·.· 𝐒𝐨𝐠𝐚 ·.·
Marzo, 1993
—¿Sabes, Astrid? Las personas que te quieren no te hacen llorar.
Astrid recuerda las palabras de Ingrid ahora, mientras se mira la muñeca amoratada. Echa de menos a su prima, quien siempre le dice las verdades aunque duelan, pero, por desgracia, la joven asiste a Durmstrang y no a Hogwarts, así que sus verdades llegan siempre con días de retraso en una carta atada a la pata de una lechuza. Y para entonces, sus verdades llegan demasiado tarde.
Pero piensa que aquellas palabras que le dijo Ingrid no son ciertas del todo. Su madre llora cada vez que Astrid se marcha de vuelta al colegio. Le dice que llora porque la quiere mucho y la va a echar de menos. Astrid, por ejemplo, llora con películas románticas y canciones tristes que escucha por placer. Llora porque quiere, así que no, lo que decía Ingrid no era cierto del todo.
Graham me quiere. Y yo lloro porque nuestro amor es complicado.
A veces, el amor es tormentoso. Astrid piensa que una relación entre dos personas que no hacen más que sonreírse y pasarlo bien es algo digno de fantasías. Ella jura que le gusta la pasión y las peleas y los besos de después. Solo que la pelea de esta vez ha sido un poco más brutal de lo normal, y no ha habido beso ni reconciliación.
Astrid se dice que ha sido culpa suya. Que poner celoso a Graham no era una buena idea, por mucho que se lo hubiera parecido en un principio. Solo ha tocado el cuello de la camisa de Warrington, pero al parecer eso ha sido suficiente.
—¿Qué es esto? —ha preguntado Astrid al ver la soga alrededor de su muñeca.
Graham le ha enseñado su propia mano, donde luce una cuerda similar.
—Para que te acuerdes de mí y no pienses en tirarte a otros, Astrid, para eso.
Astrid pinta la cuerdecita de colores en clase de Historia y juega con ella, pero se da cuenta a tercera hora de que, cuando habla con su compañero de pupitre, la cuerda aprieta su muñeca hasta que es molesto. Ni siquiera puede introducir un dedo entre la piel y la cuerda para aflojar la presión.
Es culpa mía, por ser amistosa con él.
No habla con nadie más en todo el día y, al finalizar la tarde, Graham le regala una rosa y una caja de bombones y le dice que es la mejor novia del mundo. Astrid se siente feliz, recompensada por su buen comportamiento. Le escribe a Ingrid para decirle que se equivocaba y que no hay mejor novio que Graham Montague.
Abril, 1993
En las vacaciones de Pascua, su padre la lleva al muelle de Drøbak, el pueblo donde vive. Su madre, Aadya, reside en Londres, ya que el matrimonio se separó cuando Astrid tenía ocho años.
A Astrid le encanta Noruega. Londres es bullicioso y, aunque le encantan las tiendas y los cientos de actividades que hay para hacer cada día, Drøbak le parece mil veces más acogedor y hogareño. Los vecinos sonríen cuando se la cruzan por la calle y se detienen a conversar con ella y preguntarle por su estudios. Sus vecinos en el edificio de Londres la miran de reojo y ni siquiera se paran a saludar, demasiado ocupados con sus propias vidas como para preocuparse de la joven indio-noruega que solo aparece en vacaciones y el resto del tiempo está en un internado.
Sube en el barco de su padre al amanecer, abrigada hasta los dientes y con bolsas de agua caliente en los bolsillos del abrigo. Navegan en dirección al horizonte y Astrid puede ver desde lejos el reflejo del sol naciente sobre el agua.
—Precioso —le dice en noruego a su padre.
El señor Hansen asiente, más que acostumbrado a una visión como esa. Es pescador y pasa casi más tiempo en el mar que en tierra, pero por Astrid, que ama ver el amanecer, no le importa regresar tantas veces como haga falta.
—Atla suele frecuentar las aguas a esta hora —advierte Henrik, señalando el horizonte—. ¿Quieres practicar tu sireno?
—Se me da fatal, papá.
—Precisamente por eso has de practicar, hija.
