Capítulo 9
•ALANA•
El paisaje de la hermosa isla cobraba más vida a medida que salíamos del pequeño pueblo que quedaba junto al puerto. Sabía por las pocas fotos que había podido recolectar y aquello que Matteo me había contado del lugar que Paradiso, la isla privada de la Famiglia Valentino, era una de las reliquias exóticas más preciadas de toda Sicilia. Pero la belleza que caracterizaba la pequeña ciudad paradisina tan pintoresca como la casa del Padre Giusto, era poco para describir la majestuosidad de los campos pintados en flores y los bosques cargados de colores únicos e incomparables, que se iban perdiendo en el espejo retrovisor del coche en el que viajaba.
Pero fue casi a una hora de camino, luego de cruzar el portón privado que indicaba el inicio de la Villa Angeli, cuando todos los colores se empezaron a desvanecer hasta que solo quedó uno, que el verdadero espectáculo comenzó.
Las flores, las hojas de los árboles, las plantas. Todo se volvió como el cuento de hadas de una princesa encantada. Incluso aquellas hojas que caían secas del puente arbolado que guiaba nuestro camino estaban teñidas de un rosado tricolor, añejado por los días y el sol.
Odiaba ese color. Detestaba a las princesas. Mierda, cuanto las detestaba, pero no había visto una escena tan bella en mi vida como aquella que se expandía a mi alrededor y más allá. Era único, mágico y jodidamente retorcido, porque sabía muy bien que todo este suelo disfrazado de inocencia no hacía más que esconder la sangre que manchaba la tierra debajo.
—¿Cómo es posible todo esto?
Mi pregunta no esperaba ser respondida. Vincenzo no había hablado una sola palabra desde que se sentó a mi lado en el jet privado de los Valentino.
—El suelo tiene una pigmentación especial, permite el crecimiento de cualquier planta y, con la ayuda de unos pocos químicos, las perfeccionan hasta formar lo que ves hoy—. Observé como su dedo índice frotaba su labio inferior metódicamente. Era un gesto inconsciente en él cuando estaba pensativo.
Probablemente el único gesto inconsciente del que era capaz.
»Son especies exóticas provenientes de todo el mundo: América, Asia, África.
—¿Los químicos que usan tienen toxinas?
Volteé el rostro para encontrar a Vincenzo con sus ojos ya puestos en mí, con una expresión vacía e indescifrable.
—No voy a envenenar mis propias tierras, Diavolessa. Toda la comida que se sirve en la Villa se produce en ellas por la misma gente del pueblo.
—Lo que mi querido Capo quiere decir, Muñeca, es que su gigante y gentil corazón nunca le permitiría hacerle daño a la naturaleza.
Resoplé, a sabiendas de que Salvatore solo había aportado a la conversación para fastidiar a Vincenzo.
—¿Cómo se llama? —Vincenzo alzó una ceja, incitándome a clarificar con el gesto—. Esto es una especie de jardín, ¿cierto? Imagino que tiene nombre.
—Lo único que debes saber de este jardín es que estas porciones de tierra son privadas para todos en la Isla. ¿Te queda claro? La entrada principal de la Villa está al lado este.
Quería refutar y molestarlo hasta que saciara mi curiosidad, justo como Salvatore hacía, pero no quería tentar a la suerte tan temprano en el matrimonio. Así que me limité a sonreír inocentemente con un par de pestañeos falsos e innecesarios. Sabía que él no se tragaba mi actuación de niña buena, y eso hacía mucho más divertido pretender serlo.
—Cristalino como al agua, cariño —repliqué, lanzándole un beso que hizo que sus ojos llamearan y sus labios se tensaran en una línea firme y fina.
Quince minutos después, nos detuvimos frente al Inferno, la afamada mansión de la Famiglia más poderosa de toda la Cosa Nostra y, probablemente el mundo.
No esperé a que el chofer abriera la puerta para salir del coche, admirando la gigantesca estructura de cinco pisos frente a mí. Por las pocas fotos que había conseguido, sabía que la casa era grande, solo que no imaginaba cuan imponente podrían ser sus paredes de piedras gastadas y marcadas por el tiempo.
