CAPÍTULO XVI

Piénsalo bien - Lu



Glía estaba lista justo a las ocho. Se había puesto el hermoso vestido, con unas sandalias de piso del mismo color del cinturón, que gracias a Dios, le compraron hacía unos meses junto con la ropa de maternidad. Se recogió el cabello en un moño suelto y se aplicó un poco de mascara y rubor que prácticamente nunca había usado y que adquirió de la misma forma que lo demás.

Jugó un rato con Camelia. Fábia le dijo, con aprobación, que se veía muy bien, por lo que se sentía más segura de sí.

La puerta se abrió de repente. Él estaba ahí, la había ido a buscar a su habitación y al no verla, dedujo donde se encontraría, no falló. Estaba de pie junto a la cuna con Camelia en brazos cantándole una canción de cuna, parecía una diosa griega, nunca la había visto así. Era tan perfecta, tan elegante y no necesitaba grandes artículos para lucir como en ese momento, sabía muy bien que si fuera a un lugar concurrido él sería el objeto de envidia de muchos.

—Buenas noches —Glía giró s la puerta clavando sus inmenso ojos verdes sobre él. En cuanto lo hizo quedó sin aliento, sudoroso, como un adolescente.

—Buenas noches —contestó al verlo vestido sin ese rígido traje. Llevaba unos pantalones oscuros de tela de gabardina que sospechaba estaban hechos a su medida, pues le quedaban como guante en ese asombroso cuerpo que poseía, una camisa gris abierta casualmente en el cuello y su cabello húmedo sin peinar. Respiró un poco nerviosa sintiendo, como siempre, como cada célula traicionera reaccionaba ante su presencia imponente.

Antonio entró unos segundos después y se acercó a ellas presa del hechizo que ambas ejercían sobre él.

— ¿Puedo? —Glía le dio a la pequeña sin chistar. Lo observó mecerla y acariciarle su rostro de esa forma en la que solía—. Te ves... hermosa —le dijo mirándola de pronto. La joven alzó la vista ruborizada.

—Tú... también te ves... bien —él sonrió complacido, sabía que se sentiría más relajada si iba con menor pomposidad, además recordaba que en un par de ocasiones le dijo que se veía más joven y accesible con el cabello sin fijadores, por lo mismo decidió dejarlo así.

— ¿Nos vamos? —Le preguntó sereno, sin embargo, la causa de su noches sin dormir y de millones de duchas heladas, miró a su hija un tanto aprensiva. Era la primera vez que la dejaba sola, él sabía muy bien lo que sentía, de nuevo lo experimentaba, pero la niña estaría bien.

—Yo me encargaré de Camelia, no saldré de aquí para nada, Glía —le recordó Fábia tomando a la bebé sonriendo.

— ¿Estás segura? —Consiguió decir dudosa.

—No estaremos lejos, Glía y Augusta también permanecerá en casa, todos aquí saben qué hacer, pero además nuestra pequeña está bien... —la joven suspiró asintiendo.

—Lo sé, es sólo que...

—Te entiendo, no te justifiques, es normal —avaló acariciando su mejilla y clavando sus ojos grises en esos preciosos pozos verde–. Camelia tiene a la mejor madre —Glía sonrió alejándose de ese tacto que le quemaba.

—Vamos antes de que me arrepienta —él asintió sintiendo el dolor de su rechazo.

Al salir de la casa, en vez de subirse a uno de los autos, como ella esperaba, un pequeño carro de golf los esperaba. Glía lo miró sin comprender.

—Ya verás, vamos a un lugar donde nadie nos interrumpa —se subió a su lado. Antonio condujo a través de los jardines hasta llegar a la playa quince minutos después. Glía no había ido hasta ahí.

—Es hermoso —la luna se mezclaba con el océano de una forma asombrosa.

—Sí... mucho —admitió contemplándola. La joven bajó del auto de inmediato sin lograr comprender esa actitud.

Una lancha de lujo estaba aparcada en un muelle junto a un yate impresionante. Glía lo observó atónita sin poder evitar abrir la boca de par en par. ¿Qué era todo eso?