La sirena Atla no es encantadora como las sirenas de los cuentos. Cuando Henrik llevó a Astrid y a su sobrina Ingrid al cine en Oslo a ver La Sirenita, los echaron del cine porque no dejaban de reírse ante lo bella que era la sirena animada en comparación a las verdaderas sirenas. Atla tiene el cabello del color de las algas y una ristra de dientes tan puntiagudos que podrían arrancarle un brazo a un hombre de un solo tirón.
Pero Atla es amable y paciente y está acostumbrada a colaborar con los pescadores muggles de la zona. Tiene un acuerdo con ellos: la gente del agua les ofrece comida y los humanos, a cambio, guardan el secreto de su presencia en los mares del norte.
—Magia —repite Astrid en un torpe sireno. La criatura asiente, mirándola con curiosidad—. ¿Sirenas también magia?
La sirena asiente. El agua es tan clara que Astrid puede ver cómo su cola y las aletas se mueven para mantenerla en la superficie. Tiene ganas de tocar su piel para ver qué se siente, pero no se atrevería por nada del mundo. Su padre la advirtió: nunca serás amiga de una sirena, por más que pienses que sí lo eres.
—Algunas sirenas, pero yo no. Magia de los abuelos de los abuelos de mis abuelos.
Astrid asiente. Alza las manos para recolocarse el gorro de lana y, entonces, la sirena ahoga un quejido y la señala. Henrik se pone alerta. Siempre tiene una navaja en el bolsillo, por si acaso, e introduce la mano para estar preparado por si la sirena quiere atacar a su hija.
—Oscuro —exclama la sirena, señalando la muñeca de Astrid. Enseña todos sus dientes, en pose de ataque—. Poder oscuro.
Y dicho aquello, se marcha. Su cola golpea el barco por el brusco giro y padre e hija se esfuerzan por mantenerse en pie sobre la proa. Cuando el suelo bajo sus pies se estabiliza, Henrik aparta a Astrid del borde y la lleva a la cabina interior. Hace que alce su mano y ve la cuerda alrededor de la muñeca.
—¿Qué es eso, Astrid? ¿Brujería?
Como Astrid se niega a hablar de ello, Aadya se aparece en la casa poco antes de la hora de la cena. Saluda a su ex-marido con un rápido abrazo y luego va a por su hija. Es inusual que Aadya pise Noruega, igual que Henrik preferiría morirse de hambre antes que regresar a Londres, pero la llamada de Henrik parecía cargada de preocupación y Aadya es muy, muy supersticiosa.
—¿Qué es esto, beta? —inquiere Aadya, sosteniendo la muñeca de su hija.
—¡Una pulsera mamá! ¡No entiendo por qué papá está liando la de dios!
—No, Aadya, escucha: la sirena dijo que era oscura. Un objeto con poder oscuro —advierte Henrik, cruzándose de brazos—. Yo no sé de esto, Aadya, pero he intentado quitársela y no lo he conseguido.
A pesar de que Astrid forcejea, Aadya intenta cortarla de todas las maneras y no lo consigue. Se desaparece enfurruñada y aparece a la media hora con 10 tupperwares llenos de comida que deja sobre la mesa para su exmarido y un libro acerca de objetos mágicos bajo el brazo.
—¡Es una ligadura mágica! —anuncia, abriendo el libro para que lo vea la familia—. Aquel que ata el nudo se convierte en el dueño de los pensamientos de la persona que lleva la ligadura y se convierte en su amo —lee con dramatismo, mirando a su hija con el ceño fruncido—. También se convierte en su igual, por lo cual si uno es herido, el otro también, y si uno muere...
—¡Mamá, deja eso! ¡No es más que una pulsera!
—¿Quién te lo ha puesto, eh, beta? ¡Dímelo!
Astrid profiere un grito y se va a su habitación. Los tupperwares se remueven sobre la mesa a causa de la magia que emana la joven, y se agitan una vez más cuando pega un portazo en el piso de arriba. Ni por todas las monedas de oro Astrid admitiría ante su madre que tiene novio, pues pondría el grito en el cielo.
A la mañana siguiente, miente diciendo que se lo puso una amiga y que no sabían lo peligroso que era. Promete que en Hogwarts le pedirá que le desate el nudo. Solo que Aadya es mucho más rápida y sabe dónde hurgar y, cuando Astrid dice la mentira, ella ya sabe la verdad.
