·.· 𝐌á𝐬𝐜𝐚𝐫𝐚 ·.·
A Hina Murakami siempre le fascinó lo macabro. Lo escabroso. Lo que rozaba los límites. Lo que hacía que todos giraran la cabeza a un lado con una mueca de asco. Lo que todos se esforzaban por jurar que era desagradable.
Le pasaba desde pequeña. No era que le fascinara lo sangriento o la violencia; sería incapaz de cometer cualquier acto que pudiera dañar a otra persona, no nos engañemos.
Pero no cerraba los ojos cuando mataban a tiros a alguien en una película. No le daba asco agarrar un gusano entre los dedos cuando aparecía en el barro mientras jugaba con sus amigos. No le importaba admitir que se moría de ganas de ir al baño a hacer sus necesidades y se reía de lo escatológico cuando el resto de niñas de su clase empezaban a gritar con desagrado.
Siempre había sido así. También, siempre había sospechado que a la mayoría también les gustaba lo que a ella le encantaba, solo que hacían un esfuerzo demasiado grande por fingir todo lo contrario, porque admitirlo era arriesgarse a no encajar.
Hina solo fingía que era como todos los demás cuando se trataba de algo de lo que podían enterarse sus padres. Su madre era la perfecta imagen de lo que debía ser una señorita japonesa. Siempre elegante, de piel pálida y labios perfilados. Inteligente, disciplinada y seria. Cualquier cosa más allá de eso era pura decepción.
De su padre jamás había recibido demasiada atención. Le fascinaba lo fácil que era para Itsuki Murakami fingir frente a los demás que era un padre ejemplar, cuando luego desaparecía la mayor parte del tiempo porque se iba a trabajar o a beber alcohol con sus empleados. Tenía dos claras caras y le gustaba cambiar sin parar entre ellas. A Hina le recordaba a aquella vez que habían visto una ópera de Sichuan en una de sus vacaciones. Su padre era como esos actores que cambiaban de máscara en mitad del escenario sin que nadie se diera cuenta del cambio.
Como siempre fue callada y observadora, a Hina no le costó lo más mínimo tomar nota del comportamiento de sus padres para adoptarlo para sí misma. Se dio cuenta, por su padre, de que lo más conveniente era fingir frente a todos ser una persona envidiable para que, así, nadie sospechara de su segunda vida. Hina podía ser todo lo macabra y escatológica que quisiera en privado porque nadie pensaría mal de ella cuando la vieran ser perfecta en público. De su madre, aprendió a ser diligente y responsable para que todos la tomaran en serio. Los logros académicos se convertían en logros profesionales.
Los Murakami eran expertos en mostrar frente a todos la máscara perfecta, pero cuando los demás no miraban eran una familia fría. Comían juntos cuando correspondía y se hacían las preguntas menesteres para hacer como que eran una familia de verdad. Luego, su madre se iba a su despacho, su padre al suyo, el hermano pequeño destrozaba su habitación y Hina leía mangas subidos de tono. Cada uno respetaba su espacio personal siempre y cuando no interfiriera con lo que pasaba fuera de la casa.
La primera vez que los amigos de Hina visitaron la residencia Murakami entendieron un poco mejor su forma de ser. Esa especie de equilibrio entre quién era y quién aparentaba ser tenía ahora muchísimo más sentido.
Acudieron porque se celebraba el cumpleaños número quince de Hina y sus padres habían insistido en conocer a sus amigos ingleses, así que la chica se había visto obligada a enviarles cartas a Nyx, Asher y Connor, acompañadas de una lista de temas de los que no podían hablar bajo ningún concepto. Sus padres no podían saber nada acerca de la persona que verdaderamente era, solo la que todos pensaban que era.
Connor había acudido al apartamento en Londres de los Murakami con la intención de divertirse un poco a costa de Hina, rozando siempre el límite de los temas que podía hablar desde el sarcasmo, pero se le quitaron las ganas en cuanto cruzó la puerta.
No era porque los padres de Hina le dieran miedo. De hecho, parecían muy simpáticos y felices de acoger a sus amigos en casa.
No, Connor se vio impedido porque, allá por donde miraba, comprendía exactamente por qué Hina aparentaba ser una niña y estudiante modelo. No tenía otra opción.
Las túnicas doradas de Mahoutokoro que obtenían los mejores estudiantes de su promoción, estaban dentro de dos cuadros, colgados en la pared. Justo en medio, había un retrato al óleo de toda la familia. El hecho de que no fuera pintura mágica había hecho que la imagen de una Hina de diez años se hubiera quedado estática para siempre, mostrando a una niña con una sonrisa tímida y un frondoso flequillo negro.