Una mujer de complexión pequeña, de unos sesenta años, apareció por un pequeño camino de piedras a mi lado. El rostro de Salvatore se iluminó inmediatamente al verla y, con una sonrisa genuina y cálida —una que nunca antes había visto en él—, se encaminó hacia la señora y la estrujó entre sus brazos.
Miré la escena extrañada y con un sentimiento ajeno ahuecándome el estómago.
La mujer le propinó dos palmaditas suaves en los antebrazos antes de susurrarle algo al oído que terminó por hacerlo reír. Él le dio un último beso aparatoso en su mejilla y la bajo hasta posar sus pies en el suelo.
Esperaba ver la expresión de júbilo de su rostro cambiar cuando sus ojos se posaron en el hombre a mi lado, pero no fue así. Al contrario, parecía haberse iluminado más.
—Tú debes ser la nueva señora Valentino —dijo al posar sus ojos en lo míos. Una mueca de molestia torció mis labios una vez más, causando que Vincenzo se tensara aún más a mi lado.
Pero la mujer no se percató del cambio de temperatura en el ambiente, de cómo la mirada afilada y fría de Vincenzo taladraba el perfil de mi rostro, buscando otra fisura por la colarse en la armadura que tanto me había costado construir.
»No sabes el placer que me da conocerla al fin, señora. Mi nombre es Carla, soy la ama de llaves de la Famiglia Valentino.
Le regalé una sonrisa. La mujer me caía bien, pero me confundía como alguien podría estar los años que sabía que ella había trabajado bajo el mando de hombres como Vincenzo y su padre sin que el brillo de su mirada se hubiera apagado.
Nunca conocí a Pietro Valentino, ya que él había muerto antes de que mi vida se viera entrelazada con la Cosa Nostra y los DeVito, pero el alcance de su crueldad había llegado a mis oídos a través de historias sangrientas que harían estremecer hasta el mismísimo diablo. No era solo que el antiguo Don era un hijo de puta retorcido, sino que también era un cobarde avaricioso que no paraba ante nada ni nadie para obtener lo que quería sin ensuciarse realmente las manos.
Las manchas de sangre vieja en el suelo de mi hotel favorito eran prueba de ello. Había decidido no limpiarlas luego de que mi tío me regalara la propiedad, porque esa era mi forma de honrar los cientos de vidas que se habían perdido aquella noche sangrienta. Además, una mancha de sangre más no haría diferencia alguna ante todas las que yo había agregado a la colección con el pasar de los años.
Porque sí, yo también era una hija de puta retorcida, pero siempre me aseguraba de no herir a nadie que no lo mereciera antes.
—Por favor, solo Alana. No son necesarias tantas formalidades.
—Señora Valentino está bien, Carla. Gracias. —interrumpe Vincenzo con una expresión severa. Maldito, sabía que me molestaba el nombre y lo utilizaría en mi contra.
Pero, para mi sorpresa, la expresión emocionada de Carla no cambio. Al contrario, con un gesto desinteresado hacia su Don, entrelazó mi brazo con el suyo.
—No digas tonterías, Vince, a Alana le molestan las formalidades. No tenemos por qué hacerla sentir incómoda en su primer día en su nuevo hogar. —Palmeó el dorso superior de la mano que sostenía y me dedicó una sonrisa cálida que me provocó un vacío asfixiante en el estómago—. Vamos, voy a enseñarte la mansión. Estoy convencida de que vas a adorar el decorado de los interiores que remodelamos el año pasado.
—Carla…
La nombrada se paró en seco, alzando una ceja al Capo di tutti capi de la Cosa Nostra como si fuera un niño petulante y no uno de los hombre más peligrosos del mundo. Mordí mi labio inferior para contener una sonrisa porque, ciertamente, este encuentro había terminado siendo todo lo que yo no me esperaba.
—Espero que hayas preparado la habitación que te pedí para Alana.
El cuerpo de Carla se tensó a mi lado y su agarre en mi brazo se tornó fuerte e imperdonable.
—No estarás hablando en serio, Vincenzo. Es ridículo lo que me pides. Es tu esposa.