—Me he escrito con la madre del chico —cuenta Aadya, cruzándose de brazos—. Una mujer de lo más desagradable, pues se jacta de no conocer a ningún mago apellidado Hansen. ¡Es una purista, Astrid!
—Mamá, tú fuiste a Hogwarts. Sabes que hay gente así y que...
—Beta, últimamente estás más delgada y no me escribes tanto y... ¿Qué te está haciendo ese chico? ¡Apenas acabas de cumplir quince años, no tienes edad para novios!
—¡No lo entiendes, mamá! ¡No tienes ni idea!
—Astrid, ¡te ha puesto una pulsera para controlarte! ¿Te está haciendo daño, eh? ¿Te ha puesto una mano encima? Porque...
—¡Graham me quiere! —espeta Astrid, con las mejillas surcadas de lágrimas. No lo entienden. Graham nunca le haría eso—. ¡Me dio esta pulsera porque me quiere!
—Cariño, quien te quiere no te hace llorar y, desde luego, a una persona buena normalmente no se la tiene que justificar... —interviene Henrik, quien también es sensible como Astrid y está al borde de las lágrimas.
—Eso no es amor —determina Aadya, dando un golpe sobre la mesa—. Y no tienes edad y...
—¡Deja de meterte en mi vida!
Abril, 1993
Astrid siente que el apellido de Montague hace honor a la historia de Shakespeare. Que él es un Montesco y ella una Capuleto y sus padres son dos familias enfrentadas que harían todo por separarles. Se siente la protagonista de una trágica historia de amor y siente que lo daría todo por Graham.
Se acuesta con él por primera vez la noche nada más volver al colegio. Él lleva meses insistiendo, y Astrid ha decidido darle por fin lo que desea, deseosa de demostrarle a su madre que Graham la quiere igual y que no quiere solo aprovecharse de ella.
Solo que las madres, muchas veces, tienen razón. Astrid tarda menos de una semana en oír rumores de que Graham le pone los cuernos con todo el colegio. Una chica de su curso se lo advierte, de hecho. Astrid enfrenta a Graham en el cambio de clases y él dice que es culpa suya, por ser tan incrédula de creerse todo lo que escucha por ahí. Astrid se aguanta las lágrimas.
Quien te quiere no te hace llorar.
Pero cuánto lloraron Romeo y Julieta.
—Solo los bobos se creen todos los rumores, Astrid, ¿acaso eres boba, eh? ¿Estoy saliendo con una boba y me acabo de enterar?
—¡Bobo serás tú!
La pulsera le corta la circulación. También lo hace el cuello de la camisa y la corbata, cuando Graham la agarra del pecho del jersey y la alza un par de centímetros del suelo. Astrid suele responder a todo y a todos, pero el miedo la silencia sin más dilación. Si el agarre de Graham no es lo suficientemente fuerte, sí lo es su mirada de advertencia.
—Mis padres me advirtieron: salir con una mestiza hija de inmigrantes es rebajarme y conformarme con lo mediocre. ¿Acaso le quieres dar la razón a mis padres, eh, Astrid? ¿Eres boba y mediocre?
Boba y mediocre. Y habla demasiado para el gusto de Graham. Y lleva la falda más corta que las demás, ¿acaso quiere que alguien la mire, eh? ¿Es eso lo que está buscando? ¿Y por qué tiene que ponerse con Joseph para el trabajo de Pociones? ¿Es que quiere liarse con él? ¿Y por qué llora tanto, como los idiotas? ¿Y por qué se molesta si lo ve hablar con una chica? No está haciendo nada. ¿Acaso ella piensa hacer algo cuando habla con los chicos, eh?
Astrid se mira al espejo y se ve las costillas muy marcadas por debajo del sujetador. Se cepilla tanto los rizos últimamente que el peine está lleno de cabellos rotos. Casi no duerme, porque se levanta un par de horas más pronto que los demás solo para ducharse y maquillarse y estar presentable para cuando él decida darle los buenos días.
Se encamina aquella mañana hacia el Lago Negro, en lugar de quedarse esperándole en la Sala Común. Le enseña la pulsera a las sirenas y no le hace falta hablar sireno fluido para entender que, definitivamente, es magia oscura, y que la magia está consumiendo poder de su cuerpo.
