Minuto Cero

ALANA

Nunca pensé que este día llegaría.

El día que tendría que enterrar al último ser querido que me quedaba en este mundo.

Sentí los sollozos contenidos de Maritza a mi lado. Su rostro estaba cubierto por un espeso velo negro, pero sabía que, de poder verlo; ese maquillaje denodado que tanto la caracterizaba permanecería intacto, intocable por las lágrimas amargas que recorrían sus mejillas.

Ella y Matteo se amaban mucho y, a pesar de que había cierta distancia entre nosotras que yo me había empeñado en mantener, siempre había sido buena conmigo. Incluso en aquella época rebelde de la adolescencia cuando tendía a hacer enojar hasta el más santo y paciente de los seres.

Yo no lloraba. Mi rostro permanecía impasible e inexpresivo. Hacía años que mi lágrimas se habían agotado, en esas tantas noches que me escapaba de casa para pisar este mismo cementerio y apaciguar mi dolor sobre la tumba de mis padres.

—Señorita DeVito, el auto ya la está esperando a la salida del cementerio —habló uno de los pocos soldados que me permití traer como mi seguridad personal hoy.

No los necesitaba, me sabía cuidar yo sola a la perfección y eran más un estorbo que una ayuda, pero Maritza me imploró que los trajera para su paz y tranquilidad. Ella quería sentir que me encontraba más que segura mientras se dejaba sumergir en su dolor, porque ambas entendíamos que, cuando pisáramos fuera del Cementerio San Luis, tendríamos una tormenta que enfrentar.

Asentí en respuesta al soldado y volteé hacia mi tía para verla levantar el velo hasta descubrir sus ojos verdes, ya rojizos, para mí.

—Vayan ustedes, que yo me quedaré un poco más haciéndole compañía a mi Matteo.

—Maritza, no creo que sea conveniente que te quedes sola. Te hace vulnerable estar aquí, en un cementerio despejado y si protección —opinó Giulio, el hermano de Maritza y Consigliere de mi tío Matteo y que, si las cosas terminaban por salir como lo había planeado, pronto sería más que eso.

Vi a Maritza voltear los ojos en blanco y torcer los labios en una mueca de molestia. La situación, la pena y sus alrededores estaban haciendo mecha en su paciencia.

—No seas insensato, Giulio. No soy más que la viuda de un hombre muerto. Toda la relevancia que tenía en la Cosa Nostra está enterrada en esa tumba con Matteo. —Miré a la mujer que me crio con molestia. Ella era más que una esposa en la Mafia y todas la personas en este cementerio, incluido mi tío, sabíamos que así era—. Mejor asegurate que mi niña salga viva de la locura que piensa cometer porque sino haré que te arrepientas.

Sentí una sonrisa maliciosa curvando mis labios ante sus palabras. Ya estaba ansiosa por salir de allí. Me movía expectante en el lugar, el corazón me latía a mil en el pecho, emocionado por lo que pronto vendría.

Maritza y Matteo nunca habían podido tener hijos y, después de adoptarme legalmente, simplemente dejaron de intentarlo. Al morir, mi tío no solo nos dejó toda su herencia a Maritza y a mí; sino que, al hacerme su Sottocapo en secreto, el puesto de Don de la familia DeVito y todos sus negocios pasaron a mi cargo.

Este era el momento que siempre había esperado. Aun cuando pesaba con la carga de la perdida del hombre que cambió mi vida, no podía contener la sensación de júbilo que cursaba mis adentros de solo pensar que al fin podría dejar salir a la diabla en mi interior a jugar.

La Diabla. Así me llamaban mis enemigos. Me temían, me adoraban y me envidiaban en partes iguales, y a mí me encantaba. El poder era una adicción para mí, una de esas de las que no se podían controlar las ansias de más.

Para la Cosa Nostra y el mundo entero, la Diabla era un misterio. Nadie sabía quién era o que quería, solo que la sed de sangre que la acompañaba a todos lados lograba que los hombres más temibles mancharan sus pantalones.

