Capítulo 35

Nos quedamos en esa posición por unos cuantos minutos, y mientras yo trataba de recobrar el aliento, Vergil se mantenía acariciando mi cuerpo despacio, desde mi cabello hasta mi cintura, pasando por mis brazos.

—¿Estás bien? ¿Te ha gustado? —Me susurró él al oído.

—Me ha encantado, Vergil. De verdad —suspiré, me pesaban los párpados.

—Tomemos un último baño, ¿te parece? —Yo asentí con la cabeza y él se levantó. Escuché que abría el grifo del agua en el baño, pero pronto caí dormida casi sin darme cuenta.

Aunque no duré mucho tiempo dormida, ya que tras unos instantes el agradable calor del agua caliente de la bañera me despertó. Gruñí un poco y cuando mi visión se aclaró pude ver a Vergil metiéndose conmigo al agua, sentándose tras de mí mientras mojaba con mucho cariño y cuidado mi cabello.

—Te amo tanto —susurré, sus dedos habían comenzado a masajear mi cuero cabelludo, haciendo espuma con el champú mientras que yo suspiraba de puro placer y gusto —. ¿Cómo te las apañas para hacerlo todo tan bien?

—No soy perfecto, no hace falta que me idealices de esa manera —comentó mientras aclaraba todo el producto.

—Muy tarde para decirme eso —estaba tan cansada que solo podía hablar en susurros mientras acariciaba sus fuertes piernas por debajo del agua.

—Bueno... —cedió él, deslizándonos un poco más adentro de la bañera. Ahora el agua me rozaba la barbilla, aunque a él apenas le llegaba a la base del cuello.

Pronto sus brazos me envolvieron en un cálido y reconfortante abrazo mientras dejaba un suave beso en lo alto de mi cabeza. Permanecimos así por un rato, en completo silencio, pero no fue incómodo ni nada por el estilo, al contrario, fue un momento mágico y perfecto entre nosotros, completamente íntimo.

Pasado ese tiempo me di la vuelta, quedando cara a cara con él y comenzando a besarle despacio, dándole besos tímidos e inocentes, sin intención de profundizar nada, tan solo disfrutar de un pequeño rato de besos. Me declaraba adicta a sus labios sin ningún tipo de vergüenza.

Sus manos comenzaron entonces a deslizarse por mi espalda, de arriba hacia abajo, pero él tampoco me tocó demás, simplemente se mantuvo entretenido haciendo eso. En respuesta yo acuné su rostro con mis manos y seguí besándole, sintiéndome como una tonta adolescente enamorada, aunque una muy feliz.

Por alguna extraña razón sentía que estaba recuperando parte de mi adolescencia al vivir todo esto. Estaba experimentando cosas en la edad adulta que quizá ya tendría que haber hecho de adolescente, pero que no hubo chance a que se dieran en aquellos años.

Me sentía agradecida con Vergil por eso, él me estaba regresando parte del tiempo que aquel bastardo se llevó, y creo que jamás podría compensarle por ello.

No fue hasta que el albino quitó mis lágrimas con sus pulgares que me di cuenta de que estaba llorando, y cuando eso pasó él me estrechó con fuerza, pegándome a él todo lo posible, nuestras almas en completa sintonía.

—Sh... —chistó él, pasando su mano por mi cabello y espalda —. ¿Qué pasa? —Yo negué con la cabeza.

—Nada, solo que me siento muy agradecida contigo, es todo —respondí contra su cuello, besándolo. Vergil suspiró y bajó un poco la cabeza para besarme en la mejilla.

—Siempre estaré para ti, Carol. Te protegí una vez, y lo haré hasta el fin de mis días —prometió.

Volvimos a quedarnos en silencio después de eso, y un rato después decidimos salir de la bañera. Vergil me envolvió en el albornoz de nuevo, se ató una toalla a la cintura y me ayudó a secarme el pelo con un pequeño secador que había en el baño.

