Capítulo 3



VINCENZO
Sicilia, Italia.

—¿Qué quieres que haga con el idiota del sótano? Ya me estoy cansando de escucharlo llorar cada vez que bajo.

Alcé una ceja sin apartar la vista de las grabaciones de seguridad que se reproducían en las tres pantallas frente a mí.

—¿Ya habló?

Salvatore suspiró, vi de reojo como se sentaba en una de las sillas frente a mi escritorio sin pedir permiso. A cualquier otro le pegaría un tiro en cada rodilla por atreverse a irrespetarme de ese modo, pero con él ya estaba acostumbrado a aguantar sus idioteces.

—El gallina no sabe nada, Vince. Ya hubiera hablado si así fuera. Solo he estado torturándolo por tres horas y ya me sé hasta la fecha exacta de la primera vez que se folló a una mujer.

Tracé mi dedo pulgar por mi labio inferior distraídamente, observando a la arpía venenosa vestida de rojo restregar su trasero en la entrepierna de un idiota cualquiera. Kiara aparecía en su derecha mientras bailaba descoordinadamente con otro hombre, intoxicada hasta la médula.

Mi primita no toleraba el alcohol, con dos copas de vino tenía para emborracharse y ya iba por la quinta.

—¿Qué tanto miras? —habló Salvatore, escuché la intención de levantarse a averiguar por sí mismo que me tenía distraído en su tono de voz, y no dudé en alzar mi rostro y dedicarle una mirada amenazadora.

—Te importa una mierda y, si te mueves medio milímetro de esa silla en mi dirección, te voy a pegar un tiro en los huevos para que te lo pienses dos veces antes de intentar hacerlo otra vez.

Salvatore sonrió apenas, mis amenazas no le afectaban para nada a pesar de saber que las ejecutaría sin dudar solo porque se me venía en gana.

El muy cabrón era inmune a todo en la vida, incluido la muerte y el desmembramiento, fuera él la víctima o el ejecutor.

—Debe estar muy buena para arrancar esa reacción de ti. Ahora sí que siento curiosidad.

—Pues trágatela, sí no quieres que te mate como al gato —fue toda la respuesta que le di—.  Deshazte del ruso, échaselo a Dulcina y a Malda de regalo en el estante. Pronto serán sus cumpleaños, pero asegurate de mandarle un presente a su zorra en advertencia, para que recuerde lo que les sucede a aquellos que me traicionan.

»A quien se folle me importa un carajo, pero no tolero que anden de lengua suelta con el enemigo.

Salvatore se puso en pie, dispuesto a dar la orden a Lucius para que cumpliera mi cometido. A diferencia de las otras Famiglias, yo solo tenía un Numerale bajo mi orden. No necesitaba más, Lucius era capaz de hacer el trabajo sucio de veinte hombre.

—¿Y qué le mandamos de regalo a la viuda negra? Te doy a escoger entre un dedo, la polla o una oreja, todo lo demás ya lo destrocé.

Suspiré, sacando paciencia de donde no la tenía para lidiar con Salvatore.

Él era más que solo el hijo de mi tío para mí, era mi hermano y hubo un tiempo donde éramos inseparables, brincando de club en club y de mujer en mujer.

Pero nuestra relación tomó otro rumbo el mismo día que perdí lo poco que me importaba en este mundo. Ese día yo cambié, pero Salvatore no lo hizo.

Y al parecer nunca lo hará, porque aún seguía siendo el mismo idiota impulsivo de hace veinte años atrás.

Se dio la vuelta al notar que no pretendía responder, dirigiéndose a la salida del despacho.

—Salvatore —lo llamé cuando ya iba a alcanzar la puerta—, si vuelves a entrar a mi despacho sin tocar o cuando no esté presente, te voy a encadenar a un ancla y te voy a lanzar al lago de los cocodrilos.

Salvatore me regaló una sonrisa ladeada, casi perezosa.

—No puedo decir que me molesta la idea. Dulcina y Malda son las únicas mujeres de esta casa, sin contar a mi hermana y a Lucía, que no me han comido aún.

—Un día de estos vas a terminar por colmar mi paciencia y te vas a ganar una bala directo al cráneo.

—Promesas, promesas. Ya te estás demorando en cumplirlas, primito querido. —Soltó una carcajada cuando le lancé un cuchillo a la cabeza que terminó encajado en la puerta semiabierta, llevándose un mechón de pelo rubio consigo.

El muy cabrón ni siquiera pestañeó, su sonrisa volviéndose retadora.

El fallo no había sido accidental, y él lo sabía.