Fruncí el ceño, confundida por sus palabras. ¿A dónde diablos me pensaba hospedar? ¿En una mazmorra?
—No me cuestiones, Carla. Ese no es tu jodido trabajo. Cuando termines de darle el recorrido a Alana, llévala a la habitación que te pedí y explicale sus deberes. —El tono de severidad de Vincenzo dejó poco que discutir, ganándose un chiflido apreciativo de Salvatore, que se había dedicado a escuchar toda la conversación en silencio desde la distancia.
—Alguien necesita follar, y pronto.
—Y tú necesitas hacer tu jodido trabajo también. Hace más de veinte minutos que Lucius está esperando por ti en los almacenes del distrito.
—A su orden, general —Salvatore se llevó la mano a la frente, imitando un saludo militar, y nos lanzó un guiño a Carla y a mí antes de darse la media vuelta y alejarse por lo que, suponía, era la entrada principal al este de la Villa de la que Vincenzo me había hablado.
Carla suspiró a mi lado y volvió a jalar de mi brazo en dirección a las grandes puestas principales de madera tallada.
—Te juro que estos muchachos solo se ponen más idiotas con el pasar de los años. Qué bueno que nosotras las mujeres somos más inteligentes, cariño. —Me volvió a propinar dos palmaditas suaves en la mano que me arrancaron una sonrisa cálida de los labios. Suspiró con pesar y sus ojos me brindaron una mirada apenada que envió señales de alarma a mi cerebro.
»Perdón por todo lo que transcurrirá de ahora en adelante. Te prometo que no será por mucho tiempo. Vincenzo solo tiene que recapacitar.
Y de nuevo, me volvía a preguntar: ¿A dónde diablos pensaba el Diabolo hacer conmigo?
Sabía por la reacción de Carla que no sería una estancia agradable. Debería tener miedo, sería la reacción normal de cualquier persona en mi situación actual, pero yo no era una persona normal que reaccionaba a los eventos de la vida de forma usual.
—No te preocupes. No soy una mujer que se deja vencer fácilmente.
—Oh, pero eso lo puedo notar. Me recuerdas a alguien que conocí hace muchísimos años. Ella era así como tú: fuerte, decidida, voraz; pero dulce y sensible a la misma vez. Todo una guerrera.
Las palabras de Carla despertaron mi curiosidad por esa mujer de la que hablaba. Los Valentino, al igual que mi familia, habían construido un imperio alimentado de secretos. La Bóveda Negra de la Famiglia DeVito, como Matteo solía llamarla, estaba abierta a mi disposición desde que había tomado el cargo de Don de la Famiglia en las sombras; pero los secretos que realmente quería desvelar, esos que escondían el pasado de mi familia, no estaban allí.
Esos secretos estaban enterrados en las tumbas que ocupaban una porción de esta isla, y en las mentes de aquellos que la vivieron.
Y planeaba profanar todo el suelo necesarios hasta alcanzar los huesos de todas las mentiras que me rodeaban.
El recorrido de la mansión llevo varios minutos. Las habitaciones eran interminables, con un aire de elegancia y masculinidad que aumentaba la belleza de cada diseño especifico que adornaba los espacios. Amé el lugar, la oscuridad que emanaba y las historias que contaba cada rincón y cada grieta; pero odié que, por cada esquina que volteaba, la sensación de ser la farsante de una obra de teatro mal interpretaba aumentaba en tamaño.
El recorrido terminó frente a una puerta, escondida al final del pasillo de servicio. Alcé una ceja, mirando a Carla expectante, que se estrujaba las manos con ansias a mi lado.
—Lo siento tanto, cariño. Si dependiera de mí no te trajera aquí, pero Vincenzo no me ha dado otra opción.
Abrió la puerta a una habitación pequeña, no tanto como para sentirse dentro de una caja, pero sí lo suficiente como para sentirme asfixiada. Dentro solo se encontraba una cama personal vestida con sábanas blancas y una mesita de noche de dos gavetas con una lampara sencilla sobre ella.