— ¿Son tuyos? —Sujetó una de sus manos y la guío hasta la más pequeña de las embarcaciones.

—Sí... ven —al ver que iban a subirse a es diminuto bote, dudó.

—Yo... No creo que se buena idea, no sé nadar y... —él la miró asombrado y divertido. ¿Eso era posible?

—No caerás, además llevarás un salvavidas ¿De acuerdo? Serán unos minutos.

—Pero a dónde vamos ¿Por qué no en auto? —La acercó a su cuerpo tomándola por los brazos, ella tragó saliva sin moverse.

— ¿Dónde quedó tu animo temerario? —La pelirroja pestañeó ruborizada. ¿Por qué la acercaba así, la veía así?

—Bueno... lo que pasa es que tampoco soy una suicida —se justificó un tanto nerviosa y otro tanto confundida.

—Verás que te gustará —la tomó de la mano y la condujo hasta la embarcación. Bajó de un brinco al bote y sacó un chaleco. Subió de nuevo y se lo colocó con pericia y paciencia—. Listo, estás protegida.

—Eso espero —musitó ella sintiéndose ridícula con aquella indumentaria, pero no se la quitaría. Él la agarró sin avisar por la cintura y la dejó de pie a su lado en el bote.

—Siéntate donde gustes, ya salimos —ella obedeció observando la facilidad y conocimiento con que lo encendía y comenzaba a manejar.

Iban rápido, pero Antonio parecía saber muy bien cómo funcionaba ese bote que evidente estaba hecho para ir a toda velocidad. Sin darse cuenta empezó a mirar a su alrededor, se veían varias islas iluminadas, la noche estrellada y la espuma que iban dejando detrás. Él la observó de reojo, le tendió la mano alentándola a ponerse de pie. Glía aceptó rodeando con sus pequeños dedos la suya. Se colocó a su lado notando lo maravillada que se encontraba, como sus pupilas se dilataban intrigadas, curiosas. Esa joven sí se parecía demasiado a la que dañó sin saberlo una y otra vez.

— ¿Quieres intentarlo? —Se sentía derretido al ver sus ojos de nuevo chispeantes, estaba bajando las defensas. Ella arrugó la frente temerosa.

—Claro que no, chocaríamos... maneja tú.

— ¿Contra que crees que podríamos chocar exactamente? —Se burló relajado mirando a su alrededor. No había ya nada, solo mar y más mar.

—Bueno, hace mucho que no conduzco ni un auto, yo creo que... —sin que pudiera seguir poniendo más pretextos, Antonio la ubicó frente a él y puso sus manos sobre el volante. Ella profirió un pequeño grito de asombro. Pero la ignoró recargando la barbilla sobre su hombro, sentía su cuerpo cálido prácticamente pegado al suyo.

—Mira hacia el frente y sujeta bien el volante, ¿Sientes lo fácil que es? —Ella sonrió complacida, sonriente.

—Sí —contestó deleitada, maravillada. Cuando había que virar, él ponía sus manos sobre las de ella y suavemente la hacía girar, sentir su cuerpo suave, su piel, su olor, lo tenían al límite, ella era su mujer, y se juró que volvería a serlo y cuando eso ocurriera, se dedicaría a verla sonreír de esa forma para siempre.

Poco a poco se fueron acercando a una isla de medianas proporciones, no se veía muy bien por la oscuridad, pero no era pequeña. Antonio disminuyó la velocidad con unos botones que estaban en el tablero, luego comenzó a maniobrar sin permitir que Glía se apartase, se fueron acercando hasta que llegaron a otro muelle frente a una gran casa completamente iluminada. La joven dejó de respirar, estaba azorada.

—No es tuya ¿Verdad? —Antonio asintió avergonzado sin comprender muy bien por qué.

—Por Dios... ¿Quién eres? —Él tomo su rostro entre las manos delicadamente buscando ser lo más sincero posible.

—Un hombre, Glía. Solo eso.

—Pero no es normal poseer una isla, por Dios tus casa, los yates... Te juro que no tenía ni idea —repitió asustada, apabullada.

