Capítulo 21 ✔

La reacción fue automática. La mandíbula del elfo se tensó mientras luchaba contra la magia ancestral que intentaba obligarlo a acatar la orden de la bruja a sus pies. Su concentración falló, liberando al órgano del poder que lo oprimía, pero fue rápido para cambiar tácticas. Ninguno de sus hechizos funcionaría correctamente bajo la influencia de la magia antigua, sin embargo, tenía la suficiente fuerza como para destrozar un cráneo con sus propias manos, así que una masa de tejido blando no sería problema. Su conflicto estaba en obligar a sus dedos a acatar sus órdenes.

Itagar gruñó con el esfuerzo y su mano comenzó a temblar mientras sus dedos poco a poco se contraían, aplicando presión sobre el sangriento órgano. Los quejidos de la mujer volvieron a escucharse antes que otra orden de detenerse le fuera daba. Dolor comenzó a golpear sus sienes a la misma vez que sentía como si agujas perforaran sus pulmones con cada respiración. De entre sus labios escapó un suave gemido que terminó transformado en un siseo cuando sintió un puñal invisible perforar su corazón.

Ya era suficiente. Estaba harto de que ella lo manejara a su antojo por culpa de un error. Estaba harto de ser el objeto de su obsesión.

Ira cubrió el interior de su cuerpo como una ola, inundando todo con tal intensidad que el dolor fue opacado y carcajadas llenaron su cabeza, anunciado la liberación de su bestia. Esa era su oportunidad para deshacerse de la perra que lo había sometido bajo su yugo desde que cometió la estupidez de revelarle su verdadero nombre.

Lo bueno del girash’mir, o el poder de los nombres, era que sólo podía controlarte aquel a quien tú le revelabas el nombre que la diosa había tejido en tu frente en el momento de tu nacimiento. Aquellos que lo oían por boca de otro que no fueras tú, no podían someterte a su control. Lo que significaba que, aparte de Adara, Cerias era la única que tenía poder sobre su persona.

Y ese era uno de los motivos de su gran odio hacia la sacerdotisa. Él, en un momento de pasión, le había confiado el mayor tesoro de su vida y ella lo había usado para obligarlo a destruir la mujer que le enseñó a ser más que un demonio de violencia y deseo.

—¡Jamás volverás a controlarme, Cerias! —gritó y, ayudado por la furia en su corazón, cerró la mano en un puño. El sonido que llenó sus oídos imitó al de una fruta pulposa al ser aplastada, seguido de cerca de un desgarrador aullido femenino. La sangre le salpicó en el rostro y resbaló entre sus dedos hasta caer al piso de la biblioteca para luego mezclarse con aquella que continuaba emanando del pecho de la Gran Sacerdotisa de Loth.

Al fin estaba hecho.

Al fin era libre.

Los irises cromados de Itagar se clavaron en el cuerpo sin vida de Cerias y la punta de su lengua acarició sus labios con lentitud. Obedeciendo los oscuros deseos de su bestia, dejó caer el destrozado corazón al suelo, cubrió la distancia que lo separaba de su víctima y, mojando sus pies descalzos en el tibio líquido escarlata, se ñangotó frente al cadáver.

El odio volvió a burbujear en su interior al igual que agua en su punto de ebullición.

Ideas que nunca había tenido se arremolinaron en su cabeza. Deseaba… no, ansiaba mancillar el cuerpo frente a él, como Sheif había hecho con su pequeño colmillo, luego se tomaría su tiempo despedazándolo y, finalmente, le ofrecería los pedazos a la Señora de los Ojos Brillantes. Después de todo, su diosa prefería las ofrendas sangrientas cuando se trataba de pecadores como la bruja que tenía enfrente.

Itagar extendió su mano ensangrentada hacia el cabello blanco de la muerta, pero antes de que sus dedos pudieran rozar las hebras siquiera, un sonido fuera de la biblioteca llamó su atención. Voces se acercaban por el pasillo; voces que de seguro escucharon sus gritos y los de Cerias.

¡Maldición! Aquello era precisamente lo que él había intentado evitar, pero, al parecer, la suerte había decidido darle la espalda. 

Con los pasos cada vez más cerca, el drow estaba a punto de desvanecerse lejos de allí cuando una extraña sensación se apoderó de su pecho, logrando que sus rodillas se doblaran bajo su peso y fuera lanzado al suelo de roca. Su vista se nubló antes de darse cuenta de lo que sucedía: había un oscuro vacío en su corazón.

Itagar abrió los ojos a la vez que su respiración se aceleraba a un ritmo frenético. Su cuerpo comenzó a temblar y un sudor frío le resbaló por la espalda antes de ponerse de pie. Susurró el hechizo que lo había vuelto invisible segundos previos a que un par de guardias ebrios entraran tropezando a la biblioteca; sin embargo, su atención se centró en la conexión psíquica que lo unía a su duendecilla peliazul.

Sus manos se cerraron en puños y apretó sus dientes con fuerza mientras intentaba contener las emociones en su interior. Al otro lado de su mente, allí donde debían estar los sentimientos de Adara, no había nada más que otro oscuro vacío.

No. No podía ser cierto. ¿Dónde estaba? ¿A dónde se había ido su pequeña humana?

Como respuesta, su mente comenzó a conjurar imágenes que eran tan absurdas como desgarradoras para su alterado corazón. La veía atravesando el espejo seguida de Reiner, una sonrisa retorcida en sus labios; o siendo violada una y otra vez por diez guardia hasta ser asesinada por la violencia de sus atacantes; y, finalmente, la vio morir de igual forma que Cerias: con el corazón arrancado de su frágil pecho.

—¡No! ¡Noooo! —gritó a todo pulmón mientras que el anillo rosado que identificaba a su bestia, se tornaba rojo y expandía para cubrir todo el iris—. ¡Malditos hijos de puta, los voy a matar a todos!

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