11.

La quemadura en la frente era molesta, incluso después del ungüento azul que le habían puesto encima. Detestaba la forma como veían su marca de propiedad, estaba en un lugar extraño, era un signo de rebeldía y problemas.

Miró a todos a los ojos, al menos a quienes se atrevían a hacerlo, ya había sufrido, llorado y el estúpido ruso no estaba ahí como mantener una fachada de superioridad. Estaba cerca de desmoronarse ante sus nuevos compañeros.

A Isaäk se lo habían llevado, inconsciente. Probablemente estaba muerto, todavía tenía el olor a carne quemada en su nariz y las náuseas aun generaban estragos en su estómago. Si ese estaba vivo, no la debía de estar pasando bien a manos de los carroñeros.

A él lo escoltaron de un edificio a otro, incapaces de confiar en él. Los dedos de los rapiñadores parecían garras contra su espalda, hubiese amado quitarse esas manos de encima con un movimiento brusco, tan gentil como un puñetazo, pero no era posible si quería mantenerse con vida.

Era su deber encontrar la forma de proteger a su sobrina desde lejos, y después sacarla de aquel lugar.

Sus primeros días los ejerció como recolector, siempre había algo para recoger, fuesen los frutos tan parecidos unos a otros, o los cuerpos de esclavos que caían muertos durante la jornada o de quienes hacían intentos por escapar y eran asesinados a sangre fría, entre risas llenas de locura.

Ese día lo dejaron en su lugar, casi empujándolo cuando se dieron la vuelta para irse. Trastabillo, pero no perdió el equilibrio, se quedó helado frente a una enorme pared llena de hojas amarillas que daba frutos azules, al lado de una joven demacrada cuyos dedos vivían ensangrentados.

De alguna forma le recordaba a su hermana, a pesar de lo poco que se parecían. A veces, para que alguien evocara un recuerdo, no debían parecerse mucho físicamente.

Espero a que los rapiñadores se alejaran antes de poner sus dedos a sangrar. Esos frutos azules eran duros, llenos de espinas que no permitían que la piel sanase con facilidad, en sus manos se formaban heridas que solo serían más profundas con el paso del tiempo.

―Así solo sangras más ―La mujer a su lado le tomó la mano, acarició sus dedos y la sangre mancó su piel ―. Hazlo así.

Tomó sus dedos con fuerza, llevándolos hasta el inicio del fruto y lo obligó a romper una ramita, la sangre manchó el fruto y este cayó en la caja que colgaba de su cadera. Menos sangre, sí, pero el dolor no iba a menguar.

Le agradeció en un susurro, la joven se volvió a ubicar en su puesto. La vio arrancar las cosas azules con tanta facilidad, incluso si las manchaba de sangre por todas partes. Era ágil, pero demasiado flaca, Louis dudó que resistiera la siguiente semana, después de todo la comida que recibían era apenas suficiente para mantenerlos de pie durante el día.

No quería ser quien tuviera que recogerla de la plantación y llevarla al crematorio, pero los malditos rapiñadores habían cogido el gusto de usar su fuerza y torturarlo con su posible futuro.

Con el tiempo los dedos empezaron a temblarle, sus brazos querían ceder del esfuerzo que requería mantenerlos firmes para no perder nada en el suelo.

Se detuvo unos segundos, llenó los pulmones de aire en una inhalación profunda, estiró los brazos y movió un poco las piernas. El sudor pegó la camiseta negra a su torso, al menos ya no tenía el cabello largo como para quitarlo de sus ojos.

Observó al resto de trabajadores. Esclavos, se recordó. Tenían los rostros transformados con muecas de dolor, sangre en los lugares por las manos habían pasado y temblaban como si el calor y bochorno no hiciese que sus cuerpos odiaran la ropa. Se parecían más a los eugines de los barrios bajos, delgados, temblorosos e incapaces de funcionar sin ayuda.

Miró los frutos, las hojas amarillas y las ramitas listas para cortarlos. No le causaban buena impresión. Estaba seguro de que el esfuerzo físico por sí solo no podía generar aquel nivel de cansancio, los temblores, la palidez, el sudor; especialmente a él, que estaba diseñado para soportar labores extenuantes.

Alguna vez su hermana le habló del proyecto nuevas semillas, mientras él estaba recostado en un enorme sofá y se quejaba de los largos viajes a los cultivos. Cecil siempre se reía de sus historias, sus quejas, aunque no hubiese el más mínimo atisbo de gracia en ellas. Después le servía un suave té azul para el cansancio antes de hablarle sobre los asuntos políticos que se perdió por estar de viaje.

―Mi grupo de investigación presentó una propuesta al concejo ―dijo, una de esas veces, con un movimiento le pasó la imagen ―. Un nuevo modelo para las frutas que convertimos en nuestra comida.

―¿Es realmente necesario uno nuevo? ―preguntó.

