27. Paseo de mierda

Viernes 10 de abril de 2020

¡Alto a la benemérita!


Esta tarde salí a tirar la basura. Normalmente se encargan mis padres de tan ardua tarea, sobre todo desde que estamos recluidos en casa, por aquello de que llevan el confinamiento bastante peor que yo y es un brevísimo alivio para ellos. Reconozco que estas últimas veces han hecho un poco de trampa: uno lleva la basura, digamos, corriente, y la otra el reciclaje. Al principio me «enfadaba», porque no deja de ser una forma de quebrantar la cuarentena. Pensad que, si todo el mundo hiciera lo mismo, se justaría la de dios y su madre en la calle, y esto es un esfuerzo que debemos hacer unidos. Sin embargo, viendo lo mucho que significa ese momento, y el sosiego mental que me invadía sin su constante presencia, dejé de decirles nada.

El caso es que hoy me apetecía a mí. Sí, ya sé que he dicho muchas veces que no sentía la necesidad imperiosa de salir a la calle, y es cierto. Pero, joder, no sabía cuánto echaba de menos algo tan banal como estirar las piernas. Algo que, en circunstancias ordinarias, resulta hasta tedioso y que solemos delegar en los demás, se había convertido en un soplo de maloliente libertad. Y no me vengáis ahora de dignos y de que siempre os ofrecéis para sacar la basura porque no os lo creéis ni vosotros.

Y, joder, qué sensación más extraña. Parecía que había cometido un delito imperdonable, y que, de un momento a otro, fueran a venir a detenerme. No diré que se respiraba calma y que el silencio reinaba, porque eso en mi urbanización es poco menos que un imposible, igual que una reliquia perdida en las arenas del tiempo (de hecho, había una casa en la que estaban haciendo barbacoa y parecían de todo menos preocupados). No obstante, o así lo percibía yo, me sentía extraño, como si aquella realidad hubiera dejado de pertenecernos, en caso de que alguna vez lo hubiera hecho. Había «algo» hostil que me impidió saborear los escasos minutos de libertad que me prometía la bolsa llena de basura que portaba conmigo. Qué poético que sea precisamente la mierda la que me brindara un salvoconducto.

No me crucé con alma alguna en mi ridícula empresa; y, para sorpresa de nadie, los contenedores estaban en el lugar de siempre. Tampoco aprecié cambios en la asquerosa e incívica manía de algunas personas de no cerrar las bolsas de los envases, con el estropicio que ello conlleva. En resumen, el mundo había seguido girando y todo seguía igual... O casi, pues había desplegado un dispositivo de control policial en las inmediaciones e iban parando a todo el mundo que pasaba, ya fuera a pie o en vehículo propio. ¿Se puede tener peor suerte?, porque yo creo que es complicado. Aunque supongo que siempre podría haberme tropezado con el bordillo y haber acabado con la cabeza dentro de un contenedor.

Obviamente, no llevaba mi documento de identidad encima. ¿Para qué? Si yo solo iba a tirar la basura. Tenía mi salvoconducto bien amarrado por las diabólicas asas de plástico que me cortaban la circulación. Desde aquí quiero hacer un llamamiento a los fabricantes de bolsas de basura, en sus múltiples variantes: ¿para cuándo unas que no sean una puta mierda? Joder, no pido tanto. Me conformo con que no tengan unas asas del demonio que me obliguen a estar cambiando continuamente de mano para evitar perder una extremidad por el camino. Es que imaginad que llevo dos, y bien cargadas... ¿qué hago? ¿Las llevo a rastras? ¿Las rulo con un palo? ¿Les pego patadas? ¿Llamo a Spiderman para que asista a una damisela en apuros?

Total, que un militar más cuadrado que un armario y con cara de pocos amigos (no muy agraciado) me paró y preguntó que a dónde iba, como a todo hijo de vecino. Os confieso que hice un esfuerzo sobrehumano para no responder cualquier desplante del tipo «a darle de comer a los peces... ¿A usted qué le parece?». Habría sido gracioso, la verdad, aunque dudo que supieran apreciar mi refinado sentido del humor. Imagino que ver a un ser del averno como yo cargando con la basura debe de confundir sobremanera. «¿Será su comida? ¿Llevará explosivo plástico? ¿Ese color de piel es natural o su padre lo rociará con lejía cada cinco minutos?».

No, en serio; para ellos también debe de suponer una pérdida de tiempo y un desgaste mental enorme andar preguntando obviedades, pero comprendo que es su deber, así que me limité a responder con seriedad y sin mirarle directamente a los ojos. Por si acaso. Sin más, me dejaron pasar, cumplí con mi misión y volví a casa con el orto más apretado que un chotis. O, como decimos por aquí, «com cagalló per sèquia».

Volver a entrar en mi refugio fue desconcertantemente agradable. ¿En eso nos estamos convirtiendo?, ¿en aves en cautividad que poco a poco van olvidando cómo volar? Conque eso es lo que sienten los animales que retenemos contra su voluntad solo por satisfacer nuestros caprichos, ¿eh? Me intriga, a la par que asusta, cómo vamos a reaccionar cuando todo esto pase y podamos volver a las calles. Después de tantas semanas entre cuatro paredes, la inmensidad del mundo nos va a engullir como Monstruo al incauto de Pinocho. Las fobias y los trastornos mentales van a brotar como las setas, ya lo veréis.

En fin, pues eso ha sido lo más relevante de mi día. Bueno, sí, y que ha aparecido una gatita blanca por los alrededores con dos gaturros chiquitos y adorables. Mi madre dice que les comprará mañana comida en el súper y se la pondrá en el jardín comunitario para que coma, porque la gata estaba famélica la pobre. Creemos que se ha colado en la galería de la casa de un vecino que solo viene en verano, así que, por lo menos, está bien guarecida.

Espero que coma mucho y se ponga bien gordita para alimentar a sus bebitos.

Cuidaos y seguid lavándoos las manos, especialmente si tenéis contacto con el exterior.

Agur! 

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