—Lo que tú sabes, él sabe también.
Así que Astrid ni siquiera piensa en su plan. Piensa en mil otras cosas mientras se dirige hacia su habitación. Se topa con un compañero de Hufflepuff corriendo por los terrenos del colegio. Él no la mira, y Astrid no piensa en lo guapo que le parece ni en lo extraño que es que madrugue solo para correr. No puede pensar en otro chico porque Graham lo percibirá.
Se adentra en el castillo y ve a Todd Dodderidge, que le guiña el ojo, y a sus amigos. Saluda ligeramente a unas chicas de Ravenclaw que le caen muy bien. Una de ellas la mira de arriba a abajo y a Astrid se le encoge el estómago del mismo modo que se le ha encogido al pasar cerca de Cedric Diggory.
Ahí le aprieta la pulsera. Y entonces se enfurece. Solo ha sonreído. Y si es idiota por sonreír y por creerse lo que dicen los demás, que así sea, pero no aguanta más.
Abre de una patada la puerta de la habitación de Montague y ni siquiera se sorprende cuando ve que está haciéndose una paja con una revista muggle con imágenes de mujeres desnudas. Junto a la revista hay un sujetador, y Astrid sabe que no es suyo.
—¿Se puede saber qué haces, entrando sin mi...?
—Obliviate.
Arriesgado, pues Astrid no ha estudiado todavía hechizos de memoria, siendo solo su cuarto curso. Ha leído un poco sobre ellos, pero piensa claramente en lo que desea.
Olvídame.
Como Montague solo frunce el ceño, Astrid le da una bofetada y lo vuelve a apuntar.
—Obliviate, Obliviate... ¡OBLIVIATE, OBLIVIATE, OBLIVIATE! ¡OLVÍDATE DE MÍ, PUTO IMBÉCIL MALTRATADOR!
Un confundido Graham Montague le desata la pulsera a Astrid Hansen. No entiende qué hace esa chica en su habitación a las siete de la mañana y tampoco entiende por qué le ha pedido que le desate una pulsera, ¿acaso no tiene amigos que puedan desatársela? Le ofrece follar, ya que ha ido a su habitación, y Astrid le enseña el dedo corazón y le pide que se lo meta por el culo antes de largarse.
Regresa al Lago para lanzar la pulsera maldita al agua, y se siente nueva. No toca el lago porque, sabiendo lo fieras que son las sirenas, tiene un poco de miedo, pero está completamente en paz. El cielo parece más azul, y no hace tanto frío como el que sentía el día anterior y todos los días antes de eso.
Decide cerrar ese horrible capítulo y decide que no va a afectarle lo más mínimo. Quiere volver a ser la de antes, hacer lo que le dé la gana y no dar nunca ninguna explicación.
Sí, es descarada, mestiza e hija de inmigrantes.
—Y a mucha honra —susurra a la nada, mientras se abraza las piernas.
Le parece que el agua responde. Se mueve muy ligeramente con las corrientes de viento que pasan por encima. Se mira la muñeca amoratada, con una marca ligera del paso de la cuerda.
Una soga. Ahora que se la ha quitado, puede respirar. Y no quiere enamorarse de nadie, pero tiene claro que, la próxima vez que lo haga, será de alguien que nunca, jamás, la hará llorar.
Bueno, la gracia que me hace que Astrid tenga cierta conexión con las sirenas y que la actriz que le pone cara a Astrid sea una sirena en la nueva peli de La Sirenita....... Entra dentro del grupo de casualidades del universo Díada con la realidad que dan un poco de mal rollo. Un ejemplo más de estas casualidades malrolleras: Hina Murakami (que rima con Motomami) empieza su fanfic de Remus igual que la canción Abcdefg de Rosalía, solo que yo publiqué ese capítulo antes de que se estrenara el álbum, así que o Rosalía lee Díada o es una casualidad graciosa (pero malrollera).
Gracias por leer ❤️ Y este cap tiene un mensaje importante: ¡¡¡quien te quiere no te hace llorar!!! Nos leemos pronto. Ya queda poquito para el final de Díada 😎
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