La casa parecía sacada de una revista de decoración. De la fuente de la entrada caía una pequeña catarata de agua que se escuchaba por toda la casa y era de lo más tranquilizadora. Había orquídeas decorando los muebles de la entrada, jarrones de estilo japonés y fotografías de familiares por todas las paredes. Los muebles parecían completamente nuevos, como si nadie jamás comiera en la mesa familiar o se sentara en el sofá.
Los logros académicos de la familia estaban por todas partes. El retrato de Tora Murakami siendo investida como embajadora estaba allá donde todos lo pudieran ver. Había un espacio que, con toda seguridad, estaba reservado para la foto de Hina con su insignia de prefecta.
Hina estaba irreconocible, saludando a los invitados de sus padres inclinándose hacia delante en una especie de reverencia con una sonrisa escueta. Asher y Nyx cuchicheaban entre ellos, murmurando tonterías sobre lo que Hina estaba probablemente pensando, pero Connor se sentía como en casa. Su familia también era una familia de dinero y, por lo tanto, sabía cómo era eso de tener que comportarse en reuniones familiares interminables con adultos a los que apenas conocía.
A la hora de presentar a sus padres, Hina se acercó a sus amigos suplicando que no hicieran ninguna tontería.
—Mi padre, Itsuki. —Su padre, de poco más de cuarenta años, hizo la misma reverencia que Hina hacía con todos, así que el grupo de amigos se vio obligado a imitarle torpemente. Hina hizo una mueca al ver que la reverencia de Asher casi llegaba hasta el suelo—. Y mi madre, Tora.
—Un placer.
Connor les saludó en japonés. A pesar de que no hablaba el idioma, se había preocupado por buscar cómo ser educado con la familia de Hina, aunque quisiera martirizarla un poco. Comprendió que le convenía mucho más caerles bien, puesto que sus padres, aunque fueran muggles, pretendían que Connor se labrara un futuro, si no en la política muggle, entonces en la mágica. Caerle bien a la embajadora de Japón era una obligación, por supuesto.
Por su parte, Nyx y Asher no sabían bien qué decir. Ninguno de los dos era demasiado bueno con las personas. Nyx, de hecho, no había dicho todavía ni una sola palabra porque tenía una empanadilla con soja dentro de la boca en el momento en el que Hina había ido con sus padres.
—Él es Asher Podmore —explicó Hina, señalando a Asher, quien no sabía qué hacer con sus manos y terminó metiéndoselas en el bolsillo—. Su padre trabaja en un gimnasio para magos...
—Ah, debe ser bueno con la varita —felicitó Itsuki, asintiendo con una sonrisa—. ¿Tu madre trabaja con él?
—Mi madre falleció.
Tora puso una sonrisa tensa al escuchar aquello. Itsuki colocó una mano sobre su hombro para disculparse.
—Y esta es Nyx Longbottom, ya os he hablado de ella —explicó Hina, señalando a Nyx, con la cara medio tapada tras una servilleta para intentar tragarse su empanadilla.
—Encantada de conocerles —dijo rápidamente al terminar. Se atrevió a estrecharles las manos, a sabiendas de que su reverencia no era muy elegante.
—Ah, sí, Hina dice que quieres trabajar en la oficina de Aurores.
—Así es.
Por suerte, los Murakami no preguntaron acerca de sus padres. Nyx pensó que Hina sí debía de haberles advertido acerca de ellos, no como con la madre de Asher.
—Y este de aquí es Kenji.
Hina tomó del brazo a un niño que correteaba por la estancia y lo plantó frente a sus amigos. No hacía falta que explicara que era su hermano, porque eran exactamente iguales.
—Kenji se incorporará a Hogwarts cuando cumpla los once años —explicó Tora, peinando a su hijo con cuidado—. Aún está estudiando en Mahoutokoro.
—Empezamos a los siete —remarcó Hina, aunque sus amigos ya lo sabían. Ella misma había estudiado allí desde los siete hasta los once, cuando Tora había sido destinada a Inglaterra y habían tenido que mudarse.
Kenji les dijo algo en japonés y se negó a decir una sola palabra en inglés, así que su padre le regañó en su idioma mientras Tora se disculpaba con una nueva reverencia. Hina estaba deseosa de que sus padres se fueran a cualquier lado para poder relajar la postura y llevar a sus amigos a su habitación. Quería enseñarles su colección de mangas y quejarse a gusto de los asistentes.
Porque esa era Hina de verdad. No la que llevaba una camisa blanca y unos pantalones verde pastel. Odiaba estar rodeada de gente porque lo único que quería era que todos se fueran y que sus padres dejaran de hacerle caso para cerrar la puerta de su habitación y ponerse a leer o a escribir. Siempre le pareció que el mundo literario era mil veces mejor que el de verdad.
