10.
Louis recordaba haber golpeado a los rapiñadores, gritado hasta que la garganta le quedó con sabor a sangre y llorado en la misma cantidad.
Tenía el terror de su sobrina grabado en sus oídos, en sus ojos.
En algún momento les tiraron agua, los restregaron con paños hasta que toda la mugre quedó fuera de sus cuerpos y la piel tan roja que dolía cuando pasaba sus dedos por ella.
Miró al ruso dos veces en todo el proceso, la primera cuando le arrancaron el brazo y la segunda cuando le dio las gracias a los hombres que los maltrataban. Esos dos momentos bastaron para que lo detestara más, no se veía afectado, dolido, desesperado... no, a él le correspondía la mansión, no una casa de muñecas o las plantaciones.
Los vistieron con camisetas marrones y jeans desgastados, les cortaron el cabello hasta dejarlos con un corte militar, se deshicieron de las barbas y acomodaron de nuevo el brazo de Isaäk.
―Los amos los esperan en la sala principal ―dijo alguien mientras terminaban de afeitarlo.
En toda la mansión se escuchaban gritos, golpes contra el millar de puertas que adornaban las paredes blancas, tintineo de cadenas detrás de cada una. No fue capaz de alejar la imagen de Sofía, con las mejillas rojas de tanto llorar, acurrucada en un rincón y aterrada al verlo.
Ella volvería a temer por su vida, después de un infierno la había llevado a otro.
La sala principal se parecía mucho al lugar en el que los tuvieron antes, la única diferencia era el color rojo en los muebles y la cantidad de carroñeros que los observaban. Era toda la familia secundaria de los Lorch, con una sola persona faltante: la señora de la casa.
El mismo hombre que lo llamó viejo amigo se acercó, sin sonrisa, con las ojeras medio cubiertas por el maquillaje, había un tinte de locura detrás de sus ojos.
―Deben estar acostumbrados a este tipo de reuniones ―Juntó las manos ―. Es raro que poseamos gente de noble cuna, pero las reglas siguen aplicando: no se habla sin permiso, se obedece sin queja y la comunicación entre esclavos está prohibida. Los campos de cultivo pueden ser un poco más brutales con los castigos, pero me imagino que no le caerán mal a un traidor.
―Admiten que somos esclavos ―gruño Isaäk, alzando la mirada.
La bofetada llegó de improviso, el ruso quedó con la cabeza hacia la izquierda. Louis evitó apretar los puños, conocía muy bien a los Iridia, una gran familia que había abandonado el sistema de procreación de las cúpulas para caer en la locura producto del incesto y la mezcla entre humanos y eugines.
Su hermana solía llamarlos "monstruos de la naturaleza".
―Ahora que las reglas están claras ―dijo ―, aprenderás a comportante o terminarás en los cultivos. Sus jornadas empiezan mañana temprano.
Cuando terminó de hablar los arrastraron de nuevo, Isaäk fue metido a la fuerza en una de las puertas blancas y una mujer alzó a Sofía mientras esta lloraba para alejarla de él.
Louis solo fue capaz de mirarla mientras se alejaba, ella gritaba su nombre y suplicaba para que no se la llevaran. Solo fue capaz de susurrar un leve "lo siento" antes de perderla de vista por completo.
Sí el hotel le había parecido estrecho, el pequeño rincón en medio de decenas de personas era claustrofóbico. Olía a heces, sudor, muerte y enfermedad, la oscuridad era permanente y el silencio no existía en medio de los susurros.
Antes, en su otra vida, había dejado pasar rapiñaores con esclavos para los campos. Había traído prisioneros de las cúpulas para que los Iridia pudieran seguir supliéndoles de comida. Nunca se imaginó ahí, en medio de ellos, con el estómago revuelto y los ojos ardiendo.
Era casi cómico haber pasado de ser un respetado capitán con un brillante futuro, una prometida y un puesto en el concejo a un esclavo de los Iridia. Soltó una carcajada, que a mitad de camino se convirtió en un sollozo.
Pasó un brazo por su rostro, su piel todavía conservaba el olor a jabón. Nadie dijo nada mientras lo escuchaban llorar.
Ahí todos lloraban.
Después de la primera jornada los llevaron esposados hasta un taller, con una mano puesta en la cabeza para que solo pudieran ver sus pies.
Sofía soltó un pequeño grito al verlos, pero sus ojos no se posaron mucho en ella, en su cabello perfectamente atado o el vestidito blanco que llevaba, no, se fijaron en la herramienta al rojo vivo que sostenía un hombre de manos engrasadas.
Los iban a marcar. Iban a ser oficialmente propiedad. A partir de ese momento no había forma de fingir que aquella situación jamás había existido, esa marca...
Los hicieron arrodillarse en fila, solo podían ver los pies que iban de un lado a otro.
Isaäk intentó levantar la cabeza, impulsado por la curiosidad y recibió un golpe en la espalda que lo llevó al suelo lleno de grasa. Gruñó mientras volvía acomodarse con dificultad, todo su rostro quedó sucio.