Louis no comprendía demasiado la gráfica que soportaba la propuesta de su hermana.

―La comida ha probado ser buena, no letal y hacer modificaciones representa demasiado gasto de capital ―dijo, seguro de que lo mismo habían dicho el resto de concejales.

Cecil frunció el ceño, se levantó, enseñando la enorme panza de siete meses. Sofía venía en camino.

―No es letal al ser procesada ―dijo ―, pero ciertos grupos han estado distribuyendo los restos a nuestras gentes más desesperadas y ya empezamos a ver efectos secundarios.

Caminó de un lado a otro, una mano en el cabello castaño, otra acariciando la panza.

―Si me permitieran conducir estudios en los trabajadores de los cultivos estoy segura de que podría hacer que nos tomaran en serio.

Esclavos, había pensado, son esclavos y la gente de los cultivos está loca.

―Dudo que los Iridia alguna vez accedan a algo así ―le dijo ―. Y aunque pudieras comprobar un efecto secundario no deseado, ¿crees que al concejo le importará?

―Puede estar causando la muerte, Louis ―exclamó, había fuego en sus ojos verdes ―. Tampoco sabemos cómo reaccionan los humanos al procesamiento, podemos estar ayudando a que los asentamientos de fuera desaparezcan...

Hubiese votado que sí en la reunión de concejo que hubo el siguiente mes, si tan solo no hubiese estado preocupado por su rango y validez en la silla, en ocultar su relación con Bas para no ser ejecutado.

Y ahora estaba ahí, atrapado en los cultivos, con los brazos temblorosos por quién sabe qué clase de toxina.

La mujer a su lado soltó un grito agudo y corto. Louis se giró por instinto. Se sostenía el estómago, abultado, y sus piernas parecían incapaces de seguir sosteniendo su peso, vio cómo se iba hacia delante con lentitud.

―Te tengo ―susurró, el rostro de la mujer quedó contra su pecho.

Se arrodilló y la bajó con él con tanto cuidado como pudo, hasta que ambos quedaron en el suelo mientras sus sollozos y quejidos llenaban el aire.

―No quiero perderlo ―murmuró, más para ella ―. Aunque sea lo mejor.

La sangre le manchó el pantalón después de un grito, la mujer en sus brazos perdió la consciencia. Intentó despertarla, la recostó en el suelo y examinó su cuerpo a totalidad, la sangre parecía indicar un aborto espontaneo.

Las pisadas le advirtieron la cercanía de los rapiñadores, luego el zumbido de una rander al ser activada. El calor subió por su cuerpo en una oleada, los temblores en sus manos se detuvieron y estaba seguro de que golpearía al primero que viera. Sabía muy bien por qué se sentía así, y no pensaba hacer nada para detenerlo.

―¡Necesita un eumin! ―gritó al ver al primer rapiñador ―. Está perdiendo su bebé.

―¿Y a quién mierda le importa un bastardo de esclavo? ―Le colocó la rander contra la cabeza ―. Arriba, ¡Ya!

La mujer necesitaba un eumin. Ya.

Los niños eran preciados, el nacimiento era algo tan extraño en las cúpulas, muy pocas mujeres eran capaces de llevar embarazos a término y al final dar a luz a un bebé sano. Casi todos los nacimientos naturales resultaban en pequeños humanos deformes. Por eso los habían prohibido.

Y la mujer que tenía junto a él necesitaba ser cuidada, no mantenida en las condiciones inhumanas de los cultivos.

Se puso de pie, alzando a la mujer en sus brazos, era tan liviana que no representó ningún problema. El rapiñador gritó algo al tiempo que cargaba la rander para el primer disparo, le dio un cabezazo, tomó el arma de sus manos y disparó tres veces, cada carga dando a un rapiñador diferente.

Tenían una seguridad muy débil.

Caminó en dirección a la mansión, atravesando los campos y ganándose las miradas del resto. Podía escuchar los gritos y ordenes sin sentido de los rapiñadores a sus espaldas, pero el único zumbido que indicaba arma era el de la rander en su posesión y Louis tenía una misión: encontrar al eumin.

Y el único eumin que conocía era rubio, de marcado acento y ojos extremadamente azules. Necesitaba a Isaäk.

No le importaba que hicieran con él después. O cuánto lo torturaran.

Una mujer de cabello castaño caminó hacia él, vestía de igual forma que los rapiñadores, pero no llevaba ningún casco con muecas extrañas. La escopeta en sus manos le llamó la atención, era extraño ver un arma tan vieja, quizás ni funcionaba.

Las órdenes se detuvieron. La mujer tampoco abrió la boca, se limitó a apuntarle y sacudir la escopeta hasta que chispas salieron del extremo.

