Capítulo 1 (Capítulo de muestra)
Escucho un monótono ruido en la lejanía; ha surgido súbitamente de alguna parte. En pocos segundos el estridente sonido electrónico inunda totalmente el ambiente, obligándome abrir los ojos de golpe. Luego,una intensa luz lastima mis pupilas forzándome a cerrar los párpados nuevamente. Parpadeo varias veces, humedeciéndolas, adaptándolas al reflejo luminoso del sol, que suele colarse por las persianas americanas de la ventana de mi cuarto como a eso de las tres de la tarde.
Elruido persiste tenazmente dentro de mis tímpanos.
Meladeo, provocando un sonido mecánico proveniente de los resortes dela cama, al deformarse ante el peso de mi cuerpo para apagar laalarma. Aún soñoliento, vuelvo a la posición en la que debí pasargran parte de la noche: boca arriba y con las piernas separadas comouna gran A. Cierro los ojos nuevamente por un momento; quiero dormircinco minutos más, pero sé que de hacerlo me quedaré profundamentedormido y me despertaría una hora después, así que desisto de laidea. Los resortes vuelven a sonar al irme desplazando hasta laorilla. Odio ese maldito colchón porque siempre se hunde cuando mesiento en cualquiera de sus cantos. La verdad es que ya estábastante gastado y quejumbroso. Alguna vez —másbien muchas veces—intenté, o mejor dicho pensé en cambiarlo por otro; nunca lo hice.
Mepongo de pie, desperezándome, estirando los brazos más allá de laaltura de mi cabeza. ¡Qué bien se siente hacer eso! Pero un dolorpunzante atrae mi atención. Muevo instintivamente la mirada al sitiode dónde proviene. Noto entonces que llevo un pantalón de mezclillamuy gastado. Trato de recordar el motivo del por qué visto esa ropacuando siempre me quedo en paños menores a la hora de dormir.
Unarápida exploración en la zona de la pierna izquierda me sirve para descubrir una rasgadura en el tejido del pantalón. Vuelvo a sentarme—esta vez no me importa el molesto crujido de la cama— einmediatamente arrollo el ruedo hasta la rodilla. En cierto punto lo hago con cuidado al agudizarse la molestia ante el roce de la tela.Siento un enorme alivio al no encontrar ninguna herida, pero sí observo un leve enrojecimiento justo debajo del lugar de la rasgadura. Me apresuro a quitarme el pantalón. Cuando lo hube hecho,descubro que está completamente sucio. Tiene la apariencia de haberme revolcado con él en un lugar barroso. No comprendo. No logro traer a la mente ninguna situación fuera de lo normal. No obstante,a pesar de los muchos intentos, no recuerdo absolutamente nada de la noche anterior, pero lo terrible no es eso, si no determinar que no recuerdo tampoco nada de los demás días.
—«¿¡Qué mierda ocurre!?» —me pregunto en voz baja, molesto y con una terrible incertidumbre.
Me desespero al no conseguir remembrar algo transcendental de mi vida pasada. Sé que mi nombre es Frank,... Sí, Frank Parcus... Pero, ¿qué había ocurrido? ¿Por qué no recuerdo algo más de Frank Parcus? Sospecho que quizá he sufrido alguna especie de apoplejía —o como quiera que se llame— mientras dormía.
Sin embargo, sé que no me gusta dormir con la ropa puesta, que odio el ruido del maldito colchón, que debo levantarme temprano por la tarde para ir a... alguna parte; probablemente al trabajo. Arrojo a un lado de la cama el pantalón hecho un montón y me dirijo al cuarto de baño. Por lo menos sé dónde está el maldito baño. Sí, sin duda me acuerdo de muchas cosas triviales, pero no de las cosas importantes. Me miro al espejo y me pregunto si vivo con alguien, o vivo solo, ¿quién diablos es Frank Parcus?, me vuelvo a preguntar como si hablara de alguien más. Pospongo el soliloquio al notar más parches rojos en mi pecho. Volteo el cuerpo frente al espejo en busca de otras marcas, y las encuentro en la espalda, a la altura del omóplato izquierdo. Observándolas bien, parecen haber sido hechas con una especie de tubo o garrote. Aunque se ven antiguas, las molestias saben a recientes.