Me guiñó un ojo antes de salir, y yo volví mi vista al video reproduciéndose en los monitores con un gruñido irritado.

La imagen había cambiado, ya no mostraba a Kiara y a Alana en el bar, sino que ahora estaban en la salida trasera de un club. Ya había visto esta secuencia unas diez veces desde que Alejandro me la había enviado, pero nunca me cansaría de ver como la dulce e inocente princesita DeVito le desgarraba el estómago a un hombre con un cuchillo, mientras que a otro lo degollaba segundos después. Eran cuatro hombres que la sobrepasaban en tamaño y peso, pero la arpía venenosa solo había tardado diecisiete segundo en mandarlos a conocer al diablo.

Aunque verlos morir y no haber sido yo quién les hubiera arrancado las entrañas me dejaba con un sabor de insatisfacción en la boca. Habían drogado a Kiara y pretendían llevársela a la fuerza del club, sino hubiera sido por Alana, ella no estaría hoy aquí con nosotros respirando.

Yo no me consideraba un mártir, o un héroe. Era un bastardo de la peor calaña, manipulador, egoísta, controlador, dominante y tan oscuro y retorcido como el mismísimo diablo. Pero regía mi Mafia y mis hombres con leyes inquebrantables. Mi familia era un puto punto ciego, nadie miraba en su dirección con algo menos que respeto y conservaba sus ojos. Cualquiera que intentara amenazarlos o ponerlos en peligro, tendría que rezarle a Dios por perdón y misericordia para que los aceptara en el cielo luego de que les cortara la cabeza.

La segunda y tercera regla se aplicaban en toda la Cosa Nostra y nuestros aliados por igual. La trata de blancas estaba prohibida en mi mafia, y los niños era intocables.

Más de uno me había llamado moralista cobarde antes, me habían escupido en la cara que era un flojo porque no sabía hacer negocios como un cojonudo de verdad. No tardaba mucho en demostrarle que este “moralista cobarde” los podía poner a llorar en menos de cinco minutos.

Tomé el móvil de mi escritorio y marqué el número de Alejandro.

Alejandro “El Lobo” González era un hacker profesional, uno de los mejores en el mundo, si no el mejor. Él no era un hombre de confiar en nadie al igual que yo, pero mi abuelo le había salvado la vida a su madre estando embarazada cuando la sacó de las calles mexicanas y le dio un hogar. Él era catorce años mayor que yo y ya había forjado una reputación en el mundo mucho antes de que yo tomara el mando de la Cosa Nostra, pero, a veces, las deudas de la moral pesaban más que los ciento cincuenta millones de euros que le pagaba al año.

Ya tengo lo que me pediste —fue directo al punto, como siempre.

Apagué los monitores y me recliné en la silla, rozando mi labio inferior con el pulgar.

—¿Era lo que sospechaba?

Un corto ‘afirmativo’ fue todo lo que recibí del otro lado de la línea. Lo escuché teclear con rapidez de fondo y sabía que buscaba los archivos que le había pedido el día antes al volver de Nueva York, en el desorden encriptado de su computadora.

Lo tengo. —Chifló en apreciación—. Debo decir, Vince, que entiendo tu obsesión con la tal Diabla esta. Es una diosa con curvas para matar y unas piernas y un rostro que pararían el tráfico.

Apreté mi mandíbula con fuerza, intentando apagar el sentimiento primitivo y posesivo que casi me obliga a manejar al otro lado del mundo y degollar al idiota de Alejandro.

—Yo no te pedí información sobre las piernas de Alana DeVito. Dime que sabes de ella y de Matteo DeVito—ordené duramente.

Chasqueó la lengua, casi podía imaginarlo sacudiendo su cabeza a la par del sonido.

Siempre tan agresivo. No te vendría nada mal una terapia de manejo de ira, ¿sabes? —se escuchó más tecleo de fondo—. Empecemos por el tío querido. Matteo DeVito, hijo de Patricio y Fausta DeVito, es la decimosexta generación de la única familia que sobrevivió al cambio radical de tú abuelo en los cuarenta—

—Toda esa mierda ya me la sé, ‘Lobo’. —el apodo por el que lo conocía el mundo fue una advertencia en mis labios. Si había alguien que significaba una amenaza para Alejandro González era yo, porque conocía cada uno de sus secretos más oscuros.

»Vete al grano antes de que pierda la poca paciencia que me queda luego de la visita de Salvatore.

Se escuchó una risa burlona a través de la línea.

Ahora entiendo tu humor de porquería. Muy bien, como quieras. No hay mucho que saber del antiguo Don, era un hombre leal a la Cosa Nostra y a su Famiglia. Honorable dentro de lo que cabía y extremadamente reservado. Su vida fue bastante aburrida y monótona.