Hizo su mejor esfuerzo por esquivar el choque, pero sus piernas quedaron clavadas en el suelo, cerró los ojos y las piernas le fallaron, primero una después la otra. Dejó a la mujer en el suelo. Empezó a levantarse de nuevo, cargó la rander. El segundo choque eléctrico lo sorprendió, prolongó los temblores en sus piernas.

Disparó casi a ciegas, pero un grito le confirmó que había dado a alguien.

Su cuerpo estaba construido para soportar tortura y condiciones extremas, los rapiñadores lo sabían. Así que no se sorprendió cuando un tercer, cuarto y quinto choque impactaron su cuerpo.

Gritó. Se alzó de nuevo a pesar de que los temblores.

Louis superaba en altura y musculatura a todos los rapiñadores que empezaron a rodearlo, los superaba en resistencia, capacidad y técnica. Pero ellos no habían pasado las últimas semanas huyendo, siendo esclavizados, no, sus captores estaban en perfectas condiciones y no importaba que tan superior se considerara.

Iba a morir.

Al fin, se dijo luego de que el primer golpe le sacó algo de aire. Si no peleaba, si se dejaba golpear de un lado y otro sin oponer resistencia, eventualmente las heridas acabarían con él.

Cerró los ojos. Se dejó caer de rodillas. ¿Había sido intentar ayudar a la mujer una excusa? No, de verdad esperaba que alguien la ayudara, podía desangrarse si algo salía mal, y la vida de otras personas era importante. Debía ser importante.

¿Entonces por qué se rendía tan fácil? ¿Por qué pensaba recibir la muerte con brazos abiertos? Él tenía gente por la que intentar sobrevivir, había hecho promesas. Pero estaba cansado, no era capaz de encontrar algo para aferrarse. No iban a escapar de las plantaciones, nadie lo hacía, no con vida.

Lo tumbaron del todo al suelo, lo tomaron de las manos y lo arrastraron. La espalda le ardió.

Si lo hubiesen golpeado más, quizás entonces hubiese empezado a sentir dificultad para respirar. Solo sentía algo de dolor, más relacionado a las corrientes que a los golpes sin fuerza de los rapiñadores.

Lo ataron a un poste, después volvieron a golpearlo con electricidad. Gruñó. De no ser por esas armas, por la forma en que sus músculos se contraían involuntariamente, ya habría destrozado a cada uno de los hombres y mujeres interponiéndose entre él y la libertad.

Soltó una carcajada. Todavía se creía el mito de la fuerza de un eusol de élite, la mentira de su superioridad.

Sus brazos rodeaban el poste, le rasgaron la camisa negra. Tenía una vaga idea de lo que iban a hacer, no estaba seguro de tener la energía para aguantarlo, para sobrevivirlo.

Alzó la mirada al cielo, a la estructura de metal que sostenían las plantaciones. Antes rezaba a un dios, el de su familia, el de las cúpulas; después de perder a su pareja dejó de hacerlo, y ahora solo quería maldecirlo, gritar con toda la fuerza en su cuerpo y pedir la misericordia de una muerte rápida.

El primer latigazo logró sacarle un grito, el único.

El siguiente desgarre lo despertó. Olía a sangre, a su propio sudor mezclado con el de cientos de esclavos, a podrido, a desesperanza; el ambiente estaba lleno de murmullos, gritos y sollozos de alguien, pero no lograba ubicar de dónde venía.

Giró un poco la cabeza, podía ver a las personas congregadas para ver su sufrimiento. Casi todos con las manos llenas de sangre.

"Esto pasa cuando no sigues las reglas" gritaba cada uno de los latigazos.

Louis rezó al viejo dios que su sobrina no estuviese allí, que no supiera que era él quien moría ese día. No quería someterla a verlo sin poder, incapaz de continuar luchando.

Hizo un intento, de moverse, de romper la cuerda que ataba sus manos, patear al hombre que continuaba su tortura... pero el dolor empezó a manifestarse. Sí estaba débil, las raciones y tiempos de descanso que tenía no eran suficientes para recuperarse de nada.

¿Iba a morir?

¿Por qué?

¿Por qué siempre era él el torturado?

¿Qué razones tenían para hacerle sufrir de esa manera?

¿Acaso no había perdido ya lo suficiente?

Era como aquella vez, en la que lo ataron a una silla y le pegaron hasta que soltó el nombre de un bar cualquiera, en el que había visto actividades sexuales incorrectas, donde su hermana se había refugiado durante meses con una pequeña sin marcar.

También creyó que moriría entonces, pero solo despareció el mundo y dejó de sentir.

El último latigazo le arrancó un gruñido y después su cuerpo perdió todas las fuerzas que le quedaban.


-- Notas --

La parte de las plantaciones es la más complicada de escribir, por obvias razones.

Mil disculpas por demorarme resubiendo esta historia.

Creo que los comentarios de ahora en adelante tienen spoilers de lo que pasa más adelante, así que recomiendo no leerlos. 

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