—Sh... —la silenció poniendo el dedo pulgar en su boca–, hoy vamos a aclararlo todo y si te traje aquí es para que nada, ni nadie, nos interrumpa... pero no te dejes llevar, esto es dinero.

—Demasiado... —manifestó todavía desconcertada.

—Puede ser, pero es así —Glía asintió bajando la vista, no le gustaba nada todo eso. Sin embargo, ella no tenía nada que decir al respecto.

—Lo siento, no quiero ser pedante.

—Al contrario, eres asombrosa —ella volvió a clavar encararlo sin comprender—. Vamos... te enseñaré el lugar —sin darle tiempo de nada la bajó del bote, le quitó el chaleco y aferró su delicada mano.

El muelle daba a la entrada de la casa. El sitio era encantador, intimo. Cristales por doquier, colores vivos y alegres, flores exóticas en cada mesa y muebles que no desentonaban en lo absoluto.

— ¿Te gusta? —Le preguntó desde su espalda.

—Sabes que sí, es hermosa.

—Mi padre la hizo para mi madre, ella adoraba estar aquí, se venían semanas enteras.

— ¿En serio?

—Sí, se amaban mucho y nunca tenían suficiente el uno del otro —le explicó sintiéndose cómodo al hacerlo.

—Mis padres también se amaban —musitó Glía recordando de repente la última triste parte de su matrimonio.

—Es una suerte poder encontrar, en un mundo tan grande, a la persona ideal —la joven clavó la vista en sus sandalias. Para algunas personas, seguramente, pero ella no entraba dentro de ese paquete.

—Supongo que sí —al ver su reacción decidió cambiar de tema.

—Debes tener hambre, ven... —la guio hasta un ala de la casa que daba al mar. Un comedor levemente iluminado con una mesa perfectamente decorada apareció frente a ellos. Lo miro atónita.

— ¿Y esto?

—Nuestra cena... siéntate —la invitó tomando una de las sillas de madera clara y se la tendió. Glía lo hizo despacio y desconfiada—. ¿Quieres tomar vino o prefieres otra cosa? —Preguntó solicito.

—No he comido y... prefiero algo sin alcohol —el hombre agarró una jarra con agua que al parecer era de fresa y le sirvió en una copa larga que contenía fruta picada cuidadosamente en su interior.

—Esta es inofensiva, pero te gustará —ella sorbió despacio; era dulce y acida, sonrió asintiendo.

—Sabe bien —él se sentó y llenó también su copa. Había canapés de diferentes tipos sobre la mesa y le ofreció de todos. Los probó intrigada, eran tan pequeños y decorados que le asombró que supieran tan bien. Después de una charla relajada y superficial, Glía decidió ir al grano, la tensión era evidente y no podría comer más si no hablaba antes—. ¿Quiero saber por qué estamos aquí? ¿Por qué este cambio de actitud? Por más que quiero comprender no lo logro, hace unos días me despreciabas y ahora... no sé... me tratas con... respeto. No entiendo —él cerró los ojos comprendiendo que había llegado la hora de decirle todo, de enfrentar la realidad.

—Glía, no sé ni siquiera cómo empezar... —se detuvo unos minutos evaluándola, lo miraba fijamente, decidida, pero a la vez con cautela, expectación. Era evidente que no confiaba en su suerte–. Pero primero debes saber que conocerte ha sido lo más hermoso que me ha ocurrido, sin embargo, cómo ya te has dado cuenta, mi vida es... complicada y... estoy expuesto a muchas cosas, más de las que quisiera...

—Sí, no ha de ser fácil poseer tanto —él negó atormentado.

—Por eso cuando tú y yo estuvimos saliendo aquellas semanas... Camilo... decidió hacer una breve investigación —Glía sintió un sudor frio.

— ¿Me investigaron? —Repitió incrédula. Antonio asintió avergonzado antes su tono acusador—. No tenían derecho —le reclamó con sus pozos verdes llameantes.

—Lo sé, pero ese es su trabajo, protegerme. El día que... tú... bueno... yo...

—Jamás olvidare esa noche, Antonio —zanjó respirando agitada—. Ese día ¿Qué?

