Día 10
Hoy es el supuesto día límite, el día en que se supone muera de cansancio. Pero la jornada ya casi termina y aquí estoy, vivísimo... y pienso seguir así.
La normalidad continúa. Nada oí sobre la muerte de la mujer, nadie la mencionó, ni chismes de pasillo siquiera, es como si no hubiese sucedido. Tanta calma es preocupante.
Estuve meditando lo que me dijo la muerta y pienso que no está desacertada, incluso, he conjeturado una nueva situación que me pondría en evidencia: ¿qué posibilidades existen de que al Titiritero le suministrasen, el mismo día, la misma droga que la muchacha iba a inyectarme? Verá, no hay dudas de que una necropsia develará la sustancia —quizás valium— en su cuerpo. Ahora bien, considerando que exista —sería lo más lógico— algún registro de cómo se procede con cada interno, la droga que haya sido programada para mis venas —última actividad hipotéticamente registrada de la enfermera— y que terminó en el ojo de la otra, me pone automáticamente en evidencia. Y aun si tal registro no existiese, no es difícil llegar a la verdad; es cierto, tratándose de un lugar lleno de dementes, los sedantes deben estar a la orden del día, pero las huellas digitales que abunden en el cuerpo y en cualquier objeto relacionado con el crimen sólo pueden coincidir con dos personas: con el Titiritero y, misteriosamente, conmigo.
Si desviar la responsabilidad de la muerte fue un acto, en extremo, riesgoso, huir de este manicomio parece inimaginable. Pero no tengo más opciones favorables, debo escapar o esperar a que descubran lo que hice aquí adentro. No imagino qué podrían hacerme dado lo segundo, pero no me pude quitar de la cabeza la advertencia de la enfermera y, sea lo que sea que me hiciesen, no voy a quedarme para averiguarlo, no sin hacer nada.
La calma que antecede a la tempestad es una frase trillada, pero dudo que alguna otra exprese tan bien cómo comienzo a sentirme; nada extraño ha pasado desde que murió la mujer, nada se ha alterado, ni siquiera una mínima inmutación en el ánimo cotidiano del personal. No obstante, mi intuición me dice que aquí hay algo podrido y no es la enfermera, ¿acaso los médicos están poniendo a prueba mi estabilidad psíquica, mi resistencia ante la verdad encubierta? Tanta calma, quizás, no es más que una argucia de aquéllos, ¡perversos!, que fingen ignorar mi autoría en el hecho para llevarme así al punto intolerable de la farsa insostenible, a sabiendas de que yo sé que ellos lo saben. Y proponerme así, de forma tácita, un juego maquiavélico en donde eventualmente sucumbiré a la autopresión psíquica, ocasionando de esa manera la confesión de un crimen, quizás de dos. Pero le aseguro que eso no ocurrirá, no soy tan estúpido y no pienso estar aquí mucho tiempo más.
Puede ser que mis actos sean aún desconocidos para ellos, puede que no, sea cual sea el caso, no seré el pusilánime de sus manipulaciones.
¿Cree, usted, que están jugando conmigo?
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