―¡Tenemos un voluntario! ―exclamó el rapiñador que los custodiaba ―. Ciborg, cabeza arriba, eso es. Aquí, en el cuello, al frente.
Lo tomaron de la cabeza y lo hicieron irse más hacia atrás hasta enseñar el cuello en su totalidad. Los ojos azules se encontraron de frente con un hombre que no podía tener un año más que él.
Isaäk sintió el calor antes del ardor o el dolor. El grito retumbó en el taller, pero no fue consciente del momento en que escapó de su garganta. La marca quedó un poco más debajo de su mandíbula.
Sus ojos perdieron el último brillo que conservaban, reemplazado por la humedad de lágrimas. Lo dejaron caer, se golpeó de nuevo contra la grasa y de no haber sido un hombre orgulloso, se habría quedado allí, pero era un Kozlov y él no se dejaría humillar.
Cegado por el dolor hizo lo posible por volverse a arrodillar, fue lento y todo daba vueltas a su alrededor, era todo puntos negros, pero podía escuchar todo lo que ocurría con más claridad de la que le gustaba.
El muchacho que lo acababa de marcar caminó hacia Sofía, de haber tenido fuerzas se habría movido otro poco para tirarlo al suelo, llenarlo de grasa y colocar sus manos alrededor de su cuello hasta que dejara de respirar. De no haber estado por desmayarse del dolor, hubiese hecho algo para evitar que la niña fuera marcada como propiedad.
Pero no hubo necesidad de moverse.
Louis cayó al suelo con el hombre que llevaba el rojo vivo. Un rapiñador lo tomó por los hombros, el eusol se giró con facilidad y le dio una patada contra una de las piernas que lo hizo caer, el grito que soltó el rapiñador hizo que una sonrisa se extendiera por el rostro del soldado. Le había quebrado un hueso.
―¡En la frente! ―rugió el rapiñador ―¡Ya!
Isaäk cerró los ojos, de haber podido habría dejado de escuchar.
Louis no gritó, se limitó a soltar quejidos de dolor que solo martillaban los oídos del ruso, y los sollozos de Sofía creacían en intensidad. Al final un gritó acalló cualquier otro sonido, era el eusol incapaz de hablar, presa del dolor.
Sería mentira decir que el dolor de la marca se pasó cuando vio cómo se acercaban otra vez a la niña, la verdad era que estaba a segundos de colapsar por el dolor.
Isaäk logró ponerse de pie sin pensarlo demasiado, golpeó a la primera persona que intentó detenerlo con una patada y al siguiente con la cabeza.
Derribó al muchacho. La herramienta se clavó en su brazo izquierdo, el que estaba hecho de piel, el que sí sentía.
Gritó tan alto como sus pulmones le permitieron. Luego le siguieron patadas contra su cuerpo que lo enviaron lejos de la realidad, hasta que decidieron dejarlo en paz y alguien se lo echó al hombro para llevarlo de vuelta a la mansión.
Su mente se perdió en el dolor, tan similar al primero que llegó a experimentar, cuando por ser un Kozlov había sido apresado, cuando la misma política de su cúpula lo había obligado a estar en una celda pequeñita, con dos comidas al día y convertido en nada más que un cuerpo para experimentar.
Fue solo cuestión de días desde que perdió a sus padres para que le cortaran el brazo derecho, y unas horas después empezaron a probar cientos de cosas a ver si podían hacer que creciera de nuevo.
Cuando le pudieron el brazo robótico, fueron más lejos.
Le quitaron su humanidad.
Despertó con dolor en el pecho, un grito atascado en la garganta, todavía podía ver la silueta de los cirujanos, todos rubios y altos, la curiosidad detrás de las mascarillas mientras analizaban un corazón palpitante.
Su corazón.
Se tocó el pecho, su corazón mecánico seguía dentro, las siluetas de personas desaparecieron cuando recobró del todo la consciencia. La vieja cicatriz era apenas notable. La acarició arriba y abajo hasta que se convenció de que no necesitaba calmar su pulso, nunca se alteraba.
Tocó con cuidado la quemadura del brazo, habían puesto algo pegajoso en ella. Suspiró, tenía miedo de perderlo.
Observó la habitación, no era el lugar que le habían otorgado en un principio, allí solo había un simple colchón y paredes oscuras. Movió ambas piernas para levantarse y se impulsó como pudo con ambos brazos, las cadenas de luminium tintinearon y volvió a caer encima del colchón.
Estaba atado al suelo.
Estaba en una celda.
Una demasiado oscura.
El grito volvió a quedarse atrapado en su pecho.
Revisó las opciones de su brazo de tintes azules en busca de la linterna, la pequeña lucecita de tono púrpura hizo que su estómago se revolviera al ver como habían apresado sus piernas: dos aros lisos las atrapaban, con cadenas al final, tan apretadas que dejarían marcas.
Le asustó no sentir dolor.