Tras eso salimos del baño y me puse el tanga junto con la camisa negra de Vergil, ya que me quedaba grande y me hacía sentir muy cómoda. Por su parte, el albino simplemente se volvió a poner su bóxer negro y salió al enorme balcón de la habitación, apoyándose en la barandilla y mirando las luces de la ciudad. Incluso a esta hora había muchísima gente por la calle.

Aproveché que estaba distraído y fui hasta mi bolso, sacando el libro que le había comprado.

—Verge —pese a que era Dante quién le solía llamar así, yo también había tomado la costumbre de usar aquel apodo.

Él se giró hacia mí, dándole la espalda a la ciudad para centrarse en mi persona por completo.

—Felices cuatro meses —deseé, extendiéndole el libro, completamente envuelto en papel de regalo.

Él sonrió y aceptó con gusto el regalo, rasgando el papel con cuidado y agradeciéndome mientras lo hacía.

—Yo también tengo algo para ti —comentó entrando de nuevo a la habitación y yendo hasta el recibidor, donde había dejado el maletín de cuero negro que solía usar para el trabajo.

Le miré asombrada, la velada había sido regalo más que suficiente, no necesitaba más. Aquel día había sido absolutamente perfecto.

—No es necesario, Vergil. Todo lo que has hecho esta noche es un regalo más que perfecto —le dije, él negó con la cabeza y, como las velas se estaban empezando a apagar por sí solas tocó una pequeña rueda en un cuadro de interruptores, poniendo las luces del lugar al mínimo, manteniendo el romántico ambiente.

—Siéntate y cierra los ojos —ordenó.

Suspiré e hice lo que él me pidió, tomando asiento en el sofá de cuero negro que había junto al ventanal que daba al balcón. Pronto sentí que los cojines se hundían a mi lado, ya que Vergil había tomado asiento junto a mí, poniendo algo sobre mis piernas.

—Ya puedes abrirlos —dijo.

Miré mi regazo y descubrí una bolsa de la marca Prada ahí. No lo podía creer, tapé mi boca con mi mano derecha.

—Vergil... —susurré, no lo podía aceptar, de ninguna manera podía aceptar aquello. No sabía siquiera qué era exactamente, pero definitivamente no podía aceptarlo.

—Sólo ábrelo, te lo mereces —insistió él.

Le miré mal, muy mal. Esto era lo único que no me terminaba de gustar de estar con él: los regalos extremadamente caros.

Finalmente, y sintiéndome totalmente resignada, abrí con cuidado la bolsa de tela y saqué lo que había dentro: un pequeño bolso de correa larga de color negro y azul, con detalles dorados en la solapa y la correa.

No sabía cuánto le podría haber costado, pero si era sincera prefería no saberlo, ya que yo misma alguna vez sentí la curiosidad de mirar los precios de esa marca y muy pocas cosas bajaban de los mil dólares.

—Te has pasado —le dije con los ojos llenos de lágrimas.

—Lo importante es que te haya gustado —repuso él, encogiéndose de hombros.

—Pues claro que me ha gustado, Vergil. Pero siempre te pasas con los regalos —y era cierto, siempre me regalaba cosas de gran valor, y cada vez se superaba más y más a sí mismo.

—Te lo mereces, esto y más —concluyó él, acercándose a mí y dándome un tierno y suave beso en los labios.

Un rato después, y mientras yo estaba recostada en la cama, Vergil fue hasta la pequeña nevera de la habitación y sacó una botella de Moët & Chandon Rosé y un generoso paquete de fresas frescas. Definitivamente el albino había pensado en todo para aquella noche.

Se sentó junto a mí en la cama y me acercó una fresa a la boca, que yo agarré con mis labios delicadamente, mirando a los ojos a Vergil en todo momento, viendo como esas brillantes llamas azules resurgían en su mirada mientras desabrochaba los botones de su camisa, exponiendo mi piel.

Poco después, y tal y como había hecho en el jacuzzi, él volvió a derramar champán sobre mi cuerpo, dejándome saber que tenía un fetiche con eso, lo que me hizo preguntarme qué otros fetiches tendría el albino.

