Capítulo 74
Luego que Adara despertara, el drider fuera curado y enviado a retornar a su hogar en la profundidad de las avenidas subterráneas que conectaban a la metrópolis de los drows con el exterior, y que Cerias fuera puesta bajo un hechizo que la obligaba a moverse bajo los mandatos de la diosa, el grupo fue teletransportado hasta las afueras de la Ciudad Oscura. Entrar no fue difícil, pero tampoco fue fácil. Además de ser detenidos por los guardias locales, más los del palacio, tenían que soportar ser perseguidos por un creciente número de curiosos.
La escena se repitió varias veces hasta que Loth se detuvo a pasos de internarse en el gigantesco puente que dividía al barrio pobre del rico en la Ciudad Oscura y sus orbes ónices se clavaron en las torres del gran templo, las cuales lucían como garras levantándose imponentes sobre los lujosos edificios del barrio rico. El grupo de drows que los seguían hicieron lo mismo, ansiosos de saber por qué la Gran Sacerdotisa de Loth era arrastrada con cadenas por la ciudad. Los pobres no eran capaces de reconocer a los nobles que los regían ni la forma bondadosa de su diosa, pero sí conocían el rostro de su sacerdotisa pues todo el mundo, sin importar cuánto dinero poseían, debía presentar a sus recién nacidos en el templo para ser marcados y bendecidos por su divinidad.
—Hagamos una entrada que no sea olvidada por generaciones —propuso la Madre Luna mirando a sus avatares, quienes la flanqueaban. Cuando tanto Itagar como Adara asintieron, la diosa comenzó a cambiar frente a la atónita mirada de la multitud. Su frente se alargó para acomodar tres pares de ojos adicionales, los cuales se tornaron igual de plateados que los de Itagar, mientras de su boca surgían dos quelíceros mostrando filosos colmillos. Sus piernas perdieron su forma y la tela de su lago vestido de seda se desgarró para acomodar el gigantesco abdomen de una araña que se apoyaba sobre ocho patas segmentadas, largas y delgadas. Su largo cabello blanco creció más, cayendo entre las alas que surgieron de su espalda como una cortina alrededor de su cuerpo arácnido y haciéndole cosquillas a los segmentos superiores de sus patas delanteras.
Murmullos y exclamaciones recorrieron la multitud expresando su sorpresa, alarma y adoración antes que se postraran ante su deidad. Encarando a sus adoradores a la vez que sus pechos y abdomen eran cubiertos por una fina toga sacerdotal, sus cuatro pares de ojos se pasearon entre los presentes, divisando al grupo de soldados que había intentado detenerlos cuando entraron en la ciudad y sus quelíceros se retrajeron en su boca para que una sonrisa tomara su lugar.
—Levántense, mis criaturitas de la oscuridad, yo solo vine a ponerle fin a la traición de su gran sacerdotisa —explicó Loth, cerrando sus dedos alrededor de un bastón mágico con un cristal en forma de hoja en el tope que se iluminó en tonalidades turquesa una vez estuvo en posesión de la deidad—. No tienen por qué temerme… aún.
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Una hora después, Itagar se hallaba parado en medio de las escaleras que conducían a las puertas del Gran Templo de Loth, sosteniendo a la vencida Cerias por el cabello mientras la mujer luchaba para permanecer de rodillas frente a su perdición. La mirada fría y calculadora con que la Señora de los Ojos Brillantes observaba a su próxima víctima difería bastante de la sorpresa y reverencia con que los habitantes de la ciudad y los guardias imperiales presenciaban el evento. La mayoría de todas aquellas almas nunca habían visto a su diosa, mucho menos en su forma despiadada, así que el que la deidad apareciera frente a la Sombra de Kaesir y una extraña que tenía un contrato de fidelidad tatuado en su cuerpo para juzgar a la gran sacerdotisa había sido el chisme del siglo para muchos.
—¿Sabes por qué estás frente a mí, Li’Cerias Asherus? —La voz gutural de la divinidad resonó por el lugar, callando todos los murmullos al instante mientras el torso élfico de Loth se inclinaba hacia su víctima.
—¡Yo no hice nada malo, quien asesinó a todos en el templo fue Yis L’Itagar Gamel’le! —respondió la fémina con furia contenida que hacía temblar su cuerpo—. Y me hubiera degollado a mí también si no lo hubiese hechizado.
—El general devolvió esas almas al palacio del Segador porque yo le ordené limpiar mi templo de la corrupción que lo plagaba —dijo Loth con autoridad a la vez que extendía sus alas de piel—. ¿Por qué había tanta suciedad en mi lugar sagrado?
—No lo sé —respondió Cerias con ojos desafiantes, llenos de odio—. Él era el general de la guardia del templo, debió haber sido el culpable.
—¡No mientas en mi cara, pecadora! —exclamó la deidad, alzó los brazos en el aire y la imagen holográfica de una mujer siendo violada por dos elfos oscuros se proyectó para ser presenciada por todos los presentes—. Lo lamento, Aquel que la noche oculta, pero ésta es la única forma de limpiar tu nombre —susurró antes de dirigirse a la población que se arremolinaba al pie de las escalinatas del templo—. Mis hijos oscuros, sean testigos de los pecados pasados y presentes de esta traidora. Vean y juzguen con sus propios ojos si el general es culpable de otra cosa que velar por mis intereses.
Itagar no levantó la vista hacia la magia que proyectaba su pasado como si tratara de una de esas cosas que los midgardianos llamaban películas, pero no pudo evitar que los sonidos llenasen sus puntiagudas orejas. Poco a poco sus secretos fueron develados a toda la Ciudad Oscura, haciendo que la humillación creciera en su corazón. Sabía que era necesario para que su sar’gek y él pudieran vivir en paz; sabía que su diosa no lo estaba lastimando adrede, sin embargo, ese conocimiento no hacía nada para suavizar el remordimiento, la furia y la mortificación de sentirse expuesto como un esclavo a la venta.
Sus dedos se aferraron con mayor fuerza a la cabellera de su prisionera y jalaron, arrancando un gemido que sonaba demasiado placentero para su gusto. La maldita aún disfrutaba del dolor. Estaba a punto de bajar la mano y comenzar a ahorcarla, aún sin el permiso de su deidad, cuando una delicada mano se posó sobre su hombro antes que unas alas negras azuladas lo envolvieran desde la espalda.
—Lo siento tanto, amor —susurró Adara, recostando la frente sobre la parte trasera de su hombro y envolviéndole la cintura con sus delicados brazos tatuados.
Una ola de amor y calidez bañó su interior, sofocando las llamas de la furia y cubriendo las heridas que continuaban abiertas a pesar del paso del tiempo. Era reconfortante saber que de ahora en adelante habría alguien a su lado ofreciendo su apoyo sin condiciones ni juicios. Adara sería como la sombra tras sus pasos, ayudándolo a seguir adelante con la frente en alto.
El sonido de sus recuerdos cesó para ser reemplazados por los murmullos, exclamaciones y hasta gruñidos de la multitud. Cerias comenzó a protestar, clamando que todo era mentira, un invento de la deidad para destruirla, pero antes que él pudiera callarla, la fémina desapareció de sus manos.
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