Salgo de la ducha con la toalla enrollada al cinto; me siento en la cama junto a la mesa de noche; deslizo suavemente la gaveta de madera y extraigo el revólver que allí guardo. Por unos segundos contemplo su pequeño cuerpo de negro metal como si tuviera entre mis manos un objeto raro. Saco el tambor y cuento los seis tiros que permanecen intactos en sus recámaras.
Unos minutos más tarde, vuelvo a tomar el revólver para esconderlo en la parte trasera del pantalón por debajo de la chamarra, y me dispongo a salir de casa.
Doy un prolongado vistazo a la calle luego de cerrar la puerta principal; esta permanece desolada. Un viento helado sopla; el invierno debía estar próximo. Los árboles y sus retorcidas formas,apenas se abrigan con su escaso follaje; en tanto, las hojas muertas junto a la abundante basura suelta, corren en el asfalto de un lado a otro al arbitrio de las ráfagas. Tomo el cigarrillo entre los dedos.El blanco humo golpea mi rostro y se desvanece rápidamente.
—¿Dóndeestá la maldita gente? —me pregunto.
Entonces,mientras bajo las gradas, vuelvo el cigarrillo a mis labios y arrojouna nueva bocanada; el viento me lo regresa de inmediato. Luego decerrar su cremallera, meto las manos en los bolsillos del gruesoabrigo para protegerlas del frío.
Observoligeramente a mí alrededor. Las derruidas casas vecinas marcan elabandono en que han estado desde hace mucho tiempo.
Caminopor las calles por varias cuadras, encontrando la misma soledad entodos los rincones. Existe un temible silencio. No hay gente nivehículos en marcha. Las casas de habitación, así como loscomercios, lucen vacías... Es un pueblo fantasma.
Debollegar al bar de Tony. Recuerdo —o creo recordar— que trabajo enese lugar, tal vez como matón encargado del orden. Uno de esos quese encargan de romperle la crisma a quienes, luego de pasárseles lascopas, entran en bronca con medio mundo. Pienso eso luego de que unaimagen invadió mi cabeza: me vi luchando a puño limpio, entre lasmesas y el mostrador del bar de Tony, con otros sujetos cuyos rostrosno logro dilucidar. El fugaz cuadro me aturdió momentáneamente, fuecomo un inesperado choque eléctrico que me hizo tambalear. Por uninstante, mientras me veía en esa situación, sentí miedo. Era unefímero recuerdo dentro de mi mente.
Enlas calles hay muchos vehículos abandonados, algunos permanecen consus puertas desvencijadas abiertas. Todos están polvorientos y enmal estado, y la corrosión no deja distinguir el color de lascarrocerías. Dispersos por las calles y avenidas, aparentan enormesinsectos muertos. Debía sentirme extrañado ante tal situación,pero contrario a eso continúo caminando como si todo fuera normal.
Comoa media hora de haber salido de casa, me encuentro en lasproximidades de un edificio en construcción cuyo terreno está enlos suburbios del pueblo. Un penetrante olor a carne podrida invadeel ambiente. Es tan asqueroso que debo taparme la nariz para evitarque se revuelvan mis tripas.
Llevadopor la curiosidad por conocer de dónde proviene semejante aroma,opto por dirigirme al terreno baldío. Por la intensidad del olor,debía tratarse de algo más grande que un perro en descomposición.La oxidada cadena del portón solo está puesta, así que procedo aremoverla, separando las dos hojas de lámina acanalada. Alguienhabía cerrado apurado el portón pues el candado estaba sin elcerrojo. Me interno en el lugar, resbalando en la tierra floja. Laerosión causada por lluvias anteriores ha formado grietas tangrandes como trincheras, por donde me dejo caer hasta el fondollevando conmigo algunos terrones que se despedazan sobre mis pies.El penetrante olor se torna más intenso, pero debo saber lo que loprovoca.