Pero esa no era yo, al menos, no ante los ojos de los que no conocían mi alter ego. Alana DeVito no era más que una princesa mimada que pasaba parte de sus días de vacaciones en spas o haciéndose la pedicura. Ante los ojos de otros, yo era una mujer dulce, algo caprichosa, engreída, e inocente hasta la médula. Incluso virgen, si le preguntabas a alguno que otro idiota por ahí.

Oh, pero que equivocados estaban.

Lo de dulce y mimada me lo pasaba por el culo. Caprichosa, y engreída sí era, y de las peores. Y de inocente y virgen no tenía ni una sola esquina en mi cuerpo.

Me gustaba el sexo, y mucho. Y era de esas que no discriminaba la sexualidad o le importaban los prejuicios si me hacían sentir bien.

Lo que ellos creían era una farsa, una obra de teatro perfectamente orquestada por mí y por aquellos que conocían mi verdad. Los espectadores solo veían lo que yo quería mostrarles: un inofensivo cordero blanco. Pero en mi interior rugía una leona hambrienta deseosa de su oportunidad para salir a cazar.

Vi como un Giulio resignado asentía a Maritza por el rabillo del ojo y retomaba el paso a mí lado cuando empecé a encaminarme al coche sin despedidas. No me demoré más, ya habría tiempo de intercambio de palabras cuando llegara a casa bañada en la sangre de mis enemigos y con la victoria exaltando mi nombre.

A diferencia del hombre a mi lado, yo no me preocupaba tanto por el bienestar de mi tía. Ella, al igual que todas las mujeres DeVito, sabía como defenderse muy bien de las amenazas que cruzaban su camino. Matteo nunca fue un hombre ciego por las tradiciones. Al contrario, él creía que una mujer podría ser tan, e incluso más letal que un hombre, porque de ellas nunca nadie se lo esperaría.

Me adentré en el asiento trasero del coche y tomé la Tablet a mi lado. Giulio se sentó en el asiento del copiloto, indicando con una seña a Massimo, el chofer de la familia, que podía arrancar el coche.

—¿Todo está listo para la reunión? —pregunté mientras revisaba a través de las cámaras de seguridad del Almacén a los hombres reunidos.

—Todo listo. Luca tiene a los soldados en posición esperando tu señal.

—¿Están todos los de la lista? No quiero un cabo suelto. De esto depende si habrá necesidad de derramar más sangre de la necesaria esta noche.

Un leve movimiento de cabeza en afirmación fue toda la respuesta que recibí de mi Consigliere. Él sabía tanto como yo todo lo que estaba en juego si algo salía mal, y no era precisamente nuestras cabezas, sino la de todos y cada uno de los miembros de la Famiglia DeVito.

Dejé la Tablet a un lado y comencé a desabrochar uno por uno los botones de mi abrigo negro, desvelando un vestido rosado pastel debajo. Abrí mi bolso y saqué un crayón del mismo color del vestido, solo que un par de tonos más oscuros. Terminé de arreglar mi maquillaje para asegurarme que lucía justo como quería, como todos querían verme: dulce e inofensiva.

El coche se detuvo y yo cambié mis botas negras por un par de tacones blancos y acomodé mi cabello, dejando que las ondas doradas cayeran por mis hombros hasta mi media espalda, antes de abrir la puerta por mí misma y salir.

El Almacén era una estructura grande e intimidante que, a pesar de su fachada decaída y vulgar en el exterior, escondía una lujosa y espaciosa sala de reuniones en el interior. Ese había sido el encuentro de reuniones de la Famiglia DeVito desde que mi abuelo Patricio había tomado el mando como Don. Siempre le había dicho a Matteo que era peligroso, que él y más de la mitad de sus hombre más importantes frecuentaban a la misma vez al Almacén, y que la localización apartada y la poca seguridad del edificio algún día podría acabar siendo el tiro por la culata que terminara matándolos.