—Bueno, ese día él me dio un informe sobre ti... Ahí decía que estabas coludida con Gregorio y que planeaban extorsionarme, sacarme dinero aprovechándose de mi indiscutible atracción hacía ti —ella bajó la vista sin saber qué decir–. Me sentí furioso, Glía, decepcionado, dolido, me había abierto a ti como con nadie, a tu lado me sentí libre y de pronto parece ser que fui utilizado, usado, engañado... había incluso fotos de ti vendiendo drogas, robando...

—Pero yo no... —la detuvo con un ademan.

—Lo sé, no eres tú, era Ana —la joven abrió los ojos temblorosa–, por eso me comporté así, por eso caí tan bajo, nadie nunca me había lastimado tanto... No tengo pretextos, ni justificación... No tiene nombre lo que te hice.

— ¿Por qué me dices todo ahora? Intenté explicarte y ni siquiera me dabas oportunidad... No entiendo —su mirada entre temerosa y desconfiada le dolió. Se puso de pie y anduvo hasta las enormes ventanas que daban al exterior. La brisa marítima le ayudó a serenarse, las palabras eran vitales en todo aquello, su vida estaba de por medio.

—Porque... lo sé todo... Sé todo sobre tu vida los últimos cuatro años.

— ¿Todo? —Pregunto ella acercándose a él. ¿A qué se refería? Se veía tan extraño, era como si se estuvieses consumiendo, como si estuviera... arrepentido, dolido verdaderamente. No obstante, aún se sentía incrédula, desconfiada y demasiado lastimada, herida.

—Sí, Glía. Jamás me imaginé que hubieras tenido que pasar por esa pesadilla, que esos hombres fueran los responsables de la muerte de tus padres —los ojos de la pelirroja se rasaron al comprender por donde iba todo. Deseó, miles de veces borrar eso de su memoria, de su cabeza, pero tal parecía que nunca se libraría de esos recuerdos espantosos y que le cambiaron la vida para siempre–, que tu hermana fuera lo que es y que tú hubieras sido la victima de todos nosotros —Glía se aferró mareada el barandal que dividía la terraza de la playa y agachó la cabeza sintiendo que todas sus defensas caían sin poder oponer ni las más mínima resistencia—. Has sido una mujer muy fuerte, muy valiente y no tengo palabras para agradecerte que hubieras intentado protegerme...

—T-te harían daño —soltó sin mirarlo y con la voz quebrada, lloraba. Dios, cómo le dolía verla así, tan vulnerable.

—Lo sé... planeaban secuestrarme —ella lo enfrento perpleja con lágrimas en los ojos, eso era justamente lo que sospechaba y no se había equivocado—. Sí, gracias a Dios Camilo, al verte en el apartamento, aquel día que te encontré en el albergue... notó lo que todos han visto en ti; inocencia, ingenuidad... Dudó de lo que me informó y realizó una investigación exhaustiva, no solo de ti, si no de esos hombres, hace unos días me dio el resultado de su nueva indagatoria...

— ¿Sabe dónde está mi hermana? —Él se acercó a ella preocupado. Mierda, era tan dulce y en medio de todo aquello lo único que le preocupaba era esa chica advenediza, oportunista y sin principios.

—Glía, ella es parte de todo esto... Ahora esta prófuga, pero cuando la encuentren, irá a prisión —palideció al escucharlo y se alejó un par de pasos.

— ¿Prófuga?... ¿Por qué? —Recordaba lo que Gregorio le había dicho, pero no podía ser cierto.

—Ven; te contaré todo lo que sé, no omitiré nada, pero tú debes sentarte, parece que te desmoronaras en cualquier momento —ella accedió sintiendo justo eso. La tomó de la mano y la acomodó en una de las sillas del exterior ubicándose enfrente. Le narró todo sin detenerse, la mirada de Glía iba del asombro, al horror, al dolor, al miedo y a la impotencia. Quería rodearla y jurarle que todo iría bien, que ya nada nunca le pasaría, que él la protegería, pero presentía que ella lo alejaría. Una hora después terminó. Glía estaba muda y paralizada.

—Yo... no sabía todo esto, no sabía quién eras... te lo juro —rogó porque esta vez le creyera, ya no podía más, se sentía exhausta desde el centro de su ser. Antonio agarró con suavidad sus manos y las beso con suma ternura.