Confundidoentre las risas y gritos, vozarrones de hombres profiriendoimproperios, escucho otro ruido; parece el bramar de un animal heridoo furioso. No lo pienso dos veces; tomo el colt 3.57 y caminosigilosamente. En eso, un trozo grande de tierra se desprende de laorilla de la trinchera, por encima mío, obligándome a retroceder.Caigo sentado en un cúmulo de tierra rojiza, pero una rápidamaniobra de mi parte evita desplomarme y quedar tendido por completo.Por un segundo pensé que toda aquella tierra floja terminaríasepultándome. Logro incorporarme ensartando con fuerza los dedos enlas paredes de la grieta, y continúo con más cuidado. Escupo elcigarrillo estropeado por la tierra que casi me sepulta vivo. Llegoal final de la zanja y me arrastro por una pendiente. Estando arriba,al nivel del suelo, asomo un poco la cabeza y veo a un grupo de cincosujetos rodeando a alguien. El individuo viste andrajos y patalealentamente tirado sobre su espalda en la tierra. Por la distancia nologro distinguir si es un hombre o una mujer. Los hombres tienenlargos palos y garrotean con uno de los extremos la cabeza delindividuo. Levantan el palo con las dos manos hasta la altura de sushombros, como quien quiere abrir un agujero en el suelo, y lo dejancaer para impactarle en el cráneo. Debo hacer algo pronto o aquelmorirá por la violencia de la agresión. Con cada golpe dado, cadauno suelta una carcajada o dice cosas como: "muere hija de puta",o "vete al infierno maldita", y otras cosas parecidas.
Conel arma empuñada, me pongo de pie y abandono el escondite.
—¡Quietos!—les ordeno aproximándome lentamente—. ¡Levanten las manosdonde pueda verlas!
Aesta distancia no fallo el tiro.
Lossujetos se detienen sin soltar los palos de metro y medio.
Unode los que me dan la espalda, gira con el garrote aun entre las dosmanos.
—¡Ahíestá, y tiene una pistola! —grita.
Inesperadamentetodos se abalanzan sobre mí. En cuestión de pocos segundos recorrenlos aproximadamente diez metros que nos separan. El cabecilla delgrupo, el primero que me vio, muestra un semblante de odio y unaactitud de no querer razonar conmigo. Halo el gatillo una vez, luego,otra vez. Él cae abatido por las dos balas que, indudablemente, lehan atinado directamente en el pecho. Los demás huyen en medio de undesparpajo en distintas direcciones. Apunto a todas las partes pordonde se han fugado, por si acaso, alguno intenta volver y atacarme.
Tengolos nervios hechos trizas. Creo que nunca he matado a nadie y no sési hoy lo he hecho. Lastimosamente siempre hay una primera vez paratodo. Unos segundos después bajo el arma al no dar señal deregresar.
Caminohasta el herido apuntándole con el revólver. Creo quedefinitivamente está muerto. Me doy cuenta que no me equivoco, acabode matar a una persona. Luego de contemplar el herido con las dosperforaciones, me dirijo hacia la víctima del abuso físico tendidoun poco más allá. Este se retuerce en el suelo. Sus manos y piesestán atados a cuatro estacas por medio de alambres trenzados. Meneala cabeza de un lado a otro sin articular palabras, solo emite unaserie de gruñidos como los que profiere un loco furibundo atado conuna camisa de fuerza.
Elhedor es intenso y proviene del sujeto atado en el suelo a lasestacas.
—¡Dios!—exclamo con repugnancia—. ¿Qué diablos es esto?
Aquellacosa no es un ser humano; es un esbirro del infierno. En lugar de losojos, dos cuencas vacías emanan una sanguaza sanguinolenta que sedesliza por los pómulos de una calavera casi desprovista de carne ypiel. Algunas partes de su cráneo aún conservan los vestigios deuna larga cabellera. Irónicamente, una perpetua sonrisa debido a lafalta de labios, deja ver una hilera de feroces dientes corroídospor las abundantes caries. Tiene profundas laceraciones en lasennegrecidas carnes, a través de las cuales se asoman susamarillentos huesos y otras materias de color verdoso en el áreaabdominal. En torno del cuello y cabeza, sobre el suelo, yacen lospedazos de materia en descomposición arrancados por los golpes delos cinco agresores.
