Capítulo 70
El drow en cuestión se sintió mareado de pronto a la misma vez que trastabillaba hacia atrás y su bestia interna golpeaba contra los barrotes de su celda exigiendo la sangre de la mujer frente a él. Su mente repetía el recuerdo del corazón de Cerias en sus manos sin poder aceptar tal evento como una ilusión. Había sido demasiado real, demasiado intenso para ser falso.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué, cariño? —preguntó la sacerdotisa, acortando la distancia entre ellos que él había creado y atreviéndose a acariciar la mejilla del aturdido elfo.
—¿Cuándo comenzó la ilusión? —su voz sonaba monótona, sin vida.
—Segundos después que destripaste a Sheif —confesó ella, alzándose en las puntas de sus pies hasta sentir el aliento cálido del exgeneral sobre sus labios—. Para cuando le diste la espalda a mi pobre guardia, ya estabas viendo lo que yo quería que vieras, saborearas, sintieras y olieras. Todos tus sentidos estuvieron bajo mi control, por eso fue la ilusión perfecta.
El rostro de él perdió toda emoción y, aferrando la mandíbula femenina con brusquedad, unió sus labios en un beso feroz. Ella gimió en sus manos de inmediato, colgándose de su cuello para soporte mientras él le rodeaba la cintura con su brazo derecho y la pegaba a su cuerpo. Otro sonido escapó de la sacerdotisa cuando le mordió el labio inferior, profundizando el beso a la vez que su mano izquierda desenvainaba la daga colgada de ese lado. Liberando un gruñido fingido, aumentó la fuerza sobre la cintura femenina y su muñeca se movió, pero el arma fue detenida a centímetros del costado de Cerias por una fuerza invisible.
Rompiendo el beso, Itagar rugió de frustración y saltó hacia atrás, apartándose de la sacerdotisa antes tomar una postura defensiva.
La mujer, aún con la apariencia de Adara, achicó la mirada sobre él, deseando poder fulminarlo con ésta. Sus ropas comenzaron a cambiar al instante, remplazadas por una sexy cota de malla que parecía un vestido, adornada por amenazantes brazales y botas moradas con espinas metálicas en los bordes, y una corona de un plateado azuloso imitando las garras de un monstruo.
—Maldito cobarde, guerra es lo que quieres, guerra es lo que tendrás. Vas a ser mío o de nadie —afirmó con una sonrisa cruel mientas un látigo con tres colas y filosos ganchos al final de éstas apareció en su mano. A la misma vez, dos gigantescas arañas surgieron de las sombras tras la mujer, flanqueándola como tenebrosos guardaespaldas.
¡Mierda! Ella está aquí como princesa del Reino Occidental, el rey y los guardias imperiales deben haber venido desde la capital en su ayuda.
—Yo nunca volveré a ser tuyo, bruja desquiciada —respondió él, aumentando la fuerza con la que sujetaba sus armas. Las runas en sus dagas negras brillaban con la intensidad de la luna en el oscuro túnel.
—¡Entonces acabas de firmar tu sentencia de muerte, bastardo! —gritó mientras golpeaba el suelo con el látigo, provocando que algunos de los cristales sobre sus cabezas temblaran, amenazando con caer. Sin embargo, cuando la vibración se detuvo y las amenazantes dagas permanecieron en su lugar las arañas se movieron hacia adelante, abriendo sus fauces y levantando sus enormes patas delanteras.
La más grande de las dos bestias protegiendo a Cerias, aquella que tenía tres de sus seis ojos blancos debido a una vieja cicatriz que los atravesaba, tendió una peluda pata en dirección a Itagar como si probara el aire. El elfo dio dos pasos hacia atrás, alzando sus dagas cuando el animal escupió un chorro de líquido en su dirección. Moviéndose con la velocidad que le había sido otorgada por su diosa, el exgeneral se lanzó al suelo y rodó fuera del alcance de aquella substancia hasta chocar con un grupo de cristales. Por mala suerte, esa movida lo dejó en el área de ataque de la segunda araña.
—Eso es, mis niñas, acorrálenlo hasta que no tenga a donde huir —exclamó Cerias a la misma vez que el segundo arácnido se impulsó hacia adelante, abriendo sus fauces y mostrando sus largos colmillos cubiertos por baba translúcida.
Guiado por el instinto, Itagar se puso de pie y, moviendo las dagas como una tijera, cortó los quelíceros del animal, esa parte suave y peluda de donde emergían los colmillos superiores, haciéndolos volar en direcciones opuestas. El chillido que obtuvo en respuesta fue suficiente para obligarlo a saltar lejos de la criatura y taparse las orejas en un intento por bloquear el sonido que taladraba un camino hasta su cerebro.
En cambio, las trampas mortales que colgaban del techo del túnel no resistieron la oportunidad de empalar a lo que podrían ser sus primeras víctimas en años y se precipitaron silbando hacia el suelo. Dos filosos cristales cayeron a solo pasos del exgeneral mientras uno de la altura de un hombre casi parte a Cerias en dos antes de hacerse añicos con un agudo chillido al impactar contra el rocoso suelo.
Sin embargo, aquello era tan solo el principio de una cadena que transcurrió en minutos.
La araña con la cicatriz trepó a la pared derecha del túnel, lejos de cualquier peligroso cristal mientras su compañera herida era atravesada en el abdomen por un enorme prisma azulado, arrancando otro chillido agonizante del animal antes de que se callara para siempre. Más cristales comenzaron a tambalear y caer justo cuando una especie de red rojo brillante cubrió el techo con rapidez. El color se desvaneció en un instante, pero la red permaneció pues se podía escuchar y ver como se derretían los cristales que entraban en contacto con ella.
Itagar reconocía ese hechizo ya que era el mismo que solía cubrir la entrada de su prisión. ¡Maldición, eso será un arma de doble filo!
—¿No hay agradecimiento por salvarte la vida? —reclamó la sacerdotisa, abriendo los brazos mientras el arácnido restante volvía a su lado. Al no recibir respuesta, el rostro de la drow se endureció y sus ojos llamearon—. ¿No?, entonces me tocará aplicarte un castigo.
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