Al final, iba terminar teniendo razón. Solo que el tiro que los acabaría de forma certera y permanente lo daría yo.

Armé mis rostro con una sonrisa inocente, intentando apagar la malicia de mis ojos con una mirada inofensiva. Giulio y Maritza pensaban que por fin le pondría un final a mi secreto y saldría a la luz, pero se equivocaban. La Diabla iba a perecer en ese almacén hoy junto a sus enemigos, porque el mayor teatro de mi vida justo acababa de comenzar.

Giulio abrió las puertas del Almacén para mí con una ceja alzada, podía ver su clara diversión ante mi vestimenta. Yo detestaba el rosado, y él lo sabía. Le guiñé un ojo con complicidad, arrancándole una carcajada mientras nos adentrábamos al lugar.

Cada cabeza presente en la mesa de reuniones levantó sus ojos ante el repiqueteo de mis tacones sobre el asfalto alfombrado. La reacciones que se reflejaron en ellos fueron las mismas para todos en sincronía, casi parecían robots programados para mostrar su sorpresa y confusión ante mí presencia sin disimulo alguno.

—Señores —saludé tímidamente. Dejé que un rubor avergonzado tiñera mis mejillas mientras tomaba mi lugar a la cabeza de la gran mesa de mármol negro.

Giulio se sentó a mi derecha, dejando su arma sobre la mesa a mi alcance. Tenía que reconocer que él me conocía lo suficiente como para saber que no me resistiría a usarla en algún punto de la noche.

—Giulio, ¿qué significa esto? ¿Qué hace ella aquí?

Suspiré con pesar. Solo llevaba diez minutos en el lugar y ya estaba al borde de mi paciencia. Y el hecho de que fuera Giorgio, uno de los Caporégime de mi tío, el que hubiera decidido hablar de primero no ayudaba mi causa.

El muy idiota se creía el rey del mundo, tanto que ni siquiera se había molestado en asistir al funeral de mi tío.

Sabía lo que estaba pensando, lo que todos estaban pensando. Matteo era el último DeVito de sangre de la Famiglia y había muerto sin nombrar a un Sottocapo que tomara su lugar al partir. Eso les dejaba el camino libre a todos para disputarse el poder de mi familia y tomar el lugar que nos pertenecía. Estaban dispuestos a ir a la guerra y despellejarse los unos a los otros si ese era el precio a pagar. Lo veía en sus ojos, la sed de poder era tan grande que estaban cerca de salivar encima del mármol frío. Parecía niños pequeños chupando su primera piruleta: ansiosos, predecibles y tan expectantes que rozaban lo ridículo.

Una pena que la única sangre que sería derramada sería por mis manos.

Me subestimaban, me miraban con superioridad porque para ellos nunca fui nada más que el caso de caridad de su Don. Antes estaban obligados a respetarme y a tratarme como una princesa si querían conservar sus vidas, pero al morir mi tío se llevó los deseos de sus hombres de fingir que les importaba una mierda a la tumba.

Tampoco era como si me molestara, a mí me importaban menos.

Mi Consigliere se giró a verme con una pregunta en los ojos. Ese era su forma de darme mi lugar, estaba demostrando con ese gesto quién tenía el poder y casi tengo que ahogar una carcajada al ver una expresión de horrorizada sorpresa esparcirse por toda la habitación.

Sacudí mi cabeza en una leve negación. Había muchas cosas por decir antes de poner fin a esta obre de teatro, y en el guión principal solo me encontraba yo.

—Señores —esta vez la palabra fue más fría y cortante, casi gélida en mis labios—. Estoy segura que ya todos los presentes en esta mesa saben quién soy, pero me presentaré igualmente, porque amo la atención.