Fue en el verano en el que se mudaron de Tokio a Londres cuando empezó a escribir sus propias historias. La primera, por supuesto, era la de una niña que se mudaba a un mundo fantástico y lleno de colores, uno que no tenía nada que ver con Inglaterra, ese lugar húmedo y gris con una gastronomía deleznable. En su libro, la gente no hablaba un idioma feo como el inglés ni la miraba con extrañeza por tener un aspecto diferente.
Después, cuando se acostumbró un poco a la lluvia y al frío, decidió que Inglaterra no era tan mala y empezó a escribir y leer en inglés para aprender. Y luego no paró. A los catorce empezó a escribir relatos subidos de tono, solo por diversión. También, un poco porque le hacía demasiada gracia cuando Nyx se ponía roja al leerlo y luego hacía una mueca de desagrado. Le parecía que, por una fracción de segundo, mientras decía que no le gustaba, su mirada la traicionaba y le hacía a Hina ver que sí, que en el fondo sí le había gustado. Aunque fuera un poco.
Realmente, solo escribía para Nyx porque no tenía mucha más gente a la que enseñárselo, y no había estado tan emocionada por algo que había escrito hasta que terminó El Lobo que me enamoró. Le había dedicado verdaderas horas y horas a la redacción de la que podía decir con orgullo que era su mejor novela. Sentía una especie de obsesión y de pertenencia, como si casi no quisiera enseñársela a nadie porque era solo suya y los demás no merecían criticarla.
Nyx había sido la primera en hacerlo, claro, pero Hina sabía que su mejor amiga era un público de lo más exigente. Siempre decía que era porque era Aries y tenía poco tacto para ese tipo de cosas, aunque también sospechaba que se debía a la educación que había recibido en su casa. Con su abuela, de ideas antiguas, y completamente alejada de lo muggle, era normal que Nyx tuviera ese tipo de reacciones exageradas a lo que se salía un poco de lo común. Hina confiaba en poder llevarla poco a poco a su terreno, decirle que no pasaba nada si le gustaba leer relatos eróticos, que no tenía que censurarse o fingir que era escandaloso.
Hina no le había enseñado sus relatos a nadie más hasta que decidió hacer algo por saciar su inquietud. Se encaminó esa noche hacia el despacho del profesor Lupin porque sabía que era su última noche en el castillo y no podía perder la oportunidad de confesarle sus sentimientos. En las historias que leía, aquello siempre salía bien. El profesor no tenía problemas en salir con su alumna. El lobo se enamoraba de la doncella.
Aquel comportamiento era de lo más impropio para la Hina que Remus había conocido en clase, pero completamente esperable de la que lo había endiosado desde el momento en el que había pisado el Gran Comedor el primer día de curso. No por nada había escrito una novela de ochocientas páginas con él como inspiración. Necesitaba hacerle partícipe de su fantasía.
—¿Hina? ¿Qué haces aquí? ¿Hay algún problema?
Remus le abrió la puerta de su despacho con temor. Suponía que Hina, que era prefecta, acudía a su puerta una noche a las once y media precisamente porque había ocurrido algo que precisaba la ayuda de un profesor.
—Necesito su ayuda, profesor Ru... Lupin.
Lo dijo con una sonrisa de lo más perversa. Remus pensó que se lo había imaginado y la hizo pasar, sin sospechar lo que estaba a punto de ocurrir. Tomó asiento en su silla e indicó a Hina que se sentara en la que había frente a su escritorio.
—¿Qué puedo hacer por ti, Hina? ¿Quieres hablar del TIMO? Estoy seguro de que no tuviste problemas con Everte Statum.
—Estoy enamorada, profesor.
Remus tragó saliva. Aquello no lo esperaba, no en su última noche en el castillo y no de una alumna como Hina Murakami. Su expresión no cambió lo más mínimo, más allá de lo fuerte que pestañeó, intentando salir de su estupefacción.
Nunca se le habían dado bien esas cosas, ni siquiera cuando tenía dieciséis años, como Hina. Sin embargo, ahora era un adulto y no podía evadir esa conversación como lo habría hecho quince años atrás, cambiando de tema o riéndose de él.
—Vaya, Hina, ¿es un compañero de clase?
—No. No me interesan los chicos de mi edad.
Remus entrecerró los ojos. A pesar de lo poco iluminado que estaba su despacho, él podía ver bien en la oscuridad a pesar de su condición. Tenía un olfato de lo más desarrollado, mucho mejor que el de cualquier humano, así como el oído.
Oía el palpitar acelerado de Hina. Casi le recordaba al de su amiga Nyx, cuando había estado sentada ahí hacía un par de semanas, solo que el de ella había sido de pánico.
El de Hina era de emoción.
—Siempre he sabido que era hombre lobo, profesor.
—¿Perdón?