Intenté pensar en todo lo que había estado aconteciendo, pero Vergil me sacó de mis pensamientos al derramar aquella costosa bebida sobre mi centro, lamiendo y chupando casi inmediatamente para no desperdiciar nada sobre la cama. Estaba tan sumida en mis pensamientos que ni siquiera me había dado cuenta de que me había quitado el tanga.

Solté un pequeño grito de sorpresa cuando hizo eso, y a él pareció gustarle bastante mi reacción, ya que una perversa sonrisa se formó en sus labios.

Estuvo así durante unos minutos, y cuando notó que estaba a punto de correrme él se separó y se puso un condón, levantando mis piernas hasta apoyarlas en sus hombros e inmovilizando mis manos por encima de mi cabeza con su cola.

Y ahí estaba otro de sus fetiches: la dominación y la restricción hacia su compañera.

Grité cuando se introdujo en mí con una sola estocada, sosteniendo su peso con su mano izquierda mientras que mantenía su derecha agarrando mi cadera. Nuestros ojos estaban fijos en los del otro, aunque Vergil rompió el contacto visual al girar la cabeza para morder mi muslo derecho, haciéndome gritar de puro placer.

Y sin duda alguna ese era otro de sus fetiches: morder. Seguramente era algún tipo de costumbre demoníaca en pos de marcar territorio.

Estaba tan excitado que ni siquiera esperó para moverse, así que una vez que estuvo dentro se retiró y volvió a entrar con fuerza, manteniendo aquel ritmo fuerte y preciso por unos minutos, subiendo la velocidad de sus movimientos poco a poco, aunque manteniendo la intensidad y profundidad de sus estocadas.

Quería estirar los brazos y aferrarme a los suyos, sus bíceps estaban tensos y se podían diferenciar fácilmente, cosa que se me hacía irresistible. Lloriqueé, retorciéndome para ver si me soltaba, pero no hubo manera, él me mantuvo así en todo momento, satisfecho ante su dominancia.

Unos minutos más tarde, cuando ya el ritmo de sus estocadas había alcanzado su punto álgido, noté cómo el orgasmo comenzaba a construirse en mi ser, este iba a ser devastador, tal y como los demás.

—¡Vergil, no pares Vergil, por favor! —Supliqué.

Él me dedicó una fugaz mirada y siguió bombeando, alternando sus mordiscos. Tenía claro que me iba a dejar las piernas completamente marcadas, ya que sus colmillos se habían vuelto más afilados. No sabía por qué habían cambiado, su época de celo había terminado hacía dos semanas, pero si era sincera me daba igual, me gustaba lo que estaba haciendo y no me importaba que me dejara marcas, ya que, a fin de cuentas, él era el único que podía verme en ropa interior.

Finalmente, alcancé el clímax con un grito que me desgarró la garganta, llorando de nuevo de puro placer y manchando el pubis de Vergil y parte de su abdomen con mis propios fluidos.

El albino siguió moviéndose, alargando mi orgasmo para poder alcanzar el suyo propio, mordiéndome con mucha más fuerza en ese momento, como cuando me mordió en la espalda. Sentí un dolor fino y punzante, aunque lo disfruté como una verdadera masoquista. Podía jurar que esa fue la sensación más brutal y placentera que había experimentado en toda mi vida.

Me soltó la pierna y se dejó caer jadeante sobre mí, rodando en la cama para no aplastarme.

Me quedé sin aliento al mirarle, pero no sentí miedo, simplemente sorpresa: tenía sangre tiñendo sus labios. Mi sangre. No era mucha cantidad, pero sí la suficiente para hacer que mirara mis piernas: solo un mordisco tenía sangre saliendo de él, el último que dio, justo encima de mi arteria femoral.

Vergil debió darse cuenta de mi expresión, pero antes de que pudiera decir nada le acallé con un beso, saboreando el regusto metálico de la sangre.

—Está bien —susurré, lamiendo sus labios e iniciando un salvaje y voraz beso. 

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