—Lo sé, y no veo cómo lograré que me perdones... fui vil, despiadado —ella se zafó, de inmediato se puso de pie acercándose al barandal.

—No sé qué decirte, enterarte de todo esto seguro no fue nada grato. Yo misma no sabía muchas cosas... No me conocías, Antonio... todo se conjugó... Te entiendo —admitió al fin. El hombre no daba crédito por lo que no pudo abrir sus ojos grises clavándolos en su pequeña figura.

—Glía... perdóname —se puso a su lado buscando su mirada. La joven asintió perdida en la noche, en la luz de la luna proyectada en el agua salda que iba y venía.

—Te comprendo, Antonio. No tuviste más opciones, así como yo... jamás las tuve... Lo cierto es que no debí ser tan inconsciente aquel día que te derramé el café, no debí olvidar quién era, te arrastré a cosas que no tenías por qué vivir —escucharla hablar de aquella manera hizo que la sangre se le helara de inmediato. Eso era lo que provocó con cada una de sus palabras, con cada una de sus malditas acciones; que ella, el amor de su vida, se arrepintiera de hacerse cruzado en su camino.

— ¡Ey!... No digas eso, ahora estás bien, nuestra hija también, podemos superarlo juntos —ella giró hacia él entornando los ojos.

— ¿Juntos?

—Sí, juntos. Glía... Cásate conmigo —sin pensarlo se alejó un par de pasos perpleja, descompuesta. Entro a la casa negando asustada. Antonio la observó desconcertado, sudando como un adolescente. Parecía que le había dicho una pésima noticia.

— ¿Casarnos? —La siguió serio intentando deducir lo que por su cabeza pasaba.

—Sí, tenemos una hija y...

—Espera, Antonio —lo detuvo en seco pero con la voz más firme que le hubiese escuchado–. Te perdono, te lo juro, pero eso no implica que pueda surgir algo entre tú y yo —sintió un balde de agua fría, se engolosinó, soñó, pero eso era lo que en realidad esperaba si era sincero, aun así dolió como los mil demonios jugando con su alma, con lo que sentía por esa maravillosa mujer–. Pasaron muchas cosas, necesito recuperar mi vida, no será fácil pero... no puedo vivir así... Soy la madre de tu hija, siempre lo seré, sin embargo, entre tú y yo se abrió un abismo enorme. Yo no sabía que poseías todo esto, que eras un hombre con tanto poder... Pensé que sí, tenías dinero, pero no a este extremo, jamás vi a uno de tus escoltas hasta el día en que fuiste por mí al albergue. No tenemos nada en común, somos dos personas que no tienen coincidencias, y el cuento de la cenicienta sé muy bien que es eso, un cuento... No estás en deuda conmigo porque nada de lo que me pasó es tu culpa. Sé que serás un buen padre, que a Camelia no le faltará nada, pero yo soy otra cosa y... no creo que un matrimonito bajo estas condiciones sea la respuesta...

—Glía... —un agujero enorme se abría en su pecho, ese era su castigo, la consecuencia de sus fallas, a el dolor que le infligió tantas veces.

—No, no digas nada, te lo suplico. Esperé mucho este momento y ahora que sucede no me siento mejor, creí que cuando supieras la verdad podría sentirme feliz, tranquila al fin, pero no es así. Sé que no actuaste correctamente, yo tampoco en muchos casos... Necesito acomodar mis ideas... No puedo ni quiera regresar a México.

—Glía, aún es peligroso —se escuchó decir Antonio inmutable. En todo podía ceder menos en eso, no por ella, no por su hija. Jamás las arriesgaría, podía no tenerla a su lado, pero esa joven estaría a salvo el resto de sus días.

—Lo sé, pero aquí no me siento cómoda, no sé hablar portugués ¿Cómo lograré abrirme camino? Dios, todo es tan complicado —se sentó en la silla del comedor y escondió la cabeza entre sus manos. Ya no sabía qué seguía, qué le depararía la vida, cómo tomar el control de su destino.