Nosé qué hacer.
Extrañamente,la criatura voltea la cabeza y, como si supiera de mi presencia, comosi pudiera verme fijamente, con actitud agresiva, trata de lanzarferoces mordidas, pero las ataduras no le permiten levantar lacabeza.
Gruñecomo un animal hambriento.
Enese momento, lo único que se me ocurre es apuntar el arma endirección de su frente y disparar a mansalva. Así lo hago. Sucráneo se desperdiga mientras el resto del cuerpo convulsiona porunos segundos hasta quedar inerte.
Porlos restos de la ropa, sé que una vez fue una mujer.
Contemplopor largos minutos el cadáver sin entender cómo todo aquello esposible. Resulta increíble. Nadie me lo creería, ni siquiera yomismo puedo tragarme el cuento.
—Deboirme... Tengo que irme de aquí —me digo una y otra vez sentado aun lado del cuerpo sin poder apartar los ojos de la mujer—. ¡Quédiablos!... ¿Estaré volviéndome loco?... ¿Es que he asesinado ados?
Estarde, cerca de las cinco. El sol comienza a ocultarse inundando labóveda de un color anaranjado.
Meirgo. Decido volver hasta la entrada del terreno. A lo lejos, lahoja del portón se balancea de un lado a otro. Sospecho que alguienmás ha entrado. El viento sopla como augurando peligro.
Tengola sensación de que algo va a suceder, algo malo, así que no guardola pistola. Escudriño los alrededores meneando la cabeza en ambasdirecciones a cada paso dado. Presiento que entre las sombras de laabandonada construcción algo se esconde. Percibo un desagradablehedor de muerte.
Unasombra se balancea en la oscuridad de una de las entradas al viejoedificio. Apunto en esa dirección. El pulso me tiembla. Escuchovarias pisadas, luego más sombras y después más pisadas, muchaspisadas. Ninguna sombra intenta ocultarse... ¡Son ellos! No sonhombres; no vivos por lo menos.
Suscadavéricos cuerpos se desplazan lentamente. Tengo el presentimientoque su peligrosidad no es por su velocidad si no porque atacan enmanada como hambrientos lobos. Vienen por mí arrastrando pesadamentelos pies, con los brazos colgados y meneando el tórax paraimpulsarse. Deformes, mutilados, son despojos humanos en busca decarne viva para sustentar sus acabados cuerpos. No entiendo cómo esposible que la carne muerta pueda moverse. Todo es una pesadilla.
Corrotan aprisa como mis pies me lo permiten. Alucinaciones o reales, noquiero quedarme para averiguarlo. Sigo corriendo. El portón seaproxima poco a poco. Maldigo la mala elección de haber tomado elcamino más largo para salir. ¿Por qué no regresaste por la mismamaldita zanja? —me increpo—. ¿Querías ver el maldito paisaje,estúpido?... No, no fue ese el motivo, solo quería evitar quedarsoterrado en esa trinchera de mierda...
Alguiense atraviesa en mi camino. Ambos caemos en el suelo estrepitosamente,pero yo me levanto primero. La pistola está perdida en alguna parte.¿Dónde rayos está la estúpida arma? Busco en el suelo. Me agachoy revuelvo la tierra. El cadáver lucha torpemente por ponerse depie, bramando y gruñendo.
—Noseré tu cena, maldito —afirmo propinándole una patada que loregresa inmediatamente al piso.
Apesar de su lentitud, los demás me dan alcance. Ya puedo escuchar apoca distancia sus pies deslizándose así como sus inacabablesbalbuceos.
Porfin, hallo el revólver, apunto al muerto del piso y le desintegro lacabeza de un tiro. El verde pudín se desperdiga con trozos decráneo, y el cuerpo queda inmóvil en la tierra.
—¿Mequerías comer, hijo de puta? —dije como si pudiera entenderme.
Porescasos centímetros, uno de ellos logra tomar con las puntas de losdedos mi brazo izquierdo, me escapo de una muerte segura retrayéndolocon vigor.
Llegoal portón, me siento a salvo. Dejo a mis perseguidores muy atrássin sospechar que al otro lado, una gran sorpresa me espera.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top