Día 17

Siento que el desgaste mental está embotando mi razón. Aunque el cobijo del hogar me mantiene seguro y es placentero, la comodidad puede ser traicionera; relaja el cuerpo y el espíritu y los prepara para un sueño encantador.

El manicomio era un lugar hostil, sí, en donde no solo el sujeto espectral representaba una amenaza, también era cuestión de tiempo para que alguien descubriera los actos encubiertos productos de mi accionar. No obstante, aquella tensión era lo que mantenía en vilo cada uno de mis sentidos todo el día. Aquí, en mi casa, tengo nuevos enemigos silenciosos que combatir.

En la televisión, no hay canal en donde no aparezca mi cara. No recuerdo haber visto alguien tan buscado. Esta no es una ciudad grande, ni mucho menos una conocida, sin embargo, ahora está en el foco del país gracias a mí —o, más bien, al ser que ríe—. Toda una nación conoce mi historia, mi nombre, mi casa, mi exescuela, y todo cuanto usted se imagine.

«Homicida peligroso prófugo» decía el titular del noticiero matutino, en letras rojas, enormes e impactantes. Según el periodista, soy un perverso que se complace con matar por matar, y lo aseguraba con la seguridad de un profesional de la salud mental que me ha analizado y diagnosticado, además, como era de esperar, me adjudicaba la responsabilidad por los homicidios de mi hermano y una enfermera de la institución en donde estuve encerrado hasta hace poco, entre otras cosas. Pero usted, amigo lector, debe creer en mis palabras cuando le digo que ni siquiera vi a Franco el día que murió, y que la muerte de la enfermera no fue otra cosa que un acto de legítima defensa; aunque ella no era consciente de la situación, dejarla que me sedara era permitirle que inyectara la muerte en mis venas, se trataba de su vida o la mía. No fue placer, fue supervivencia. No soy un perverso, no me deleito asesinando personas.

Por otra parte, aunque nunca se percibió a la muerte de Anahí más que como un accidente fatal, me llamó la atención que no mencionaran el hecho —considerando que, incluso, entrevistaron a mi maestra del jardín de infantes—, cuanto menos para ensombrecer aún más todo el mundo oscuro que se creó en torno a mí, producto, sobre todo, del morbo periodístico.

Al final del día, y con toda la información que me dio la televisión, puedo arribar a dos conclusiones: la primera de ellas, existe la creencia de que intentaré escapar de la ciudad —en el extremo de los casos, del país—; y la segunda, en atención a la primera, el refugio más obvio parece ser el más seguro, es decir, el último lugar al que esperan que vaya es a mi propia casa. Pareciera ser que les resulta poco probable que elija esconderme frente a sus propios ojos y, por eso mismo, es que estoy exactamente en donde debo estar —aunque la llegada inminente de mi madre complique las cosas—. Esto último cobra más sentido cuando se advierte que han dispuesto poca vigilancia en el perímetro del barrio.

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