Capítulo 30 ✔

Cuando Adara despertó la mañana siguiente, acomodó su pijama de Inuyasha, trenzó su cabello y atravesó el pasillo hasta la sala. Allí, en medio de la semipenumbra otorgada por las ventanas cerradas, descansaba Itagar— acostado en el sofá que había sido transformado en cama la noche anterior— con la frisa que ella le había dado corrida muy abajo sobre sus caderas. Los pantalones de cuero se hallaban en el suelo, hechos un montoncito cerca de la cabeza del sofá-cama mientras dejaban ver sólo los mangos de las amenazantes dagas oscuras con las que su chico había llegado.

Una sonrisa curvó sus labios a pesar de todo y sacudió su cabeza de lado a lado antes de acercarse a su hermoso drow. Por lo que podía observar, además de mostrar una leve erección, su chico debía estar desnudo bajo la frisa. Sin embargo, se obligó a enterrar su miedo en lo profundo de su ser antes de llenar sus pulmones y sentarse a su lado. Se veía tan inocente e infantil cuando dormía que Adara no podía más que suspirar con el cuadro.

Sus facciones finas y angulares lucían más suaves, casi femeninas, mientras sus ojos estaban escondidos bajo su antebrazo izquierdo, como si le incomodara la poca luz que se filtraba entre las esquinas de las ventanas. El cabello blanco se partía como una cortina sobre su frente para luego abrirse en abanico sobre la almohada y precipitarse por el borde del reposabrazos.

Itagar era como una pintura de los grandes maestros del pasado, todo perfección y belleza.

La sonrisa de ella se hizo más pronunciada y sus dedos acariciaron fantasmales la piel color carbón de aquel firme pecho cuando su mano se congeló de inmediato. Un temblor la recorrió desde la punta de sus dedos hasta su nuca. La sensación de músculos masculinos bajo sus dedos había traído recuerdos que era mejor olvidar, mas se negaban a abandonarla. Imágenes de sus manos acariciando con deseo un torso gris oscuro más delgado y menos definido que el de Itagar mientras ella intentaba desesperadamente detener tales acciones sin obtener resultado, llegaron a su mente con absoluta claridad.

Cerró los ojos y apartó un ensombrecido rostro de su huésped.

¿Por qué estaba admirando a Itagar de aquella manera cuando ellos ya no tenían futuro? Estaba rota, incapaz de ser tocada como ambos lo deseaban en el fondo. Era inútil intentar continuar una relación con él. Sacudiendo la cabeza, la tristeza llenó sus irises antes de que se impulsara para levantarse.

Una mano se cerró sobre su muñeca con la misma inflexibilidad de unas esposas y luego fue halada al sofá-cama. El grito ahogado que emitió al inhalar en sorpresa fue lo suficientemente bajo como para no despertar al drow, pero igual de desesperado que si hubiera gritado a todo pulmón. El rugido de su sangre corriendo llenó sus oídos mientras sus músculos se tornaban de piedra y frío inundaba su cuerpo a pesar del incremento en su presión sanguínea.

—No te vayas, Adara. Quédate aquí conmigo —le susurró Itagar al oído con la lengua pesada por el sueño y, rodeando su cintura con un brazo, la atrajo hacia su pecho—. Jamás permitiré que te encuentren.

Un escalofrío descendió por la columna de la muchacha al sentir el aliento del drow sobre su piel mientras el miembro masculino se acomodaba entre sus nalgas, endureciéndose con cada respiración. La adrenalina inundó sus venas, urgiéndole a apartarlo de ella y correr hasta la seguridad de su cuarto, pero su corazón se había partido en pedazos con aquellas palabras murmuradas entre sueños.

—Te amo, mi sar’gek —murmuró su chico, apretándola más hacia él.

Una sofocante presión surgida de su corazón subió por la garganta de Adara hasta transformarse en un sollozo desesperado que escapó de sus labios y sus ojos se desbordaron con lágrimas de inmediato. Sus hombros se sacudieron con la fuerza del sentimiento mientras ella se hacía un ovillo y escondía su rostro entre sus manos.

No, no me digas eso. No puedes amarme, no ahora.

¿Qué iba a hacer? ¿Cómo encontraría la fuerza de voluntad suficiente para apartarlo de ella cuando su estúpido corazón palpitaba desbocado ante tal declaración? Ella ya no servía como mujer por lo que tampoco se desempeñaría bien en una relación. Era inútil lo que ambos sintieran el uno por el otro.

Otro sollozo la sacudió y ya no pudo retener el dolor que apuñalaba su lastimado corazón. Llorando abiertamente, tembló con tal violencia ante la avalancha de sentimientos encontrados que el hombre a su lado se removió antes que su voz, ronca por los efectos del sueño, sonara tras ella.

—¿Adara? ¿Qué..?

Itagar sacudió la cabeza para despejarla un poco y tragó en seco al ver su brazo sobre su colmillo mientras ella lloraba a lágrima viva. Sus ojos plateados se agrandaron de inmediato antes de que diera un salto hacia atrás que por poco lo lanza fuera de aquel mueble convertido en cama.

—¿Qué pasó? ¿Qué te hice, pequeña? —preguntó con el rostro casi gris del miedo que en esos momentos inyectaba torrentes de adrenalina en sus venas.

—No fue tu culpa, estabas dormido —dijo ella, negando con la cabeza, pero sin atreverse a mirarlo a los ojos.

—Adara, ¿qué te hice? —le demandó mientras aquellos irises como el mercurio líquido se clavaban sobre ella con miedo e ira en sus profundidades.

Aún sin devolverle la mirada, ella se levantó del sofá-cama y entrelazó los dedos como si la acción le brindara el valor necesario para dirigirle la palabra.

—Solo me halaste hacia ti y… —estuvo a punto de revelar aquellas palabras murmuradas entre sueños, pero se mordió la lengua. Lo último que necesitaba era mostrarle que su corazón se desbocaba, queriendo salirse de su pecho, al saber lo mucho que la amaba—, y eso me asustó. No fue tu culpa.

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