Pirata

Flotando en un mar abierto, 

a la deriva —como un barco— yo voy,

subiendo y bajando con las olas,

bailando mansamente con las ondas,

junto a trozos de madera, velas y bocoys,

escuchando a centenas de gaviotas graznar 

y luego volar sobre mi cabeza,

planeando entre las nubes desde el despertar del día, 

hasta el caer de la noche negra,

cuando se van a descansar a algún desierto islote. 

Son mi única compañía viajando al inmenso horizonte.


Ni siquiera sé adónde estoy.

Pero esas aves me siguen con paciencia,

y yo me refugio en su sombra,

desde que la cruel zozobra 

volcó al océano mi barco. 


Las nubes y al mar yo enfrento,

completamente a solas,

pero sin temor al tormento

que desafiarlos me causará.


Porque una vez —¿ayer tal vez?—

una tempestad me hundió por un tiempo,

y en la oscuridad total me quedé

entre corales, peces y corrientes,

y los naufragios que habían por doquier.


Pero nadé, y nadé y nadé,

y eventualmente volví a la superficie,

a ver el cielo oscuro y triste,

decepcionado por verme respirando,

decepcionado por ver que aún vive

el pirata más desgraciado y famoso

de todo el jodido Caribe.


Y como buen marino que soy,

ya sufrí con los golpes del viento,

con los azotes de la lluvia violenta,

y no le tengo más miedo a tormentas,

mareas altas y aguas turbulentas.



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