»Esta es la habitación que mandaron a preparar para ti —informó con pesar la mujer a mi lado. A ella le gustaba tanto como a mí la vista—. Vincenzo también me pidió que te informara de tus deberes en el hogar ahora que vivirás aquí. Me pidió que te incluyera en los quehaceres de las sirvientas que trabajan conmigo en la mansión.
Reí, porque, en serio, que más quedaba por hacer ante lo que se me presentaba. El muy hijo de puta estaba intentando humillarme, quería rebajarme a una simple sirvienta para demostrarme que él tenía más poder que yo.
Sobre mi cadáver iba a permitir que me tratara como menos de los que era: una maldita reina. Yo merecía una corona y un trono, me había dejado la piel y más de la mitad de mi juventud en las calles de mi familia para ganarme el lugar que tengo ahora, solo para que él me delegara el trabajo de una sirvienta y el consuelo de un anillo. Él sabía quien era, de eso no me quedaba duda. No todo, pero como mínimo, conocía de mi pequeño secreto oscuro llamado la Diabla. Pero Vincenzo, tan hijo de perra como era no se conformaba con solo saberlo, él quería que lo admitiera ante él. Quería quitarme la máscara sin saber que yo las máscaras me las quitaba y me las ponía con la misma facilidad con la que me cambiaba de bragas.
Oh, pero se le iba a cumplir el deseo, solo que no le iba a gustar como.
—¿Y dónde está mi querido esposo ahora? Necesito hablar unas palabras con él.
Clara me miró por unos segundos, dubitativa de si responder o no. Le sonreí para intentar calmarla con el gesto cuando, en verdad, me sentía de todo menos calmada. Quería sangre, quería poder, y quería dejar de sentirme como una completa bipolar cuando estaba en presencia del hombre que me arrebató mi mundo una noche cualquiera, para luego soltar la mecha sobre los cimientos de mi casa.
—Está en el estudio, en la segunda planta —respondió al fin.
—Gracias.
—Alana, no creo que…
Sus palabras se perdieron en los pasillo cuando salí de allí sin detenerme a escuchar su advertencia. Subí las escaleras dobles de arco a la segunda planta con un repiquetear decidido de tacones. El eco de mis pasos era constante, ayudando a calmar mi furia y trayendo la frialdad que necesitaba para calcular cada uno de mis pasos seguros y no fallar. Vincenzo me calentaba, y no solo en el sentido sexual. Cuando lo tenía al frente, sentía las ansias de asesinarlo y follarlo competir por el primer lugar.
No me fue difícil encontrar la puerta que llevaba a su escritorio, ya que era la única iluminada en esa planta, casi al final del pasillo este de la mansión. No dudé un segundo en empujarla, viendo como mis dedos resbalaban en la madera fría y daban paso a una escena que me encendía y me enfurecía a la misma vez.
Vincenzo estaba parado frente a su escritorio, encarando la puerta, con una puta desnuda sobre este de piernas abiertas, mientras la follaba como un salvaje y ella se retorcía como una poseída en su lugar.
Maldito hijo de perra.
El Diabolo de la Cosa Nostra se las daba de líder sabio, pero había un detalle muy importante que se le había escapado de su plan trazado meticulosamente. Con las mujeres no se jodía y menos con perras mentirosas y vengativas como yo.
—Vine porque necesitaba hablar contigo, pero veo que estás muy ocupado.
Vincenzo no se dignó en responder, solo alzó una ceja mientras seguía embistiendo a la puta.
»Oh, pero no se molesten en parar por mí —dije con sarcasmo—. Yo ya me iba. Linda follada para ambos.
Salí de la habitación, cerrando la puerta detrás de mí sin emitir un sonido. Los jadeos aún se colaban por la madera hasta alcanzar mis oídos. No entendía como no los había oído antes de entrar.
Abrí un poco el cierre de mi chaqueta y alcé mi escote. Tenía unos pechos envidiables, no eran pequeños, pero tampoco demasiado grandes. Solo lo suficiente para tener a cualquier hombre babeando sobre ellos.
Me dirigí al la salida trasera de la casa que Carla me había mostrado en el recorrido, a donde me había dicho que se reunían los soldados de turno a fumar y jugar cartas unos horas mientras estaban de descanso.