Hina soltó una risita. Su postura era de lo más relajada; un lenguaje corporal fuera de lugar para una alumna cualquiera. Pero Hina no era cualquiera. Tenía las piernas cruzadas, los hombros destensados, la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha.
—Me gusta observar el calendario lunar. Cualquiera que tenga un mínimo interés en astronomía sabe cuándo hay luna llena.
—Hina...
—Usted siempre parece cansado cuando hay una luna llena. Era evidente, pero le guardé el secreto.
Remus apretó los labios. Seguía avergonzado por lo que había ocurrido semanas atrás, ya que todo el colegio se había enterado. Si seguía entre sus muros era porque Dumbledore le había pedido que se hospedara allí hasta finalizar el curso.
—Gracias —musitó. No sabía qué más decir.
—Nunca me importó lo que era, profesor. Es más, me gusta esa parte de usted.
Dejó el manuscrito sobre el escritorio y le miró directamente a los ojos. Los de Remus fueron a parar sobre el pesado libro hecho a mano que reposaba sobre el tapete. No podía leer el título porque estaba en cursiva, y no sabía leerla bien del revés.
—Estoy enamorada de usted, profesor, y no quería que se marchara sin saberlo.
Remus alzó por fin la vista hacia su alumna. Se le subió la cena hasta la garganta.
No estaba preparado para algo así. Nunca lo estaría, en realidad. Sentía que la situación era de lo más delicada, así que comenzó a barajar las opciones que tenía, mientras Hina lo observaba con diversión. Le gustaba haberle puesto incómodo.
Ella, con lo pequeña que era, poniendo nerviosa al hombre lobo. Se lo estaba pasando en grande.
—Hina, espero que comprendas que eso me pone en una situación muy incómoda.
—Lo entiendo.
—Soy tu profesor.
Hina sonrió aún más.
—Y tus sentimientos no... No son correspondidos, Hina.
Dejó de sonreír.
Remus sintió miedo. No se le bajaba la cena de la garganta. Tenía pánico por lo que podía ocurrir a continuación. Por lo que pasaría si Hina le contara a todo el mundo una versión muy diferente de esa conversación. Lo de hombre lobo sería lo de menos para la asociación de padres.
—Ya no es mi profesor —rebatió Hina, descruzando las piernas con calma—. Al menos, no lo será dentro de... —miró su reloj—. Veintitrés minutos.
—Sigo siendo un adulto.
—Yo lo seré dentro de un año.
—Seguiré sin corresponderte, Hina. Lo siento.
No sabía por qué pedía perdón. No sabía si estaba haciendo bien en ser firme y contundente, alejándose de ella todo lo posible. Casi podía ver su corazón rompiéndose frente a sus ojos. La fachada dura e intimidante de Hina se estaba cayendo sobre el asiento.
—Pero...
—Es mejor que vuelvas a tu habitación. Estoy seguro de que no es más que... Admiración, y eso lo agradezco, Hina, pero entiende mi posición. No puedo permitir...
—No es simple admiración. No...
Hina tomó el manuscrito entre sus manos y le miró con los ojos inundados de lágrimas. Solo bastó con que sorbiera una vez por la nariz para que estas desaparecieran al instante. Sustituyó su pena por un gesto impasible.
—Perdóneme.
Salió corriendo de su despacho.
Sin comprender por qué había intentando satisfacer un deseo que sabía que era imposible.
Siempre había sabido mantener la compostura, ubicar el límite para no sobrepasarlo jamás. Sin quererlo, lo había cruzado por una fantasía de lo más infantil. Parecía que había salido de un sueño de lo más real cuando salió de su despacho. Le temblaban las manos mientras observaba el manuscrito. Ahora tenía ganas de quemarlo. O de tirarlo hacia el fondo del lago.
No estaba enfadada con el profesor por no corresponderla.
Estaba enfadada consigo misma por olvidarse de quién era. Sus padres estarían de lo más decepcionados si supieran algo así.
Se marchó corriendo a su habitación, metió el manuscrito en la parte más profunda de su baúl y buscó a Nyx en su cama, abrazándose a ella y permitiéndose ser ahora la que tuviera el corazón roto de las dos.
—¿Qué ha pasado, Hina?
—Me he olvidado de quién soy, Nyx.
—No seas dramática.
Hina la miró, con sus ojos castaño oscuro brillantes por las lágrimas.
—Siempre soy dramática. Es solo que se me ha caído la máscara.
Iré subiendo especiales sobre personajes concretos, contando un poco sobre su familia y escenas concretas y así. ¡Espero que os guste!
Por supuesto, la primera es Hina porque sé que es la favorita, pero es que encima esta escena con Remus me venía genial subirla ahora, porque ocurre entre el capítulo anterior y el capítulo próximo. La escena del cumpleaños es de un año atrás, por cierto ;)
Nos leemos el jueves. ¡Gracias por leer y votar!
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