Capítulo 20 ✔

Itagar chocó con fuerza contra la puerta cerrada y cayó al piso. Las dagas se resbalaron de entre sus dedos, haciendo un ruido metálico que pareció ensordecedor en sus oídos mientras sus párpados se abrían y cerraban como si lucharan por permanecer abiertos. Sin embargo, su debilidad era una treta; puro teatro creado para que los peces mordieran el anzuelo. Sí, la descarga lo había desorientado un poco, motivo por el que aún permanecía en el suelo, fingiendo, pero no había sido suficiente para dejarlo inconsciente. Los poderes que la diosa había infundido en él aumentaron su resistencia corporal, por lo que podría recibir ocho o nueve rayos más, todos de potencia máxima, antes que su cuerpo comenzara a sentir efectos graves.

Un quejido sonó en el fondo seguido de suaves pasos que se acercaban. La seda del vestido de la sacerdotisa rozó sus dedos y luego la sombra de ella apareció sobre él. Escuchó otro susurro de tela antes que dedos femeninos le apartaran el cabello de su oreja y el aliento de la mujer le acariciara la piel; una que se erizó con repulsión de inmediato.

—Esta vez no seré gentil contigo, amor. Esta vez le ordenaré a Sheif que la viole repetidas veces frente a ti mientras estés paralizado y encadenado. ¿Te gusta mi idea?

Itagar abrió sus ojos cromados de repente y, con un rápido movimiento, hundió la cuchilla más cercana en el estómago de la Gran Sacerdotisa de Loth. Los irises rojos que le devolvieron la mirada se agrandaron y bajaron hacia la herida, donde su mano aún sostenía la daga enterrada en la carne de aquella bruja. Con la sorpresa aún afectando su rostro, la sacerdotisa dio unos pasos para atrás, liberándose del arma con un gemido y cayendo al suelo mientras intentaba aplicarle presión a la herida.

Un grito de furia sonó a su izquierda y, en segundos, Sheif se hallaba entre el cazador y su moribunda presa. Una sonrisa de satisfacción curvaba los labios del drow de ojos rojos.

—Ya no tienes la ventaja, general. El rayo de su Exaltadísima te hizo visible. Ahora tendrás que pasar sobre mi cadáver para llegar a mi señora.

Los ojos cromados del exgeneral pasaron de la brillante espada que era apuntada en su dirección al elfo que la sostenía vestido con su armadura negra y dorada. Había tantos agujeros en su defensa que Itagar se sorprendía de que su antiguo subordinado hubiera mantenido su posición de guardia del templo por tanto tiempo. ¿Cómo rayos no lo habían echado de patitas a la calle cuando el tipo ni siquiera sabía protegerse?

De una cosa estaba seguro, con magia de invisibilidad o sin ella, matar a Sheif no sería complicado.

—Te iba a dejar para lo último, pero ya que eres tan leal a esa hija de puta, que sea como quieres —respondió la justicia de Loth y se lanzó contra su nuevo objetivo. La velocidad que tomó formó una honda de viento tras sus pies que pareció ralentizar el sonido, dando cero oportunidades para que su enemigo contraatacara. Con un movimiento de tijera, las dagas cortaron armadura y carne tan profundamente que el cuerpo de su víctima no reaccionó de inmediato. Dos segundos después, la sangre formó dos líneas horizontales sobre el vientre de Sheif y sus vísceras se precipitaron fuera de su cuerpo en una masa de asquerosa viscosidad. Los ojos rojos del elfo rodaron dentro de sus cuencas antes que cayera sobre un charco de sangre, intestinos destrozados e, incluso, excremento—. Merecías algo peor, pero no podía darme el lujo de hacerte gritar —murmuró Itagar, mirando sobre su hombro al cuerpo de quien tanto daño le había causado a Adara.

Derrumbada en medio del umbral entre sus habitaciones y su biblioteca, Cerias no podía creer lo que había visto. Su amado se había movido con la velocidad de los dioses. Semejante cosa no podía ser cierta, no viniendo de un drow que apenas tenía energía para pararse hacía un par de horas atrás. ¿Qué demonios había pasado? O, mejor dicho, ¿qué le había pasado a Itagar?

El elfo dirigió entonces su mirada hacia ella, haciendo que el frío se disparara bajo su espalda y le erizara todos los vellos del cuerpo. Su alma se paralizó dentro de su cuerpo al contemplar los ojos plateados de Itagar. Había una oscuridad temible y poderosa ocultándose tras el color de aquella mirada que le recordaba a su diosa… a la señora por quien ella había desperdiciado siglos sin recibir nada a cambio. Podía sentir esa oscuridad como dedos fríos tratando de tocarla, tratando de agarrarla y partirla en dos por todos sus pecados, por todas sus transgresiones contra su propio credo.

Cerias lo vio acercarse con la Muerte en los ojos y sus propios orbes se agrandaron. Acaso…

¿Acaso la Ar'gik Chysmallar le había dado su bendición al maldito de Itagar? ¡No, no podía ser! Ella era la única merecedora de esa bendición, no un hijo de puta arrastrado que había atacado toda la cultura drow al enamorarse de una sucia humana. ¡Dos veces! Dos veces Itagar había pecado contra los suyos y, ¿aún así la diosa lo escogía? ¿Dónde estaba la justicia en eso?

Dándose cuenta de que moriría si enfrentaba a su prisionero en aquellos momentos, Cerias comenzó a murmurar un hechizo.

El drow se detuvo a pocos pasos de la Gran Sacerdotisa de Loth y, sin decir una sola palabra, giró su muñeca de modo que su palma quedara hacia arriba. El grito desgarrador de la mujer le provocó una media sonrisa y su bestia ronroneó, al igual que un minino mimado, mientras el chorro de sangre le salpicaba la cara. En su mano se hallaba un sangriento corazón que aún palpitaba, llenando sus dedos de más liquido escarlata. Tuc, tuc-tuc. La música hipnótica de los latidos continuaba gracias a la magia que permeaba todo Svartálfaheim; de otro modo el órgano hubiese muerto en el momento que fue arrancado.

Sus ojos plateados se entornaron sobre el órgano, el cual pareció encogerse bajo la presión psíquica que comenzó a oprimirlo, y un gemido hizo eco en la habitación.

—Te o-ordeno que te de-t-tengas, Yis L’Ita-ga-gar Gamel’le —murmuró Cerias desde el suelo mientras alzaba una mano en dirección a su torturador.

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