—Glía... tú no puedes vivir como antes, por mucho que yo en este momento quisiera darte todo lo que pidieras, eso no es posible —tuvo que decirle pues esa era la realidad, su realidad.

—Por Camelia... —dedujo apesadumbrada.

—En parte... Tú ahora estás ligada a mí, siempre será así, no puedo arriesgarlas ¿Comprendes? Tu vida, bueno... no podrá ser como la de cualquier otra mujer —mierda, sentía como si la estuviese mandando al paredón, más aun con esa mirada llena de miedo, de preguntas, de... ingenuidad.

—No comprendo —admitió llorosa.

—Glía, tengo muchos enemigos, gente que sabe que al hacerles daño a ustedes me lo haría directamente a mí, gente como Gregorio los hay en todas partes, no puedo exponerlas de nuevo.

— ¿Eso qué implica? —Deseó saber apretando la servilleta con la que se había estado limpiando las lágrimas.

—Implica que... no podrás ir y venir sin más, que tendrás custodia las veinticuatro horas, que no les faltará nada y vivirán sin sobresaltos de ningún tipo. Pero que trabajar en un lugar como en los que trabajabas no podrá ser —Glía palideció más si eso era posible. Antonio fuera de irse sintiendo mejor se iba sintiendo peor con cada minuto, con cada palabra. Se desmayaría, estaba seguro.

—Yo... no quiero eso —logró articular con voz débil—, quiero una vida normal, quiero salir adelante por mis propios medios, no puedo aceptar eso —espetó irritada por no poder decidir sobre sí misma.

—Te entiendo, pero comprende que se trata de tu vida, de la de Camelia...

—Y del qué dirán si ven que la madre de tu hija trabaja en una cafetería... ¿No es cierto? —lo acusó repentinamente molesta, harta.

—También —confirmó sombrío.

—Yo no pedí esto, estoy cansada de no tener el control de mi vida —le dijo con impotencia, frustrada.

—Glía, podrás estudiar, terminar tu carrera, ejercerla más adelante si quieres... Eso no será un problema, además, seamos sinceros, tú no estás dispuesta a dejar a Camelia más de lo necesario, si trabajaras como solías no la verías...

—Lo sé —admitió reconociendo eso.

—No te estaré haciendo ningún favor, es mi obligación velar por ustedes, yo te metí en este lío, no te dejaré sola. Olvídalo.

— ¡Tú no me metiste en nada! —Lo corrigió alzando un poco la voz.

—Eso es muy cuestionable, algún día probablemente lo decidiremos —ambos recordaron de pronto cómo era que se conocieron, y con cuál pretexto él la invitó a salir. Glía se levantó y caminó al interior de la casa buscando alejarse. No quería evocar todo eso, ya no quería recordar nada que le causara dolor. Tenía que pensar en el futuro, en cómo enfrentar su situación.

—No quiero ser una mantenida —declaró repentinamente mirándolo a lo lejos desde la sombras de esa parte de la casa.

—Estoy consciente de ello, y no es lo que serás... Confío que con el tiempo puedas sentir lo contrario, pero no debes privar a Camelia de lo que yo puedo darle.

—No quiero privarla de nada... Pero no es mi realidad... ¿Qué tal que algún día tú te casas y tienes familia? No puedo estar a expensas de ti y tampoco puedo permitir que ella sufra por no tener a lo que estaba acostumbrada.

—Eso no pasará —declaró con firmeza.

—No lo sabes... —replicó ella con el mismo tono.

—Podrías ser tú quien conociera a alguien, la que deseara casarse con un hombre como el de tus sueños —refutó con furia contenida. De solo pensarlo quería destrozar el lugar, no obstante, sabía que llevó las cosas a un límite que era difícil el retornar.

—No, ese hombre ya lo conocí y... eso no pasará... —la impotencia de su confesión le nublo la vista, se le clavó como una espina venenosa en el alma.

—Podrías cambiar de parecer y entonces Camelia viviría a su lado lo que no puede conmigo; la cotidianidad, deseo por lo menos darle seguridad, estabilidad. No puedes negarme eso.