Hice una pausa deliberada. La tensión en al aire me estaba dando cosquillas en todo el cuerpo de una forma casi satisfactoria. Sino fuera por el maldito vestido rosa y la horrible peluca que Matteo me había hecho usar desde los ocho años como una especie de máscara, me sentiría orgullosa por lo que estaba logrando como la perra maldita que era.

»Mi nombre es Alana DeVito, hija adoptiva de Matteo y Maritza DeVito y la Sottocapo de la Famiglia DeVito. Bueno, al menos lo era, Porque ahora soy el nuevo Don de la Famiglia.

Tres, dos, uno...

—¡Imposible! ¿Qué estupideces son esas que estamos escuchando? Matteo DeVito no había nombrado un Sottocapo antes de morir y tú no eres más que la hija abandonada de una puta que él—

El eco de un disparo resonó a través de la habitación. Volví a colocar la pistola a mi lado con una mueca de molestia. Me había manchado el jodido vestido luego de pasar veinte tortuosos minutos en una boutique comparándolo.

Y todo por dejarme provocar por un estúpido descerebrado como lo era Giorgio Caruso.

Veinte preciados minutos de mi vida desperdiciados en un impulso.

El alboroto a mi alrededor no se hizo esperar y, en segundos, tenía doce pistolas cargadas apuntando a mi cabeza.

Solté un suspiro molesto mientras pasaba mi pulgar lleno de saliva sobre una de las manchas del vestido. Había querido enmarcarlo como recuerdo de esta noche en una de las vidrieras de la casa, pero no creía que a los senadores y magnates que frecuentaban las fiestas de Maritza les encantara admirar la prueba de un asesinato como si fuera arte.

—Caballeros, de verdad amaría jugar a los pistoleros con ustedes, pero siempre me ha parecido un juego aburrido. Así que porque mejor no bajan las armas y se sientan. —Dejé que el aburrimiento que sentía se impregnara en mi voz, pero la nota de malicia que cargaban mis palabras era más que notable por todos.

Alcé el rostro y sonreí.

»Porque les aseguro que ese punto rojo que adorna sus pechos no es solo con fines decorativos.

Casi en sincronía, cada hombre en la sala bajó su cabeza hasta enfocar el laser de francotirador que se tambaleaba sobre el lado izquierdo de sus pechos con precisión, justo encima de sus corazones.

—Siéntense —ordenó Giulio a mi lado, haciendo clara la autoridad de su cargo por primera vez desde que habíamos llegado.

Observé con satisfacción como la derrota y la rabia tomaban forma en los rostros de mis Numerales y Caporégimes mientras obedecían.

—¿Qué quieres? —Esta vez fue Benedetto Salerno quién habló. En sus ojos, que permanecían fijos en los míos, brillaba el entendimiento.

Benedetto era un hombre inteligente y sabio, uno de los pocos en esta habitación que lamentaría perder; pero el hecho de que su hijo Ricciardo estuviera entre los Numerales que nos acompañaban hoy, lo convertía en una futura amenaza que no podía permitirme tener.

—No se puede querer algo cuando ya se tiene todo—. Barrí mi vista por la mesa, analizándolos uno a uno—. No vine aquí a pedir nada, tampoco vine a exigir que se me de un cargo que es mío por derecho. No vine a dar escusas, o a pedir apoyo. Si soy sincera sus opiniones me valen mierda.

—¿Entonces que carajos viniste a hacer? —escupió Ricciardo sin disimular el odio en sus facciones-. ¿Vienes a ofrecernos tu culo para encontrar a un hombre de verdad que te enseñe como se lidera una puñetera mafia?

El silencio se adueñó de la atmósfera, todos esperaban mi reacción ante la clara provocación de un estúpido que medía el tamaño de su polla por el número de prostitutas que se lo habían mamado.

No mentiría diciendo que no estuve tentada a ponerle una bala entre ceja y ceja, pero no me apetecía seguir arruinando mi vestido con la sangre de escorias sin valor como él. Preferiría esperar a que se alzara el último telón para verlo caer.

