido a TikTok por si desean pasarse por mi cuenta (roxylovecraft). Hice un video tutorial de cómo ganar monedas viendo anuncios que quizá les sirva.

Y bueno, eso es todo. Doy fin a los anuncios parroquiales. Hasta la próxima semana, muack 💕

|ACTUALIZACIÓN|

Una lectora me comentó el nombre de la canción y pensé que quedaba muy bien con la historia, sobre todo con este capítulo. Me gustó muchísimo, ¿ustedes qué piensan? ✨️


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