Afuera había seis hombres, todos armados hasta los dientes, conversando y riendo entre sí mientras se turnaban para darle varias caladas a los cigarros que compartía. Escaneé los rostros uno por uno en busca de mi presa, y la encontré a la derecha, con sus ojos lascivos ya puestos en mí.
Una sonrisa seductora y un movimiento con mi dedo índice es todo lo que necesitó para alejarse de sus compañeros y acercarse a mi lado.
—Vaya, vaya. Hacía mucho tiempo que no veía unas tetas y un culo así pasearse por esta mansión. —Se saboreó los labios, mirándome de arriba a abajo con lujuria—. Eres el sueño húmedo de cualquier hombre.
«Y tu mayor pesadilla hecha realidad, hijo de perra» Desde hace tiempo tenía a este soldado en la mira, desde que Luca me entregó el informe de todos aquellos bajo el mando de Vincenzo. Era un cochino pervertido que no hacía más que babear por cada mujer que pasaba frente suyo. Incluso Kiara, que era parte de la Famiglia Valentino e intocable para cualquiera dentro de la Cosa Nostra, era víctima de sus miradas lascivas las pocas veces que él la había acompañado a Nueva York como su seguridad personal.
—La verdad es que estoy un poco aburrida. Quiero jugar y pensé que a ti te gustaría acompañarme. —Mordí mi labio y recorrí los costados de mi ceno en un gesto exagerado.
La mirada se le oscureció, sus pupilas se expandieron y sus iris se tornaron brillosas. Me miró embobado, relamiéndose los labios constantemente, como si ansiara probar un majar prohibido que estaba frente a él.
Acerqué mi boca a su oído y mordí su lóbulo, antes de pasar mi lengua por la carne maltratada. Me sentí asqueada, odiaba a los hombres como él, que se aprovechaban de la inocencia y la ingenuidad ajena, pero por ahora tendría que bastar.
Estaba cabreada, y mucho.
No toleraba la humillación, prefería pegarme un tiro en la cabeza a permitir que un hombre me humillara, menos uno con el poder de Vincenzo.
Y me las iba a pagar.
Conocía a los hombres como el Capo, posesivos y controladores de aquello que consideraban suyo. El me quería, me deseaba, y me había puesto un anillo en el dedo para cerciorarse que no fuera de nadie más.
Pero, aunque dos podían jugar este juego, solo uno podía ganar.
—Acompáñame.
No dije más y me di la vuelta, invitándolo a seguirme con una seña de mi mano. Pasamos por la cocina y el salón principal hasta llegar al cuarto en el área de servicio que Vincenzo me había asignado y que, al parecer, ya habían ocupado con mis cosas en él.
La puerta estaba abierta, el espacio era reducido, así que lo único que tuve que hacer para lograr lanzar al soldado a la cama fue agarrarlo de la chaqueta y propinarle un empujón, dejándolo desparramado en el colchón.
—Desnúdate —ordenó, y yo chasqueé mi lengua en un sonido reprobatorio.
—Aquí las órdenes no las das tú, cariño, sino yo.
Desabotoné mi pantalón de cuero, bajándolo junto a mis bragas hasta quedar expuesta de la cintura para abajo. Abrí mi chaqueta de cuero, pero la mantuve puesta, al igual que a mi sostén color azul real. Me trepé en el colchón ante los ojos expectantes del soldado y me coloqué a horcajadas sobre él. Me moví sobre su cuerpo, deteniéndome solo cuando la respiración cortada del soldado tocó mis labios vaginales.
Sus dedos fríos se aferraron a mis caderas, aumentando mi asco. Tomé sus manos y las coloqué sobre su cabeza, alejándolas de mi piel. No quería que me tocara, no iba a permitir que una cucaracha insignificante dejara marcas en mi piel.
—Déjalas ahí y no las muevas —ordené, irguiéndome recta—. Ahora cómeme el coño como si tu vida dependiera de ello, porque tal vez lo haga.