»Pero… sí encontré algo que te puede ser de interés.

—Matteo nombró a un Sottocapo en secreto —adiviné.

Nunca te han dicho que tu perspicacia es jodidamente escalofriante.

—Algunas personas. —Puse el teléfono en altavoz y me acerqué al bar, llenando un vaso con tres dedos de vodka que me tomé de un jalón, volví a rellenar el cristal antes de hablar—, pero no llegué a esa conclusión solo con mi inteligencia. Las calles hablan y yo escucho. Solo era una sospecha que acabas de confirmar.

Pero aún no hemos llegado a lo mejor de la historia. Las malas lenguas andan rumorando que el puesto de Don de la Famiglia le pertenece ahora al Consegliere.

—¿Y no crees que sea cierto?

No. Y tú tampoco. Y aquí viene lo realmente interesante. Alana DeVito, nacida el veinte de diciembre. Lugar desconocido. Fecha desconocida. Tiempo desconocido. Acta de nacimiento y documentos de inscripción inexistentes. De hecho, Alana solo empezó a figurar en el sistema cuando Matteo la adoptó y le dio un apellido, antes de eso era un jodido fantasma.

»Al parecer, tú querida diabla no es lo que parece. Aunque eso ya lo sabías. Llevas meses observándola en secreto. No sabía que stalkear a jovencitas te ponía, Vincenzo.

—¿Y sabes que me pone duro también, Alejandro? El jodido silencio. Así que cállate la boca antes de que te calle yo a la fuerza.

El hijo de puta solo se río antes de desconectar la línea, dejándome con todo el cabreo por dentro. Volví a llenar mi vaso, pero esta vez hasta el tope, y terminé por bajar más de la mitad del contenido en dos tragos.

Alana DeVito se había convertido en un problema y, aunque nunca lo admitiría en voz alta, sabía que Alejandro tenía razón. Estaba obsesionado con ella al punto de incluso verla hasta en mis sueños.

La había visto por primera vez seis meses atrás a través de una cámara de vigilancia, cuando estaba buscando a Kiara. Mi prima estaba borracha descansando en un sedán negro aparcado en la carretera, mientras una mujer con uniforme de camarera le comía el coño en un callejón oscuro a la arpía mentirosa.

El acto sexual en sí no me atraía —no era la primera vez que lo veía, ni sería la última—, sino la forma en que mordía su labio inferior para contener un gemido, como se podía notar incluso a través de la imagen borrosa el brillo placentero y peligroso en sus ojos y el color que realzaba sus cachetes.

Esa mujer era un maldito poema, y yo pensaba recitarlo de principio a fin hasta el desgaste.

Y a pesar de que la Diabla comenzó siendo un simple capricho, terminó convirtiéndose en una obsesión tan oscura que me llenaba de deseos violentos que apenas podía controlar.

Quería traerla a mi Inferno, doblegarla y humillarla hasta romperla para luego armar los trozos de uno en uno. Quería destruir todas las mentiras que escondía debajo de esa horrible peluca rubia y robarme su voluntad hasta que solo tuviera la mía para guiarse.

Alana DeVito no era una mujer fácil de destruir. Pero tenía una debilidad, sin importar cuanto lo escondiera, yo podía ver directo a sus ojos y descubrir hasta sus más retorcidos pensamientos.

Volví a mi escritorio y embolsé el teléfono en el bolsillo interior de mi chaqueta Armani. Terminé mi trago antes de abrir la puerta del despacho y dirigirme al sótano en busca de mi Numerale.

El olor a humedad y a sangre seca me recibió al bajar las escaleras. Pasé las celdas vacías con rapidez, adentrándome en la última habitación al fondo de un estrecho pasillo.

Esperaba encontrar el suelo manchado de sangre y uno que otro dedo esparcido por él, pero el lugar estaba clínicamente limpio. Lucius era un obsesivo de la limpieza, una sola mancha restante en las paredes blancas podría volverlo loco.

—Vamos.

Lucius levantó una ceja.

—¿Y se puede saber a dónde?

—Nueva York —respondí tajante—. Y dile a Kiara que empaque, se viene con nosotros.


Tenía muchas ganas de adentrarme en los pensamientos de Vincenzo. Son jodidamente oscuros.

Esto solo fue un pequeño saludo del personaje, porque tardará un poco en volver a narrar él.

Un capítulo bien corto y tranquilo, que pronto enfrentaremos una tormenta...

Besos,
Deedee.

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