Así que solo sonreí, siniestra y maliciosa, de esas que helaban la sangre al primer intento.

—Te demostraría que me puedo coger a cada hombre en esta habitación sin titubear si así lo quisiera, pero no suele gustarme comer carne podrida—. Me puse de pie al igual que Giulio sin perder la sonrisa condescendiente del rostro—. Y solo vine hoy aquí a pasarles un mensaje de parte de una amiga.

»La Diabla les manda saludos y espera pronto verlos en el infierno.

Los murmullos y maldiciones no se hicieron esperar, aumentando aún más mi satisfacción.

El primer disparo fue certero, alcanzando a Ricciardo en la cabeza con una precisión envidiable. El bastardo de Luca era el mejor francotirador que conocía, incluso mejor que yo, y eso era algo que siempre le había envidiado. Los hombre no tuvieron tiempo a reaccionar, ya que un disparo precedió a otro, y a otro, y a otro, y a otro.

En segundos, la habitación se había vuelto una masacre de sangre, y casi podía jurar que escuchaba una orquesta siniestra tocando de fondo.

Giulio suspiró a mi lado luego de que se hizo el silencio en el lugar.

—Pensé que no querías estropear el vestido que usarías hoy.

—Mentí. ¿Cuál es el punto en derramar la sangre de mis enemigos si no me puedo bañar en ella?

La carcajada gastada de Giulio me siguió hasta la salida del Almacén. Él era como un segundo padre para mí y, desde que había llegado a la familia DeVito, me había tratado como su sobrina a pesar de que no compartíamos sangre.

—¿Qué piensas hacer ahora? -—preguntó mientras nos adentrábamos al coche. Esta vez Massimo no esperó a que le indicaran para arrancar el motor y adentrarse a la calles desiertas de las afueras de Nueva York—. ¿A quiénes vas a nombrar para tomar sus puestos bajo tu nombre?

—Eso te lo dejo a ti, Giulio. Conoces a los hombres de la Famiglia mejor que cualquiera —respondí distraída, mientras miraba a través de mi Tablet a los hombres bajo el mando de Luca reordenar los cuerpos como les había pedido—. Y no va a ser bajo mi nombre, porque en lo que al mundo concierne, el nuevo Don de la Famiglia DeVito serás tú.

Mis palabras arrancaron una reacción casi inmediata de mi Consigliere.

—El mando de la Famiglia es tuyo, Alana. No puedo tomar tú lugar.

Dejé escapar un pequeña risa divertida.

—Cualquier hombre estaría salivando ante la oportunidad que te estoy dando, Giulio. —Levanté mi vista de la Tablet, enfocando sus ojos confusos a través del espejo retrovisor— Pero tienes razón, no voy a abandonar mi puesto como Don. Yo seguiré a cargo de la Famiglia, pero el rostro público que conocerán será el tuyo. Serás algo así como una cara bonita para apaciguar a todos los idiotas convencionales que se creen que, por tener pene, disparan más con más certeza que nadie.

Mi Consigliere arrugó el ceño, dedicándome una mirada inquisidora.

—¿Qué estás tramando, Alana? ¿Por qué no quieres que sepan quién eres en verdad?

—Porque el nombre que encabeza mi lista no estaba en ese almacén esta noche, Giulio. Con él comenzó mi venganza, y con el terminará.

Y mientras el Almacén se alzaba en fuego a mis espaldas, solo podía pensar en una cosa. Vincenzo Valentino iba a morir por mi mano, así tuviera que vender mi alma al diablo para lograrlo.

Holis, Angelitos pecadores.

¿Qué tal les pareció este capítulo?
Esto vendría siendo algo así como un prólogo o introducción a la historia.

¿Qué creen de la actitud y los pensamientos de Alana?

¿Ya quieren conocer a Vincenzo?

XOXO,
DEE.

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