Tanteó en busca de algún botón o algo similar a una cerradura, necesitaba alejar sus pies. Pero no había nada, era solo metal contra su piel a forma de tortura, quizás la falta de dolor era solo que se había acostumbrado.
La última vez que estuvo atado... no, fue hace demasiado tiempo. No podía volver a ser un prisionero, no podían quitarle la capacidad de andar, de existir en el mundo así fuese sirviendo a otros.
Eventualmente encontraría como huir, siempre lo hacía. No había existido prisión que pudiera contenerlo y una plantación de esclavos no sería la primera.
Sostuvo la cadena con ambas manos. Arrancó la cadena de la pierna izquierda de un solo tirón, después quitó la de la derecha. Tanteó el suelo con los pies, intentando volver a encontrar fuerza en ellos, se enderezó y tambaleó cuando el mundo pareció darle vueltas.
Una puerta se abrió con un desliz, la luz iluminó la celda. Una mujer de cabellos negros y vestido blanco se acercó.
―Detesto los colores oscuros ―dijo ―. ¿Y me obligas a venir a este lugar desagradable?
Isaäk frunció el ceño, ¿había activado alguna alarma al arrancar las cadenas?
―Ponte en pie, tu castigo ha terminado.
―Hecho ―Sintió la carcajada formándose en su garganta.
―Inútiles ―susurró la mujer―. ¿Olvidaron quitarte el brazo? Imbéciles, ¡alguien para quitarle el grillete!
Vera apareció un tubo largo y delgado, se veía sucia, con el cabello corto vuelto un nido sobre la cabeza y las cejas tan juntas que parecían una sola.
Lo lastimó cuando clavó metal contra metal. Se quejó y ella tan solo jaló con fuerza hasta que una de sus piernas se vio libre. Se llevó una mano a la boca, sangraba demasiado y tenía un aro de carne viva.
El otro grillete lo abandonó con menos dolor.
Le dedicó su mejor sonrisa a la mujer de blanco, ella le devolvió una mueca de asco desde la salida. Fingir que nada le afectaba, que el dolor era solo momentáneo.
El primer paso dolió menos que el segundo, pero se rehusaba a mostrar debilidad ante nadie, en especial cuando ahora no era más que un simple esclavo. Pero no sería para siempre. Él mismo se encargaría de asesinar a cada uno de esos monstruos y lo disfrutaría.
―Normalmente soy encantador ―dijo al hacerse frente a ella―, hay quien diría que hasta guapo.
La mujer lo miró de arriba abajo, sin sonrisa alguna y no volvió a mirarlo mientras lo guiaba por los pasillos blancos de piso inmaculado que él manchaba de sangre.
Extrañaba las horas en que estuvo limpio y hermoso, en ese momento tenía la apariencia de cuando había llegado, sucio, ensangrentado, marcado.
Se estremeció cuando una corriente de aire chocó contra su cuerpo. El maldito aire siempre había sido un problema, la razón para las cúpulas y sus reglas estrictas, incluso parte de sus modificaciones genéticas como eugines eran para un menos consumo de oxígeno.
La mujer abrió una puerta.
Isaäk dudó antes de entrar, desconfiaba de cualquiera que se mostrase levemente cortes en un ambiente como ese, en especial con él: ruso y ciborg. Tenía que haber algo más detrás de aquello.
―Es el único lugar seguro de toda mi mansión ― La mujer cerró la puerta detrás de ella ―. Aquí nadie nos va a escuchar.
La miró a los ojos, de color dispar, una pequeña cicatriz recorría su parpado derecho y los labios pintados de blanco se veían resecos. El cabello negro le caía en los hombros, no había ninguna arruga en su rostro y poseía un encanto que sería envidiado en las cúpulas.
Ella no era una de las monstruosidades de los Iridia, ella si había sido hecha en un laboratorio.
―Tengo un trato, Isaäk ―Caminó hasta el sofá blanco.
―Escucho ―dijo, haciendo lo posible por no moverse, por no tener ningún tipo de esperanza.
Conocía ese tono de voz, era el que empleaban los eugines cuando querían contratarlo como sicario, ladrón o espía. No importaba. Siempre sonaban igual, entre lo que sus cuerpos les permitían expresar.
―Libertad ―sonrió ―. A cambio de unos cuantos trabajos para mí.
La mujer tomó una botella y sirvió el contenido transparente en una copa.
―¿Cómo sé que nos puede otorgar la libertad?
―Soy la dueña de este cultivo ―dijo ―. Rebeca Iridia, concejal de recursos.
Tomó un sobro
―Aunque no sé si mi título todavía se reconoce en la cúpula.
Isaäk se abstuvo de decirle que no.
―Por ese nos que incluiste, ¿asumo que esperas también libertad para los traidores Red?
Isaäk asintió.
―No veo porque no sería posible.
Le sonrió. No iba a preguntar de inmediato qué trabajos eran, le bastaba con ver el brillo en los ojos muertos de un eugin original, cumpliría su palabra y él se encargaría de acabar con todos. Fuese eso lo que la señora Rebeca quería o no.
―A su servicio, señora.
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