—Está bien —murmuró Glía después de unos minutos, tranquila de que él no pudiera ver su rostro con claridad, gracias a las penumbras del lugar donde se encontraba observándolo. Antonio fue ese hombre, lo supo en cuanto lo vio, pero... eso fue un sueño... nada más. Hacía unos días se lo dijo muy claro; ella nunca estaría a su altura. Sin contar que la propia situación era tan torcida y enredosa que nada podría terminar bien entre ellos y menos sin que una de las partes no estuviera igual de enamorada que la otra—. Sé que por ahora no puedo regresar al México, sin embargo, quiero tu palabra de que cuando todo termine... lo podré hacer... —Antonio apretó los dientes tenso, sintiendo como una mano ardiente se adentraba en su pecho y los estrujaba.

—Te lo juro —le prometió sin remedio.

—No quiero vivir en tu casa, sé que no puedo exigirte nada, pero creo que es lo mejor para todos —y por supuesto eso le pediría, lo supo en cuanto conoció la verdad, aun así sintió unas enormes ganas de gritar, la perdió, la había perdido con cada cosa que hizo, con cada frase hiriente.

—Tú puedes pedir lo que quieras, y si no te sientes cómoda ahí, entonces te compraré una en la ciudad.

—No hace falta que compres nada, espero que no sea mucho tiempo —prosiguió con seguridad, tanta que lo asombraba. Sin embargo, en ello tampoco cedería.

—Estará a nombre de Camelia, además cuenta con Fábia y un maestro particular de idiomas para que te enseñe portugués y puedas sentirte independiente... Sé que terminar la escuela en línea no será problema... Así que podrás seguir estudiando —le explicó como si de un balance mensual de la situación de la empresa se tratara. No sabía cómo enfrentar todo esa marea de sensaciones que estaba desgarrándolo por dentro.

—No es necesario, cuando regrese a México...

—Glía, no tenemos ni idea de cuándo sea eso, pueden ser años, lo mejor es que termines, sé que es lo que quieres...

—Sí, lo es —admitió susurrando decepcionada.

—Lo último que quiero es que te sientas mal por todo esto, te daré una cantidad al mes que tú administrarás cómo prefieras, no me darás cuentas de nada ni tampoco te las pediré, quiero que te sientas lo más libre posible... —le informó sabiendo que eso era lo debía hacer.

—Es muy vergonzoso, me cuesta trabajo aceptar todo esto, Antonio. Es demasiado —y era verdad... no le gustaba en lo absoluto lo que ocurría y de nuevo, no tenía muchas opciones... o ninguna.

—Lo sé, pero por ahora es tu realidad, acéptala, Glía, como yo he tenido que aceptar la mía —ella pasó saliva ante lo amargo de sus palabras.

—De acuerdo —unos minutos después se acercó de nuevo a la mesa sin saber qué decir, ni que hacer.

—Debes tener hambre, siéntate, la cena está lista —la joven pestañeó desconcertada ante su calma, su fría indiferencia. Al parecer dijo justo lo que él quiso oír y por fin se sentía librado de su presencia, de toda esa pesadilla.

—Gracias —comieron en silencio uno frente al otro evitando verse a los ojos. Al terminar el primer platillo ella se atrevió a encararlo, él estaba serio, pensativo. Por mucho que le aliviara que se alejara de su vida, siempre fue evidente que amaba a Camelia; era un gran padre, en todos los sentidos.

La albergó en su casa y se ocupó de ella y la niña aun dudando de su paternidad y una vez que la confirmó, no reparó en atenciones, en cariño. Toda esa situación le afectaba a él también, por eso le pidió que se casaran. Sin embargo, un matrimonio bajo esas condiciones no tenía la menor posibilidad de salir adelante. Todo estaba en contra, pero lo más importante era que no sentían lo mismo y eso en algún momento la destruiría. No dudaba de su deseo, de la atracción que existía entre ambos, pero no había amor, no de su parte y por mucho que lograra de verdad olvidar las humillaciones y cada una de sus palabras no lograría superar el hecho de que se encontrara perdidamente enamorada de aquel hombre que le hizo ver la vida de otra forma y que se daba cuenta fue una ilusión, una fantasía.

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