Capítulo II
Mientras que la primera línea del mensaje traducido se percibía del siguiente modo:
“Todo pasó por culpa de gato”
El siguiente paso fue descifrar las oraciones subsecuentes. Entonces me di cuenta de que todas recitaban el mismo pregón.
El resultado final resultó insustancial, ridículo, decepcionante.
Como debí de haberlo previsto: no se podía esperar mucho de un enajenado mental.
Dejé la inútil fotografía y con ella “mi intento frustrado de tesis” guardada en el fondo del cajón del escritorio de mi despacho particular y, tras cerrar la puerta del mismo, el tema pasó al olvido.
Transcurrió cierto tiempo y finalmente me recibí de periodista. Sin demasiado espíritu de progreso en el puesto laboral que ocupaba y sin vínculos afectivos ni familiares que me entretuvieran en la zona, decidí mudarme. Planeaba irme a otra región del país, pero un inesperado impulso de aventura me empujó por un estrecho pasaje hacia tierras hermanas.
Tierra del Fuego no era el sitio más hospitalario, climatológicamente hablando, ni mucho menos el más próspero, pero en el fondo sabía que era donde debía estar o, al menos, era el paraje ideal para iniciar mi travesía y resolver, por qué no, un viejo asunto que había estado resonando en el interior de mi mente como un eco lejano de un recuerdo arrugado y polvoriento.
Así fue como llegué a la península de Ushuaia, ahí donde se yergue, imponente y vigilante, frente a un mar gélido e indómito, el “Faro del Fin del Mundo”, guía de barcos errantes y buques fantasmagóricos.
Me hospedé en una vieja posada llamada “Posada los Confines”, ubicada cerca de la playa y una vez instalado comencé mi investigación en el sitio mismo donde aquel misterioso evento había tenido origen: el “Presidio del Fin del Mundo”.
En aquella franja de árida tierra, arrasada por los inclementes vientos salinos y erosionadas por las embravecidas y heladas lenguas del Pacífico, se adhería, como una anemona que el mismo mar había escupido, una edificación panóptica, cuyos tentáculos se extendían hacia cada uno de los puntos cardinales.
De manera automática mi mente me remontó años atrás en la historia, y me recordó que la misma había sido construida por los esfuerzos de los prisioneros, con materiales de la zona.
El hecho de que cada piedra fuera levantada por las manos de quienes yacieron enclaustrados tras los gruesos muros que aquellas habían formado, me generó una ominosa sensación.
Para muchos hombres ese lugar había sido más que una residencia temporal, se había convertido en su sepulcro.
Actualmente, con la cárcel habitada solo por las ánimas de aquellos que continuaban penando entre sus murallas, el acceso al público estaba permitido, aunque de forma restringida. Se realizaban ciertas visitas guiadas a través de sus pabellones y se permitían tomar escasas fotografías o realizar algunas filmaciones.
Mi carnet de periodista no me concedía mayores beneficios que aquellos, sobre todo porque no era nativo del país, sino un extranjero. Pero fue un elaborado argumento, que expresaba “mi intención de realizar un artículo reivindicando el valor histórico del presidio y realzando la importancia que aquel había tenido para el desarrollo y el progreso de la comunidad” lo que me proporcionó la oportunidad de tour un poco más privado.
Fue esa visita el verdadero inicio de una cadena de eventos desafortunados.
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