El soldado obedeció con gusto, chupando mis clítoris en su boca nada más acerqué mi sexo a él. El gesto fue brusco y repentino, pero a pesar de su falta de tacto, me obligué a disfrutar de la experiencia. Moví mis caderas al vaivén de su lengua hasta que ya no era él quien me comía, sino yo quién se follaba su rostro como si fuera mi polla favorita.
Cerré los ojos y me dejé llevar, imaginando que era otra boca la que me daba placer, que era otro hombre el que gruñía y murmuraba incoherencia entre mis piernas. Sentía el placer acumulándose en mi vientre poco a poco, mezclándose con otras emociones más conflictivas. Mi respiración se había vuelto jadeos y el sudor se había empezado a acumular en mi frente.
La puerta de la habitación fue lanzada contra la pared con fuerza, el estruendo detuvo mis movimientos sobre el soldado, pero no me moví del lugar, optando por voltear un poco mi torso para ver quién se había atrevido a interrumpirme.
Lo que encontré era lo que esperaba y deseaba: un Vincenzo ardiendo un furia, con los ojos llameando y la boca apretada en una línea firme, y empuñando una pistola en su mano derecha mientras que su izquierda estaba apretada en un puño.
El soldado llevó sus manos a mis caderas e intentó empujarme de él, pero el Diavolo no dudó un segundo en alzar el arma y pegarle un tiro en la entrepierna. Un grito ahogado vibró en mi sexo y me hizo estremecer, arrancando un gemido repentino de mi boca.
Desmonté su cuerpo, permitiendo que el hombre se encogiera en un ovillo sobre la cama. Abrí una de las maletas que estaba junto a la cama y tomé una bata, me quité la chaqueta y coloqué la bata sobre el sostén, afianzando el agarre en mi cintura antes de acercarme a Vincenzo con una sonrisa en los labios.
—¿Qué mierda crees que haces? —escupió, lleno de cólera. Sus dedos apretaron mis mejillas y me atrajeron hacia él nada más me tuvo a su alcance.
—Pagarte con la misma moneda, cariño mío. —Acerqué mi boca a la suya, succionando su labio inferior entre los míos—. No creí que te importara. Te veías bastante entretenido en tu oficina quitándote las ganas con otra, así que yo decidí que lo mejor era encontrar a alguien más para que me las quitara a mí.
—Quieres que todos en la Villa entera te vea como una puta más. Eso quieres, ¿eh?
La sonrisa falsa se me borró del rostro en cuestión de segundos.
—A mí nadie me humilla, Diavolo. Si me van a llamar puta será porque así yo lo decida, no porque tú lo dictes.
Sus dedos me liberaron con la misma rapidez con la que me apresaron. Una expresión fría cayó sobre su rostro, sus iris azules se oscurecieron como una noche de tormenta, haciéndolo ver más letal y terrorífico de lo que ya era.
—Parece que has olvidado algo muy importante, aquí la única cama que calientas es la mía. Tú te quitas las ganas cuando y como yo lo decida.
Reí, no podía evitarlo. Me divertía ver como pretendía doblegarme a él.
Él quería garras, quería fuego, quería fiereza. Dije que cumpliría su deseo, y lo estaba haciendo. Sabía quién era y lo que yo hacía para mi familia, el papel de cordero inocente era inútil ante él.
—Primero muerta antes de permitir que me dictes la vida a tu antojo. Me hiciste una promesa, me diste tu palabra y la vas a cumplir, o yo te haré cumplirla.
—Tienes toda la razón, Diavolessa. Vamos a cumplir promesas, pero si vas a ser mi mujer y llevar el peso y el poder de ambos apellidos, vas a cumplir con tus jodidas obligaciones.
Sus palabras me dejaron un gusto agrio en la garganta. Lejos estaba la furia que mostraba hace momentos, ahora frente a mi tenía al diablo que todos temían: controlador, frío y dispuesto a lo que sea para conseguir lo que deseaba.
»Empezando por darme un heredero.
•••
Aquí estoy, un siglo después de la última actualización *carita de cachorrito pateado*
Este capítulo es el más largo hasta ahora, pero es uno de mis favoritos.
¿Qué les pareció?
Besos,
Dee.
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